Ya desde antes de las elecciones del 2015 dije y escribí, en los espacios que ocupaba, que la vereda antagónica más evidente en el escenario que teníamos por delante era la que dividía el mundo del capital y el mundo del trabajo. Hay mucho que pensar sobre todo lo que sucede, porque es atroz y veloz, arrasa, va a una velocidad que estaba planeada pero que encuentra a su paso pasto seco que arde. Un dinámica se puso en marcha, una casi inconcebible, y ha efectivamente tajeado el mundo en una profundidad abismal: no manda la política, manda el capital concentrado, que ya no hace lobby porque maneja los Estados por elecciones libres. Y como Sade, una vez que le ve el hilo al goce de la sangre no puede parar, porque su deseo era otro pero ahora es ése: gozar de hacer sangrar.

Ese pasto seco está compuesto por los instintos más bajos de la condición humana. Del lado de los titiriteros, por la ambición y la impiedad que no los hace sentir ni ambiciosos ni impiadosos, sino proactivos y audaces. El fetiche del dinero empoderó como empodera el dinero del capitalismo terminal a un puñado de hombres y mujeres que realmente están convencidos de que se merecen tener el control del mundo, e incluso destruirlo, porque hay algo que se llama supremacía y que a lo largo del tiempo se ha ocupado de que algunos que objetivamente son peores que los demás, se sientan los mejores.

Por el lado de los títeres, los oprimidos con su beneplácito, los pobres tipos que siguen defendiendo la supremacía de quienes a ellos los consideran inferiores, el fetiche del dinero logró devolverlos a un lugar de lo humano en el que nada hace lazo con otros. Justamente la idea que más define a esa gente es que “acá te salvás vos o no te salva nadie”. Ellos no se van a salvar. Pero se aliviarán al saberse rodeados de otros mucho más vencidos que ellos, algunos de ellos muertos, o presos, o perseguidos. Es el contento del idiota. Defienden a los que les sacan todo, pero hay otros a los que les sacan la vida o la libertad. Es tan primario ese camino inverso de tres siglos o más, que llega hasta la dimensión de la esclavitud. El fetiche del dinero concibe realidades distópicas en las que la esencia y la identidad de las personas puede ser modificada por una fuerza superior que no tiene nombre, que no tiene forma de ideología sino de un afuera del lenguaje donde sólo caben pulsiones propias de la caverna.

El mundo del capital concentrado es el más bestial que conocimos. Estamos en una fase nueva que no replica las series de netflix sino aquellas viejas malas películas que pasaban hace años por televisión sobre un futuro el que el mundo había implosionado y sólo había quedado a salvo en una nave hipertecnológica el grupo de control, mientras la nave era acechada por salvajes paleolíticos o de rasgos simios que habían retrocedido en la escala de la especie. Esos somos nosotros, la mayoría del mundo, los destinados a acechar la nave madre y a ser repelidos sin reticencia porque después de todo somos casi animales. Como han sido los indios. Como han sido los esclavos. Como han sido las mujeres. Como han sido todos y cada uno de los pueblos colonizados.

El mundo del trabajo no puede equivocarse como se equivoca la CGT. El mundo del trabajo, que no son cuatro jetones sino los millones de argentinos que no vivismos de rentas ni heredaremos nada, no tiene dos oportunidades, sino una sola antes de que logren lo primero que quieren, que es cortar de cuajo todo tipo de organización social y organización política. La sensatez y la noción de realidad nos marca un solo camino a todos aquellxs que estamos en peligro. Las contradicciones secundarias deben pasar a un inmediato segundo plano. Nuestra vocación entera, nuestra voluntad más firme, nuestra capacidad de empatía en la lucha debe encontrar con urgencia el modo de movernos como lo que somos: hombres y mujeres libres que se niegan a poner sus cabezas justo debajo de donde el enemigo está instalando sus diversos tipos de guillotinas.

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