La deshumanización, a través de los medios de comunicación, como política de Estado, para beneficio extractivo foráneo (y local).

Cuando le conté a Matías, mi amigo, que daba clases de informática y que era comunicador social, no lo podía creer. Su primera respuesta fue una carcajada. “No sabías ni buscar una palabra en el buscador y ahora das clases”, me reclamó. Y se volvió a reír. No es para menos. Mi generación (la nuestra) no nació con la computadora en casa. Tampoco, en mi caso, tuvimos computación en la secundaria. De hecho, 22 años después de toparme por primera vez con una computadora de escritorio, me tocó trabajar con cinco cursos distintos dentro de un secundario y descubrir que ninguno de mis alumnos sabía usar un correo electrónico, aunque sí podían interactuar con las aplicaciones del celular; es decir, que hasta los nativos digitales se comunican a través de recetas informáticas procesadas.

Está demás decir que esta limitación trasciende las franjas etarias. Es una estadística generalizada. Y se profundiza en zonas rurales, pero esto no es excluyente. Me refiero a que existe, hace varias décadas, un profundo avasallamiento cultural tecnológico y un limitado conocimiento de este lenguaje por parte de la sociedad en general de la Argentina, pero no por ello deberíamos afirmar que este fenómeno tiene una raíz racial o que aísla o discrimina según las distinciones étnicas. Sería una locura argumentar esto. Imagínense la voz de un producto tecnológico guiado por inteligencia artificial (IA) argumentando: “¡No respondo a comandos que ejecuten ‘negros’ e ‘indios’”! O carteles en las puertas de las tiendas de computación con la leyenda: “No se vende tecnología a negros e indios”.

Alguien podría afirmar con cierto criterio que no estamos muy lejos de eso.

Sin embargo, es sabido que la imposición de un producto de mercado se produce por fuera de la voluntad de la ciudadanía, como objetivo empresarial: crear una necesidad, independientemente de que la sociedad la posea. Puede ser una gaseosa, un televisor led de 65 pulgadas o un celular con resolución HD. ¿Quién podría andar, en la actualidad, sin un celular, aunque sea con la pantalla o el pin roto, un cargador de otra marca, una carcasa envuelta en cinta negra para que no se desarme? ¿La gente de los barrios (incluso de las zonas rurales más alejadas de la urbanidad) elige por propia voluntad el uso de aparatos tecnológicos o su uso está supeditado a la necesidad de estar comunicados con familiares, realizar trámites, tener un mínimo de contacto con el resto de la población?

¿Los elementos de tecnología y los “indios” son representaciones contrapuestas? ¿Son parte de un mismo correlato cronológico? ¿O son anacronismos? ¿Quiénes dicen o a quién le conviene pensar que ambas figuras pertenecen a distintas épocas, y que por lo tanto no podrían estar juntas en un mismo relato? ¿Estos, en su interrelación, son inverosímiles?

¡Los “indios” representan el pasado, y la tecnología el futuro! ¡Los “indios” atrasan, la tecnología es el progreso! ¡Los “indios” mienten, los soldados (representantes de la patria) dicen la verdad! ¡Los “indios” roban y usurpan, los terratenientes invierten y empoderan el país! ¡Los “indios” color café son extranjeros, los empresarios de ojos azules son locales! Estas sentencias constituyen algunos de los mitos que se refuerzan constantemente en Argentina, pretendiendo desembocar en un mismo cauce: beneficiar la voz y la posición del vencedor, la historia del colono. ¡Una vez más! Como si se tratara de una actualización de Windows, la plataforma digital de la mentira.

A una parte de la ciudadanía le molesta e incomoda la presencia de personas con piel de color oscura. Peor aún, le revuelve el estómago pensar que alguien de estas características pueda interactuar con un aparato de última tecnología. Portar un iPhone, manejar un Jeep, filmar con una cámara Canon. Para ellos, la única forma de obtenerlo es habiéndolos robado. Imaginen un indio que sea rapero, DJ, o que conduzca un canal de televisión. Les da un ACV, un derrame cerebral, mínimo una arritmia en el centro del corazón.

