«No esperar que los hombres

  actúen de modo diferente

  a como han procedido tantas veces.»

                                   Juan Martín Suriani («A esa voz», Botella al Mar, 2015)

Despejemos dudas. No se trata del ave acuática ni del deporte homónimo que practica a caballo la oligarquía vacuna y «sojete» para regocijo de lánguidas niñas teñidas bajo el sol en las estancias de papá. No me refiero al dibujo que hicieron famoso Walt Disney, Armand Mattelart y Ariel Dorfman, pero por razones ideológicas antagónicas, ni de aquel artista que cantaba sucundum sucundum. No se trata de cierta acepción del término para designar a una persona sin recursos económicos suficientes (sí, ya sé, acaba usted de descubrir mi pertenencia a la generación del ábaco, la regla de cálculos, los sabañones, el Diccionario Enciclopédico Sopena y la tabla de logaritmos. No me importa, me la banco).

Donald Trump es la versión brutal, primitiva y rudimentaria del político millonario e ignorante que, fracasado el modelo nazi original, lo repite como un loro e intenta asumir la primera magistratura del país más poderoso del planeta, al menos desde el punto de vista militar. Odia a los inmigrantes y se jacta de ese odio. Sobre todo si son mexicanos o de los pueblos del sur del Río Bravo. Ha prometido expulsarlos si es elegido presidente y, para impedir su ingreso ilegal al ombligo del «paraíso» capitalista mundial, construir un muro como el que el Estado genocida de Israel tiene para tratar de contener la militancia palestina en pos de la recuperación de los territorios usurpados por los zarpazos sionistas.

Lo insólito, o no tan, es que California, Texas, Colorado, San Francisco y más, muchos territorios más de los que promete expulsar a los mexicanos fueron de México hasta que la voracidad imperial sumó esos lugares a los Estados Unidos a través de las armas. Es decir, mexicanos expulsados de su antiguo terruño por la avaricia conquistadora, bajo el pretexto de incorporarlos al modo capitalista de la división internacional del trabajo.

Pero Donald, como cualquier ser humano, tiene amigos. Es imposible imaginar la vida sin amigos. Se los dice alguien que «es» los amigos. Aun aquellos que nos parecen ejemplares despreciables deben compartir sus miserias morales con alguien. Y Donald los tiene. Repartidos por el mundo y, claro, Argentina forma parte del planeta mal que les pese a los agoreros de moda. O sea que Trump puede venir a nuestro país y tomarse unos tragos con sus compinches vernáculos mientras, por ejemplo, contempla un juego de pato en la misma estancia de las rubias lánguidas.

Pequeña digresión preelectoral. El apellido de Donald se pronuncia Tramp. ¿Y si le agregamos una letra más, la a, por ejemplo y hacemos campaña por alguno de sus amigos locales? Quedaría más o menos así: «Vote +a, vote tramp a». Usted, compañera, dirá que me faltan kilómetros para ser un «coach» de campaña como Durán Barba. Tiene razón y a mí me llena de orgullo. Fin de la pequeña digresión.

Un periodista argentino se encontró de casualidad con el señor Trump en USA. Cuando Donald supo que era de estos pagos estalló en elogios enfáticos a su amigo (amigo de él, como dicen sus odiados mexicanos) Mauricio Macri. Entre los piropos destacaba el consejo a los ciudadanos nacionales para que lo entronicen presidente. Amigos son los amigos, decía un lema televisivo antiguo y perogrullesco. Después supimos que Trump y Macri juegan al tenis cada vez que se juntan y, sobre todo, supimos (¿supimos?) de sus negocios compartidos.

Paradojas de la etimología, según estuve buscando y encontré, Mauricio es un nombre de origen latino que significa «Moreno». Sí, como los habitantes originarios del sur del Río Bravo, esos que el amigo Donald busca expulsar de su territorio si es el elegido.

En fin, que este Donald no es un pato, pero nuestro Mauricio es, algunos lo sabemos desde siempre, un pato criollo.