Por José Gabriel Feres*

Como sabemos, el capitalismo neoliberal globalizado (conocido sintéticamente como neoliberalismo) comenzó a extenderse por el mundo en los años 70, siendo Chile uno de los primeros países que lo adoptó, en un contexto por demás contradictorio: una dictadura que se suponía nacionalista, dada su lógica militar, termina aceptando un sistema que va en la dirección opuesta, con una estrategia explícita y planificada de debilitamiento del Estado-nación, propósito hacia el que siguió avanzando durante las décadas siguientes, hasta prácticamente hacerlo desaparecer en tanto que administrador del poder social.

¿Y qué ha sucedido desde aquel momento hasta nuestros días? A partir de la agenda económica impulsada por el Consenso de Washington, que además coincidió con el colapso del último socialismo, aquel llamado “socialismo real” liderado desde la Unión Soviética, el neoliberalismo avanzó sobre el mundo como un torrente arrasador sin encontrar resistencias, hasta convertirse en un sistema económico y un estilo de vida universales.

La tortura infinita

La pregunta que surge es si después de tantos “ajustes estructurales”, dolorosísimos para los pueblos especialmente en Latinoamérica, se produjeron mejoras sustanciales en su calidad de vida. Con la perspectiva del tiempo, hoy podemos afirmar que esos avances fueron mínimos y, sobre todo, fugaces. Después de la gran crisis mundial del 2008, las aparentes conquistas sociales de la década anterior se esfumaron y la gente volvió a vivir en la precariedad de siempre… o peor, porque ahora cargan con una mochila de deudas que antes no existía.

Por otra parte, los países latinoamericanos nunca lograron acercarse siquiera a romper su dependencia del ciclo de los “commodities” a través de una industrialización efectiva. Esta limitación ha persistido en el tiempo, en buena medida, debido al sesgo claramente colonialista que ha impuesto este capitalismo globalizado, el cual se manifiesta en una aplicación estricta de la norma que establece la división internacional del trabajo. Un mandato perverso e injusto que sigue operando hasta el día de hoy, tal como lo demuestra el TPP (Trans-Pacific Partnership, Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica), tratado internacional que Chile está a punto de suscribir.

También sucedió que el neoliberalismo mostró en esa crisis su peor cara tramposa: durante los períodos de crecimiento, este sistema sabe desplegar toda su batería de argumentos y medidas para minimizar al Estado; pero durante las crisis, recurre a él a través del chantaje más descarado. Entre el 2008 y el 2009, el paquete para el rescate de los bancos privados alcanzó aproximadamente los 17 billones de dólares ($ 17.000.000.000.000), una riqueza que formaba parte del patrimonio social y que los estados nunca más han vuelto a recuperar, deteriorando gravemente la calidad vida de los pueblos. Durante la crisis económica de comienzos de los ‘80 en Chile, el estado neoliberal de Pinochet intervino a más de 20 instituciones financieras haciéndose cargo de su deuda. Casi 40 años después, el Banco de Chile, uno de los intervenidos, ha recientemente anunciado con bombos y platillos el pago de la última cuota de ese “préstamo”.

Lo cierto es que, adormecidos por la seducción del consumo, casi sin advertirlo, estamos entrando en el peor de los mundos, tal como lo denunciamos los humanistas por primera vez, hace ya muchos años, a principios de la década del ‘90. La concentración de la riqueza ha alcanzado niveles extremos, administrada por una casta de ultra ricos que conforman una verdadera plutocracia global, un paraestado. La vida de los países y sus habitantes depende de que los capitales concurran a invertirse en esos lugares, pero las condiciones que establecen para asegurar su máxima rentabilidad terminan perjudicando a la gente. Es imposible conciliar el bienestar humano con la sed insaciable de ganancias del capital financiero internacional.