La contradicción existe y es real: las nuevas tecnologías representan la materialización del extractivismo. Cada máquina que se produce fue elaborada con alguna forma de extracción de energía de la tierra. Es por eso que las abuelas sabias mapuche, advierten “aléjense de la tecnología”. Pero esa advertencia no quita la posibilidad de que en la ciudad se deba estar sometido a la interacción con las mismas o que, por ejemplo, las personas deban formarse en las distintas áreas de la comunicación para contrarrestar estos sospechosos mitos comunicacionales.

“El hombre de los binoculares”, twitteó Patricia Bullrich, el pasado 17 de febrero de 2024. “Detuvieron en Bariloche al famoso mapuche de los binoculares del caso Maldonado”, replicó el diario Perfil. “Detuvieron al ‘mapuche de los binoculares’, el líder de la toma en Villa Mascardi”, tituló Clarín.

El mensaje se replicó, casi con el mismo titular, velozmente, en otros medios amigos: Infobae, La Voz del Interior, La Brújula 24, Los Andes, La Gaceta, El Observador.

No importó tanto dar detalles de la causa, sino replicar y reproducir la inverosimilitud del protagonista. Una inverosimilitud que ayuda a construir un personaje ficcional, absurdo y grotesco, provocando en el público lector aversión, rechazo, indignación, repudio, bronca, violencia.

Este ejercicio comunicacional conductista ya ha sido utilizado con anterioridad. Sucedió previo al asesinato de Rafael Nahuel y al de Elías Garay. Sólo hay que buscar y leer lo que publicaron los medios masivos de Argentina días previos al asesinato de ambos jóvenes.

Se lanza un mensaje potente y masivo que pueda justificar más tarde un asesinato. Entonces, si durante la detención de Matías Santana este apareciera suicidado en su celda, el público lector justificaría su muerte, sin preguntarse si este tenía razones o no para hacerlo.

Y aquí se presenta un punto de inflexión intransferible: dirigir toda la atención hacia una parte de los implicados, colocarlos contra las cuerdas, limitar su capacidad de respuesta. Someterlos al silencio y la indefensión. Resguardando, en el mismo ejercicio, al oponente, al resto de los protagonistas: sean empresarios, políticos o integrantes de las fuerzas de seguridad del país.

Incluso si se lee bien, se puede ver como, en el mismo ejercicio, el diario «La Voz del Interior» retoma en la misma causa otro mito repudiable: que Santiago Maldonado se ahogó solo.

¿En cuántos medios de comunicación se ha escuchado o leído la posición de los jóvenes mapuche y la de sus abogados? Por el contrario, ¿cuántos medios replican la supuesta violencia del mapuche? Mejor aún, ¿en dónde se ha leído sobre la presencia, absolución y/o responsabilidad (o no) de Luciano Benetton en el asesinato de Santiago Maldonado? “Nadie lo llamó a declarar”, me confirmó Sergio, el hermano de Santiago. ¿Es notorio que durante la cobertura mediática del caso de Santiago Maldonado (incluso hasta la actualidad) ni siquiera se lo mencionó, como si tuviera una coraza comunicacional que lo protegiera?

“A Matías Santana lo detienen a días de la apelación por la desaparición forzada de Santiago Maldonado, como en 2017 cuando armaron la declaración del testigo E sin nuestra presencia”, advirtió Sergio en la plataforma X.

Mientras que a los integrantes de la comunidad mapuche se les exigem hasta muestras de sangre y documentos históricos para demostrar que son parte del territorio que reclaman, a Luciano Benetton se lo ha exonerado de toda culpa y sospecha desde el día cero. No se lo puso en tela de juicio nunca, ni siquiera se le ha preguntado ¿cómo accedió a casi un millón de hectáreas? Ni se le exige que muestre documentos, ni que de un testimonio público (suyo o de un vocero), ni se lo llama a declarar a la justicia. En Argentina, a Luciano Benetton no le conocemos el timbre de voz.

