Desde tiempos memoriales el ser humano establece sus ritos para conectarse con los ciclos mayores, aquellos que determinan a la Naturaleza y a todas las especies vivas. Ciclos ancestrales de expansión y contracción, de luminosidad y oscurecimiento, germinación y muerte, para volver a retomar el impulso que se proyecta en una nueva difusión.

Los antiguos alegorizaron estos procesos y sus momentos de nacimiento, crecimiento, floración, maduración, pudrición y desintegración, en diversos mitos que fueron raíz para las culturas y dieron sustento a las creencias fundamentales. El renacer luego de la muerte, resucitar, tal como lo hace el Sol cada mañana luego de la oscuridad en la que abandona al mundo al desaparecer en el anochecer, inspiró innumerables relatos, credos y hasta liturgias precisas.

Las mujeres a menudo se refirieron a la Luna, constataron en sus propios cuerpos el ciclo menstrual tan ligado a sus diversas fases, experimentaron la energía introyectiva de las lunas nuevas, en la que se pueden delinear en profundidad los propósitos que dan sentido a la vida y, así mismo, fueron las mujeres las que con una sensibilidad especial fueron capaces de resonar con la plenitud de la Luna llena, meditar, danzar, compartir su energía, proyectarla hacia la propia comunidad como alegría y paz.

Si, históricamente han sido siempre las mujeres quienes se refugiaron en los bosques a danzar bajo la Luna. Su luz blanquecina permitió el encuentro y la renovación de esa circulación energética tan necesaria para mantener en equilibrio a todo lo viviente.

En nuestro país, en plena capital, entre el barullo de los lugares más céntricos y concurridos, en parques y explanadas ciudadanas, hace ya diez años vienen reuniéndose – al principio sólo mujeres ahora también con hombres – cientos de personas que cada veintiocho días renuevan sus corazones al ritmo de una danza sanadora, que restablece la conexión entre ese espacio de silencio que se encuentra dentro de cada cual y la enorme esfera que contiene energéticamente a todos los que allí participan.

Durante más de diez años, Luna a Luna, cada vez que la vemos llena, son cientos de personas las que danzan por amor, simplemente porque tienen la disposición a un encuentro colectivo no verbal, no racional, a la inclusión sin discriminación, que aspira a que todos podamos vivir sin violencia, sin abusos, sin daños, a que podamos reconocernos como seres humanos, mirarnos a los ojos y comprender que las palabras sobran, que tal como antaño, los seres humanos somos parte de un pulso de vida, de una intención evolutiva trascendente.

Loreto Morras es quien viene ayudando a que se produzcan estos encuentros en Santiago, cada vez que la Luna está llena. Ella se cerciora que esté disponible algún lugar público, amplio, patrimonial: el Parque Forestal, la explanada frente a la Estación Mapocho, el parque San Borja, la otra explanada de Los Héroes, la Plaza Ñuñoa o aquella de la Constitución, donde se puedan reunir cientos de personas, de todas las edades y condiciones sociales que llegan con los pies livianos y las miradas despejadas, con el corazón abierto hacia los demás.

Ella sabe percibir qué hace falta: si tenemos una herida social que sanar, una limpieza que emprender juntos, una reconciliación, un pedido conjunto o un enorme agradecimiento. Intuye desde antes si ante la faz de la Luna sentiremos ganas de reír y abrazarnos o necesitamos gritar como en un parto a fin de encontrar bienestar. Entonces prepara las fases musicales, los movimientos y ritmos de esta meditación en dinámica, la oración del corazón. Dispone el ambiente y la energía va resonando entre los presentes.

¿Qué es esto?, pregunto. Porque tiene mucho de danzas sufi como las de Mevlana, o las de Gurdieff. Son suertes de oraciones en las que la mente se silencia para entrar a espacios muy inspirados, pero no obedecen a ningún credo, absolutamente laicas y por supuesto gratuitas. Son formas de conexión social, modos de restablecer el tejido que se ha ido disgregando en el individualismo, la competencia y el consumismo. Una fuerza cohesora muy potente.

“Es mi aporte”, dice Loreto, “lo que puedo hacer por mi país”. Es un regalo, de espiritualidad, de cultura, de sintonía profunda entre lo existente. Un regalo que nos entrega cada mes envuelto en la luz blanca, maravillosa, de la Luna llena.

Las fotos y vídeos son de la Fundación Chile Inteligente y se pueden consultar mayores informaciones en el sitio www.chileinteligente.cl