En la arena política y social se manifiestan ampliamente dos tendencias conectadas por una lógica estructural y dinámica. Corrupción por un lado, reclamo de una democracia real, por el otro. Anverso y reverso del proceso de descomposición de un mundo y la emergencia de otro.

La corrupción atraviesa hoy campos y sectores muy diversos. Aparece en el rancio ámbito rector del fútbol mundial, pero también se muestra en las filas revolucionarias del “Proceso de Cambio” boliviano; tiende tanto su espeso manto sobre el gobierno del derechista ex general guatemalteco Otto Pérez Molina como asoma en el entramado del aparato estatal bajo la tutela de la ex guerrillera de izquierdas Dilma Rousseff; la corruptela brilla con total descaro en los sectores continuistas del neoliberalismo chileno como se desliza entre asambleístas de la progresista Alianza País en el cercano Ecuador; Mucho más descarnadamente, mostrando el signo determinante del capitalismo en su más prístina versión (si es que hay algo de prístino en todo ello) el lobbysmo corporativo y militar gobierna los Estados Unidos mientras que en la pujante China el régimen imperante intenta poner coto a la corrupción castigando con la pena de muerte a quienes sean descubiertos en tales quehaceres.

Dichos manejos retumban cotidianamente en los negociados de la banca, enviciando con su tufo el aire de altisonantes discursos y relucientes fotos electorales que repugnan de sólo recordarlas. La mentira y la traición a la gente están a la orden del día.

El turbio panorama descrito es conocido y no por ello, se vuelve menos irritante. Sin embargo, las raíces del problema son algo menos visibles. ¿Cómo es posible que tal fenómeno esté tan expandido en causas y casas tan diversas?

Se dirá que la codicia – de objetos, prestigios y poder – inseparable del sistema de valores que rige las sociedades actuales, es la responsable interna de tales errores. Y posiblemente se esté en lo cierto. Abordado el problema desde otro punto de vista, no moral sino estructural, es posible constatar que las prácticas de corrupción aumentan cuando la burocracia política se desconecta de su sostén y justificación social. Aquí, la responsabilidad es compartida. No sólo los mullidos y confortables sillones de innumerables hoteles y salones hacen olvidar al representante la fuente y el destino de su mandato. También el pueblo cree que basta con elegir a unos pocos a intervalos distantes, distrayéndose luego de toda tarea colectiva y viviendo como si la vida propia estuviera desconectada del fuero social.

Mayores son aún la desconexión y el desvío, al tender la casta de representantes a eternizarse a sí misma en el sitial de la gerencia social.

La paradoja inherente a la cuestión es evidente: cuando un grupo humano es electo, delegándose en él una cierta misión coyuntural y este grupo cumple con ella eficazmente, surge entre sus integrantes la presunción de que su continuidad al mando es imperiosa e imprescindible, aún cuando la emergencia ya sea otra, gracias a la misma acción (u omisión) de ese grupo – por supuesto, entre otros factores.

La afición a la cuota de poder alcanzado se justificará –ante sí mismos y ante los demás- proclamando el riesgo de que las cosas cambien de rumbo si otras fueran las manos al comando. O también si los contrincantes que se avistan, son nadie menos que los antagonistas de siempre, enfrentados en el discurso, pero muchas veces unidos en las mismas prácticas sociales.

Lo destacable aquí, es cómo lo político – en las lógicas de la democracia intermediada – crea un limbo en el que sus actores forman parte de una corte que ya no pertenece al “mundo real”. En esa comedia, el servidor se transfigura en amo y el soberano – el pueblo llano mayoritario pero empequeñecido – pierde su capacidad de decisión, transformándose en masa servil y complaciente.

Si a este cuadro se agrega la intención permanente y decisiva de poderes económicos que adquieren la calidad de verdaderos electores a través de la financiación publicitaria de los mandamenos – ya devenidos bufones -, el festín de la corrupción estará servido.