La lupa con la que se investiga el asesinato de Santiago Maldonado esta empañada, construida a base de mitos, estereotipos y discursos tendenciosos corruptibles. Una visible y palpable campaña mediática.

Imaginen ustedes los policías que tienen en sus manos en este momento a Matías Santana. Imaginen todas las ideas que deben pasar por sus cabezas, después de ver y leer los diferentes informes que han sido publicados masivamente sobre el “mapuche de los binoculares”. Imaginen todas las formas de repudio y rechazo que deben gestionar dentro de la comisaría, estén comprobadas o no, estos agentes del Estado.

Deben querer hacer fila para honrar a la patria, deben querer hacer justicia con el cuerpo de Santana. Porque ni siquiera lo ven como una persona, sino más bien, como la figura de un ser sacrificable, con la cual el pueblo puede obtener su salvación.

¡Se mata a un indio para prevenir al pueblo de una amenaza mayor! Pareciera ser el razonamiento de Patricia Bullrich, el Comando Unificado Patagónico y el trasfondo de la Ley Antiterrorista.

Como sucede en los linchamientos civiles, en donde los protagonistas, después de ver innumerables noticias sobre robos a mano armada en bancos, countries y depósitos de mercadería, terminan matando a golpes a un pibe que intentó robar un par de zapatillas usadas o un poco de alambre.

A Ezequiel, el pibe de los cables de Rosario, si no lo mataba las líneas de alta tensión, lo linchaban. Y no porque la gente sea mala o porque tenga en su sangre un gen malicioso que les impida entender, comprender, ser personas empáticas con aquellos que padecen, con los que están en la última línea de los privilegiados, sino porque hay un trabajo mediático —estratégico— conductista que antecede la violencia que aplican a modo de justicia.

Una especie de limpieza étnico-discursiva que se le delega de forma coercitiva a la ciudadanía civil para que lo convierta en acto público, en lapidación verbal y física.

El público reacciona (en redes sociales) primero, apoya después (con manifestaciones públicas), y justifica en última instancia (cuando el estigmatizado ya fue asesinado).

En este contexto es mucho más probable o verosímil que un mapuche aparezca suicidado en una celda o asesinado en medio de un bosque a que el mismo mapuche sea visto dirigiendo un medio de comunicación o que los responsables de su muerte sean investigados como responsables del delito.

Por lo tanto, lo que se propone desde los medios de comunicación masivos, es que el mapuche siempre esté bajo sospecha. Y que una vez esté aceptada esta sospecha, el mismo mapuche sea vinculado a una serie de calificativos denotativos.

Muerte, asesinato, fuego, violencia, robo, usurpación, mentira, persecución, falsedad, prófugo y terrorista son algunas de las palabras que constituyen el campo semántico con el que describen al “indio” los medios de comunicación en la Argentina.

Por otro lado, la lupa, los binoculares, la brújula, los rifles (Remington) son elementos (signos visuales) que componen y evocan el campo semántico del colono–invasor–vencedor.

Por lo tanto, existe también, en nuestra sociedad, una guerra simbólica desproporcionada en la que pocas veces nosotros, los “indios”, tenemos la oportunidad de responder, visibilizar un abuso, ser trending topic en las redes sociales.

Sin embargo, incluso sumergidos en esa desproporción y utilizando las armas del opresor–invasor (cámaras de fotos, teléfonos celulares, computadoras, grabadores de voz), damos la batalla. No es ni será la primera vez.

En todo caso, seguimos un legado antiguo, comenzado por Leftraro. Y aunque la verdad intente ser manipulada, siempre habrá entre nuestra gente, alguien con la vista de un cóndor, la pluma de un choike o el vuelo de una bandurria, para contrarrestar la ofensiva discursiva que propone el opresor.