Por Luis Zapiola

El anciano hechicero cargó su pipa con una hierba del monte y comenzó a fumarla mientras una ensoñación de apoderaba de sus sentidos. A su lado yacía Avelina una mujer de edad que tenía su salud quebrantada. Ella miraba asustada al anciano acostada en el suelo del monte, mientras el hiyawul, el chamán canturreaba una tonada milenaria en la lengua del antiguo hombre chaqueño.

En segundos el viejo mago se elevó y desde la altura pudo verse a si mismo fumando su pipa con su cabeza cubierta con un pañuelo que dejaba ver sus orejas perforadas y adornadas con madera y plumas. Ya había iniciado su viaje a través del mundo espiritual. Cerca suyo en ese espacio aéreo estaban sus dos espíritus auxiliares, que le había dado su padre antes de morir, en un ritual que se extendía de padres a hijos por generaciones. Lo acompañaban en cada sanación, para tener el poder de buscar la voluntad de la enferma y devolverla a su cuerpo para restablecer así el equilibrio perdido.

Las sanaciones eran realizadas por el anciano en un lugar secreto del monte, cerca de la aldea wichí, el lewet. Allí hacia poco tiempo se habían instalado unos aparecidos con sus vacas acompañados de unos misioneros que anunciaban un dios nuevo de quien decían tenía mucho poder y cuya palabra estaba en un libro que solo esos religiosos podían leer.

Su dios no era Nilataj, aquel que creó la tierra y el monte que luego el viento estiró, para darles a los hombres primigenios la posibilidad de una vida plena. Este, decían los aparecidos, era un dios todopoderoso que había creado todo lo que existe y quien tenía un representante en este mundo que vivía en un inmenso poblado llamado Roma. Este Dios le había dado el monte de los wichí a un rey y a una reina que los originarios debían aceptar y adorar para evitar que los maten.

Desde el aire el espíritu del hechicero sobrevolaba el monte. Desde allí podía ver los fogones encendidos junto a las chozas de la gente con un poco de tristeza. Las familias de a poco fueron aceptando a ese dios y el sanador tuvo que huir con su familia al monte para evitar las burlas y el desprecio. También sonreía. Cuando la enfermedad asolaba a su gente casi todos lo venían a ver en secreto, en busca de su sabiduría milenaria.

Cerca del lewet, los religiosos aparecidos construyeron un templo con los brazos y los hombros de los originarios. Allí pusieron una inmensa cruz donde el hijo de dios había sido muerto por los pecados de todos. En el día del sol como ellos lo llamaban, allí se juntaban en lo que llamaban misa. A las familias wichí de la aldea las dejaban estar al fondo del templo.

El hechicero volaba con sus espíritus auxiliares por la espesura del algarrobal buscando la voluntad, el espíritu de Avelina que había abandonado su cuerpo. El monte estaba lleno de espíritus malignos que transformaban la noche y la selva de los wichí en un lugar peligroso del que solo se estaba a salvo en la aldea.

Todos los ahat, los espíritus malignos eran entidades para temerles y cuidarse de ellos. El mas temido, el Lewo, la serpiente o arco iris, responsable de rayos y terremotos, los dueños del agua, la serpiente, el hayaj o tigre.

Al pie de un inmenso algarrobo encontró el espíritu, el husek de Avelina. Estaba escondido en una cueva de Tatú Carreta. El hechicero saltó de un árbol y le dijo:

–Volvé Avelina. No es tu tiempo.

El espíritu de la anciana tendió su mano al anciano mago y juntos volaron por el monte impenetrable en busca de sus cuerpos. Cuando llegaron, pudieron verse desde el aire. Ella acostada en el piso y el viejo chamán canturreando antiquísimas tonadas de su monte lleno de memorias.

Volvió la salud a Adelina, con los poderes transmitidos por siglos de generación en generación de padres a hijos.

En el pueblo de los misioneros aparecidos había tristeza. La viruela se llevaba muchas vidas o dejaba rostros marcados por su maligno paso. Los espíritus de la gente enferma no sobrevolaban el monte ni se los podía encontrar para devolverlos al cuerpo. El viaje ritual del hiyawul no tenía espíritus auxiliares para esos males del alma. Las memorias de la selva de los wichí se llenaron de muertes que ni la sabiduría milenaria pudo sanar.

Comenzó así un nuevo tiempo rodeado de recuerdos de una tierra que se llenó de silencios.

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