por Fernando Camisar, Ingeniero en Informática, U. Argentina de la Empresa. MBA en IAE Business School, Argentina.

Hace 70 años, se abrieron las puertas del campo de concentración y exterminio en Auschwitz, un infierno construido sobre la tierra. Situado en Polonia, fue el centro del vasto sistema criminal que el régimen nazi extendió en 42.500 guetos. Auschwitz, espacio físico principal del horror y de la muerte, es hoy un museo, patrimonio de la humanidad que recuerda el Holocausto.

Más de un millón de personas asesinadas es una cifra que da cuenta del enorme y cruel poder destructivo de la maquinaria nazi para aniquilar judíos, y luego continuar con toda cultura, religión o condición que no adhería a su macabro plan: disidentes, homosexuales, negros, gitanos, Testigos de Jehová, enfermos mentales. Esa cifra encierra un horror que los datos sintetizan, y en parte explican, pero insuficientes para una comprensión más amplia y profunda de aquella catástrofe.

El olvido puede abrir las puertas a la repetición del horror. “El exceso de olvido pone en riesgo la libertad y el futuro. La amnesia abona el terreno para que se reproduzcan la impunidad, la arbitrariedad, la destrucción del orden jurídico y la indefensión”, señala Gregorio Caro Figueroa, mi amigo, prestigioso periodista e historiador. “Los caminos no son el olvido, el perdón o la venganza, sino la justicia”, señaló Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz. Un místico judío del siglo XVIII había dicho: “El olvido alarga el exilio y el secreto de la redención se llama recuerdo”.

En Auschwitz, se concentraron todos los recursos para aniquilar seres humanos: cámaras de gas, trabajo esclavo, hambre, experimentos de laboratorio, torturas, fusilamientos. Las víctimas eran hombres, mujeres y niños. No se los capturaba y se los esclavizaba porque estuvieran armados o fueran combatientes, sino por el solo hecho de ser y pensar diferente al ideal nazi.

En 1965, el filósofo alemán Karl Jaspers señaló que el Estado nazi “era un Estado criminal, no un Estado que también cometía crímenes. Un Estado criminal es el que, en principio, no promueve el orden jurídico ni lo reconoce”. Los crímenes de guerra son crímenes contra la Humanidad, y los crímenes contra el género humano son la pretensión de decidir cuáles son los grupos de hombres y pueblos que deben sobrevivir sobre la tierra y cuáles no.

Un aniversario como el Día del Holocausto debe servir para recordar. Pero ese recuerdo, ese derecho y ese deber de la memoria, debe ejercerse acompañado de una apertura a la reflexión y a la comprensión de los hechos. “Comprender el mal no significa justificarlo, sino encontrar los medios para evitar su regreso”, señala Tzvetan Todorov. Ese deber de la memoria tiene que ser un “instrumento de un tiempo justo no sólo para las víctimas sino para la sociedad por venir”, afirma Reyes Mate.

Esta memoria sobre los crímenes nazis se apoya en los hechos. Su afirmación se asienta sobre la base de la conservación testimonial de los sitios; de los conmovedores testimonios de los sobrevivientes, que en algunos años perderemos y debemos mantener vivos sus relatos; de los resultados de las diversas investigaciones; de la documentación pertinente y de las instancias judiciales conectadas con los hechos. La pretensión de ocultar o de negar estos crímenes por parte de los seguidores del nazismo no es una postura de conocimiento, sino una postura política destinada a aportar fundamentos al explícito objetivo de lograr la destrucción total del Estado de Israel y de los judíos en el mundo.

Pero la sola memoria es insuficiente, por sí misma no ayudará a evitar tragedias. De hecho, no lo ha conseguido. Pero sin memoria no queda esperanza de que voces claras y valientes puedan enfrentar al fundamentalismo, al fascismo y al terrorismo.

En el mundo de hoy, aún existen regímenes dictatoriales que recortan o suprimen la libertad, siembran miedo, persiguen, encarcelan, exterminan opositores e “indeseables” con hambrunas o en campos de concentración. Todo ciudadano de cualquier país que cree en la democracia y en la convivencia pacífica debería comprometerse con poner fin a todas las formas contemporáneas de destrucción de la vida, de sometimiento de las personas, de esclavitud o explotación y, sobre todo, de los regímenes políticos que las perpetran.

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