Inmersos en la cuarentena, algunos intentamos interpretar las señales de posibles cambios que sobrevendrían cuando la pandemia haya pasado. Aguas más transparentes, atmósferas más puras, y animales salvajes incursionando en las ciudades, pueden entusiasmarnos con la posibilidad de que la humanidad se decida finalmente a frenar la contaminación del planeta. Las múltiples experiencias de organización solidaria entre la gente, la revalorización de la salud y la vida por encima de lo material, nos hacen soñar con una sociedad menos individualista. El rol protagónico que han tomado los estados para enfrentar la emergencia, no sólo desde lo sanitario sino también desde lo económico, nos llevan a pensar que tal vez esto derive en el fin del neoliberalismo y el comienzo de un nuevo Estado de Bienestar. Desde luego que muchos compartimos esta esperanza, y sin duda que a partir de ahora habrá aumentado la concientización acerca del rumbo que debiera tomar la humanidad. Sin embargo, a fin de evaluar las posibilidades, será menester hipotetizar acerca de quienes tendrán el timón a la hora de enderezar el barco cuando pase la tormenta.

Solemos centrar las críticas y reclamos en los gobernantes porque son visibles, aunque en rigor su poder es relativo, ya que suelen ser socios o rehenes de una Banca que los dirige o condiciona.  A la vez, si bien al poder financiero ha predicado el culto neoliberal por su propio provecho para concentrar riqueza, no dudará en cambiar de credo si le resulta necesario para mantener el control. De modo tal que un hipotético debilitamiento de los gobiernos neoliberales no necesariamente implicará la pérdida de poder real para los verdaderos monarcas del mundo. En esta coyuntura de la economía real, en la que todos están perdiendo, tanto trabajadores, como comerciantes y empresarios; si aún así los bancos se mantienen intocables y logran medrar, si en plena tormenta se aferran al timón, ¿Por qué lo soltarían cuando la pandemia pase? ¿Es imaginable que la Banca pierda poder después de la crisis?

Cuando hablamos de La Banca lo hacemos genéricamente para referirnos al poder financiero global, del cual muchos intuyen su influencia pero no siempre se tiene real dimensión de la misma, así que veamos algunos datos.  François Morin, en su libro “La Hidra mundial, el oligopolio bancario”, detalla cómo un conglomerado de sólo 28 bancos concentra el  90 % de los activos financieros mundiales, equivalentes a la deuda externa de todos los países, y 14 de esos bancos producen derivados financieros por un valor 10 veces superior al PBI mundial. Semejante concentración se comenzó a producir desde la década del 70, con paulatinas desregulaciones del mercado cambiario y financiero, que los gobiernos facilitaron (una muestra del poder que ya tenían en esa época los financistas). Según una investigación periodística de Lisa Karpova (Pradva), esa Hidra tiene un núcleo más concentrado de 7 entidades (Bank of América, JP Morgan, Citigroup, Wells Fargo, Goldman Sachs, Bank of New York Mellon y Morgan Stanley). A la vez, ese núcleo de 7 bancos, está controlado por 4 gigantes corporativos: Black Rock, State Street Corp., FMR y Vanguard Group. Estos “ 4 grandes”, no solamente controlan Wall Street, sino también a la mayoría de las transnacionales anglosajonas (Boeing, Coca Cola, Disney, Mc Donald`s, Intel, Wal-Mart, CBS, y muchas otras), teniendo además participación en más de 40.000 empresas, muchas de primera línea. Los “4 grandes” también controlan la Reserva Federal de USA, y son dueños de gran parte del Complejo Militar Industrial. Y desde luego que los fondos que administran son los acreedores de buena parte de la deuda externa de los países. Según la investigación de Karpova, una vez despejadas las “mamushkas” de los opacos entramados societarios, se concluye que la mayor parte de todo esto lo concentran una docena de familias. En ocasiones cuando el periodismo o algunos formadores de opinión se refieren a estos monstruos corporativos, nos hablan de “los dueños del mundo”; se ha naturalizado que el mundo tenga dueños, así como hace algunos siglos se aceptaba el poder absoluto de los monarcas.

Ahora bien, se podría suponer que en esta formidable crisis, también los ricos serán menos ricos; pero habrá que ver la deriva que tomen los acontecimientos, porque si bien muchos de sus activos se desvalorizan, tienen suficiente respaldo para esperar que las acciones recuperen su valor después de la tormenta, y además tienen recursos financieros para adquirir hoy a precio de remate empresas que a futuro se revalorizarán. Vale recordar que ya en el siglo XVIII, un antepasado de una de esas familias dueñas del mundo, el Barón de Rothschild, decía “cuando veas la sangre correr por las calles, es tiempo de comprar propiedades”. También hay que tener en cuenta que gran parte de los activos financieros que manejan son en realidad ahorro de inversionistas y pensionados, que son los que perderán cuando algunas deudas soberanas caigan en default. Pero más allá del balance final de ganancias y pérdidas, lo que intentarán conservar es el enorme poder que tienen sobre los gobiernos. En los últimos tiempos han circulado numerosas estadísticas ilustrando cómo unos pocos billonarios tienen más riqueza que media humanidad, pero no siempre se toma conciencia de que aún más grave que la inequidad distributiva, es la formidable concentración de poder.