Anotemos como agravante que, en muchos lugares, la subsistencia y la mejora de la calidad de vida se encuentra circunscrita casi exclusivamente a las posibilidades de acceso personales al aparato estatal. Entonces, la pugna por el botín y la dependencia de las dádivas (en realidad inversiones a plazo canjeables por futuros jugosos contratos, concesiones o permisos) se harán motivaciones centrales y la odiosa práctica se convertirá en moneda corriente, contante y sonante además.

¿Y cómo continúa esta trama? Virtuosamente, los sometidos, poco a poco o de repente, descubren el truco y se vuelcan a protestar contra el mal espectáculo ofrecido. Inicialmente son los bufones los criticados, pero la indignación se dirige crecientemente hacia los directores del circo o los titiriteros, según sea el caso.
Entonces aparece el segundo fenómeno esbozado al principio. Para aquellos movimientos sociales que surgen desde la crítica a los modelos de corrupción vigentes, es claro que no sólo los contenidos, sino también las formas de la política deben atravesar profundas modificaciones.

Y aquello que pudiera interpretarse como mera reacción pendular a un injusto estado de cosas, termina convirtiéndose en paisaje humano significativo y de calidad transmutativa.
Tal sensibilidad naciente y creciente, alcanza por momentos modalidades de relacionamiento personal y social que bien podríamos describir como la muy posible cuadratura del círculo.
Cuadratura, porque sus perfiles de apoyo son la participación, horizontalidad, transversalidad y territorialidad, en clara oposición a la verticalidad y la manipulación cupular, a la visión centralista y centrípeta de otras épocas y épicas.

Circularidad porque así se incluye lo excluido, fluye lo creativo y confluye lo diverso.
Esos dos universos están hoy claramente contrapuestos y en el movimiento que impone la dialéctica generacional, la victoria de las formas nuevas está casi garantizada. Por ello es que toda propuesta de genuina renovación deberá tener en cuenta esos criterios: mantener abiertos los canales participativos, intercambiar ideas y propuestas en paridad, abrirse a lo diverso para buscar la sintonía común y partir de situaciones territoriales de conflicto acotadas para aumentar la influencia por concomitancia con situaciones símiles en otros puntos.

En ese sentido, anticipaba ya esta situación el pensador y maestro espiritual Silo en el año 1993, en un pasaje de su libro “Cartas a mis amigos”: “También están surgiendo nuevos criterios de acción al comprenderse la globalidad de muchos problemas, advirtiéndose que la tarea de aquellos que quieren un mundo mejor será efectiva si se la hace crecer desde el medio en el que se tiene alguna influencia. A diferencia de otras épocas llenas de frases huecas con las que se buscaba reconocimiento externo, hoy se empieza a valorar el trabajo humilde y sentido mediante el cual no se pretende agrandar la propia figura sino cambiar uno mismo y ayudar a hacerlo al medio inmediato familiar, laboral y de relación. Los que quieren realmente a la gente no desprecian esa tarea sin estridencias, incomprensible en cambio para cualquier oportunista formado en el antiguo paisaje de los líderes y la masa, paisaje en el que él aprendió a usar a otros para ser catapultado hacia la cúspide social.”

Claro está que, como sucede en la decadencia de cualquier momento histórico avanzado o trágico, coexisten ambos mundos, en lo exterior y lo interior. Y esa vivencia interna de lo histórico, aloja fuertemente en el recuerdo, distinguiendo la sensibilidad de generaciones coexistentes en el espacio pero distantes en el tiempo.
Esta cuadratura del círculo es expresión simbólica de la necesidad de superar lo viejo que domina no sólo en la superficie social violenta sino también en nuestra propia interioridad.

Es lo nuevo. Más allá de logros políticos relevantes o avances necesarios en la coyuntura, es un desafío de proceso y una imprescindible gimnasia de (y con) futuro.