La clase media, aquel segmento social cuya ampliación se exhibía como la gran conquista del capitalismo, hoy está siendo destruida. Prueba de ello es el programa de Piñera denominado “Clase Media Protegida”. Se suponía, de acuerdo a los principios de este modelo, que el Estado solo subsidiaría a aquellos grupos marginales que eran incapaces de incorporarse al mercado (“focalización del gasto social”, aun cuando ni siquiera esta tarea mínima la hizo bien. Es cosa de ver lo que ha sucedido con el Sename y otras instituciones públicas similares). Pues bien, ahora parece que tendrá que subsidiar también a la clase media, un segmento cuya autonomía y capacidad para gestionar su propia vida constituía el principal logro del sistema. Es probable que esta decisión, cuyo propósito es eminentemente electoral por una cuestión de número, deje a los pobres en el más completo abandono y con ello aumente la delincuencia y el narcotráfico.

En suma, se ha precarizado el empleo, los derechos sociales (salud, educación, jubilación) han desaparecido y el crecimiento disminuye año tras año en el mundo, lo cual indica que hemos regresado a condiciones socioeconómicas muy parecidas a las que existían a comienzos del siglo XIX, con la diferencia de que el antiguo proletariado ahora debiera llamarse “precariado”. En estricto rigor, prácticamente ninguna de las promesas de bienestar social generalizado que ha esgrimido esta corriente para justificarse se ha cumplido.

Pero no cabe duda que el principal talón de Aquiles de este modo de producción basado en el crecimiento y el consumo crecientes y desmesurados, es el catastrófico impacto sobre el medio ambiente. El deterioro ambiental por basura y desechos tóxicos, la extinción de especies y principalmente el calentamiento global y sus efectos sobre el clima han llegado tan lejos que ya están al borde de la irreversibilidad, amenazando la continuidad de la vida humana sobre el planeta.

Para los pueblos, este ha sido un doloroso despertar. Entonces tienden a culpar a las elites políticas locales y comienzan a escuchar las propuestas proteccionistas de los neofascismos. Pero los pueblos, una vez más, se equivocan porque las dificultades que padecen no son tanto el resultado de malos gobiernos como de un mal sistema. La precariedad social local es equivalente a la que se experimenta en casi todos los países del mundo. Las migraciones se explican porque este sistema ha favorecido a muy pocos, dejando abandonadas extensas regiones del planeta a cuyos habitantes no les queda otra opción que migrar hacia aquellos lugares más beneficiados.

La irrupción de lo humano

Si se acepta este diagnóstico, que considera que la mayoría de los problemas locales tienen un origen global o, más exactamente, sistémico, ¿qué podemos hacer desde lo local –Chile, en este caso– para cambiar la dirección de un proceso a escala planetaria? Un proceso que además parece estar ya fuera de control y abandonado a su propia mecánica. Aunque se trate de una cuestión ardua de resolver, nos corresponde como políticos intentar hacerlo.

¿En qué dirección avanzar? Ante el anti-humanismo imperante, el Nuevo Humanismo pone por delante la cuestión del trabajo frente al gran capital; la cuestión de la democracia real frente a la democracia formal; la cuestión de la descentralización, frente a la centralización; la cuestión de la antidiscriminación, frente a la discriminación; la cuestión de la libertad frente a la opresión; la cuestión del sentido de la vida, frente a la resignación, la complicidad y el absurdo.

Por otra parte, los humanistas consideramos que la verdadera acción política no es la que se desarrolla en la institucionalidad del Estado sino aquella que se despliega desde la base social. Aquí se pone en juego una de las visiones fundantes del Nuevo Humanismo: aquella que se refiere a la capacidad intencional del ser humano, que constituye el soporte sobre el cual se asienta en definitiva su dimensión libertaria. Los condicionamientos que el sistema impone a los pueblos pueden ser innumerables, como lo experimentamos todos día tras día. Una coerción tan sostenida puede llegar a anular, incluso durante un largo tiempo, la manifestación de ese soplo de rebeldía que configura el atributo más esencial de lo humano. Pero siempre llega el tiempo en el que las cadenas mentales se rompen, esas mayorías sometidas se esclarecen y entonces se abre un momento social humanista. Nosotros pensamos que frente a ese umbral nos encontramos hoy.

 

*Vice-Presidente Partido Humanista