Ese poder real hoy se encuentra agazapado, esperando oportunidades, mientras los estados nacionales se empoderan para atender la emergencia, aumentando el presupuesto de salud, emitiendo moneda o endeudándose para paliar la recesión y el empobrecimiento, y apelando a su autoridad para imponer cuarentenas. La profundidad de la crisis hace que algunos gobiernos se atrevan incluso a gravar con algún impuesto adicional a las grandes fortunas, pero lejos está de hacerles mella en su riqueza, y mucho menos en su poder. Por lo cual, todo hace suponer que después de la pandemia, el mundo seguirá siendo atendido por sus viejos dueños, aunque tengan que adaptarse a nuevas circunstancias. Tal vez los estados nacionales recobren protagonismo mientras disminuye el comercio internacional, y deban ocuparse activamente durante un tiempo de recuperar sus economías con políticas keynesianas, arriando las banderas neoliberales. Pero aún en esa situación el poder financiero tratará de medrar con el financiamiento de la recuperación, y obteniendo contratos para sus multinacionales. Así como en las guerras han hecho negocios con la destrucción, y luego con la industria de reconstrucción, así también pueden buscar rédito con una suerte de “plan Marshall” post-pandemia. Y desde luego que como siempre harán buenos negocios con dictaduras y gobiernos autoritarios. Porque la verdadera bandera del poder financiero es la de los piratas, su relación con el neoliberalismo fue sólo un matrimonio por conveniencia.

Entonces, más allá de que esta experiencia mundial inédita sirva para aumentar la concientización sobre la cuestión de la salud, medio ambiente, distribución de la riqueza y  políticas públicas. Más allá de que comprendamos la importancia de la solidaridad y la organización colectiva, si cuando la pandemia pase el timón lo sigue manejando la Banca, el barco retomará el rumbo de la depredación del planeta, la inequidad, la marginación y el consumismo individualista. Será necesario entonces que de esta crisis también salgamos  con la certeza de que el mundo no cambiará mientras no se logre desmantelar ese poder; y eso no se logrará con un pacto de convivencia ni arrebatándole las migajas que le sobran.  Tal vez, apelando a la metáfora de Morín sobre la Hidra, podríamos aspirar a que la conciencia colectiva se erija en el Heracles que la descabece; y para que eso ocurra debe instalarse esa idea y esa posibilidad en el imaginario colectivo, desplazando al fatalismo de la resignación. En este momento hay situaciones que pueden aumentar la receptividad hacia propuestas de cambio más trascendentes.

Por ejemplo, en el marco de esta emergencia, pasa a ser una cuestión de sentido común el no-pago de las deudas soberanas, pues para la mayoría tiene prioridad presupuestaria atender las necesidades de la población antes que cumplir con la banca usurera. En estas circunstancias, quedan aún más expuestas las inequidades sociales, y eso debiera animarnos más que nunca a cuestionar la legitimidad de las enormes fortunas, explicando que no crecieron por obra y gracia de la meritocracia, sino por la perversa dinámica financiera de la plutocracia, la que no se puede sacralizar en el altar de la propiedad privada. Desde luego que estos planteos hacia un futuro de mediano plazo, no se oponen a otras propuestas para el corto plazo, en los niveles nacionales, como gravar con algún impuesto extraordinario a las grandes fortunas para garantizar un ingreso básico a las personas, e impulsar la economía en general.

Pero las ideas pueden volar más allá, porque en un momento en el que todas las naciones del mundo están atravesadas por el mismo flagelo, también podría haber mayor apertura mental para imaginar en un futuro no tan lejano una comunidad de naciones que solidariamente trabaje en conjunto para combatir la pobreza y la marginación en todo el mundo. En primer lugar porque sería la única manera de garantizar condiciones de vida digna a todos los habitantes del planeta, incluyendo a los países más empobrecidos; y en segundo lugar porque sólo una alianza internacional puede enfrentar el poder de la Hidra, desmantelar su imperio y usar los recursos financieros para el desarrollo sustentable planetario. Desde luego que para andar ese camino, deberán ir cambiando muchos gobernantes, pero si las poblaciones tienen las convicciones claras, podrán hacerlo, y este es un momento favorable para la concientización en esa dirección.