Pasan unos segundos y muere un brasilero. Pasan unos minutos y los cadáveres ya se cuentan por decenas. Al final del día, en veinticuatro horas, los asesinados se pueden contar por miles, dos, tres, cuatro mil brasileros asesinados por la omisión y el boicot sistemático de todas las medidas preventivas contra la pandemia, que asola a nuestro pueblo.

En ausencia de un plan nacional –saboteado desde el principio por el presidente Bolsonaro a través de la dimisión forzada de dos ministros de salud en un mes–, los propios estados y municipios se vieron obligados a improvisar, por su cuenta, tanto los protocolos de tratamiento sanitario como toda la gestión de la pandemia: desde la logística organizativa hasta el plan de vacunación. No existe una norma nacional ni una resolución común que unifique las actuaciones de intervención. El resultado es el desastre, la catástrofe sanitaria.

Los camiones militares que hace un año transportaron los cadáveres en la ciudad de Bérgamo, Italia, conmovieron al mundo. Hoy en São Paulo, Brasil, son los minibuses escolares los que desfilan por las calles con su carga de dolor. Los minibuses escolares: no más niños felices, sino cadáveres que hay que enterrar a toda prisa, sin velatorio, en la tierra desnuda de los cementerios abarrotados.

«Maricones»

Todo comenzó con la difamación de los médicos cubanos que corrieron a ayudar en las zonas más pobres del país, cuando fueron llamados por una convocatoria internacional hace unos años. El recién elegido presidente Bolsonaro los llamó terroristas, guerrilleros comunistas disfrazados de médicos, peligrosos maestros del marxismo y de las tácticas de guerra campesina. Todo comenzó cuando, tras el golpe de Estado contra la presidenta Dilma, se decidió desmantelar el SUS (Sistema Único de Salud) a través de los recortes del gasto público previstos en el PEC 241 (reforma constitucional) para alegría de los planes de salud y su mercantilización de la medicina. Luego vino la pandemia, el terreno fértil para la masacre. «Soy un capitán del ejército y mi especialidad es matar», dijo el presidente durante la campaña electoral. Tenía razón. Ayer mató a casi cuatro mil de sus compatriotas. «Debemos afrontar la enfermedad como hombres, no podemos ser un país de maricas».

Al pronunciar estas palabras, más allá de la ofensa explícita, Bolsonaro se refiere a que muchos municipios y algunos estados promulgaron medidas restrictivas para evitar el aumento de las infecciones en contra de su opinión personal, en contra de su convicción basada en el delirio psicótico con el que gobierna la nación.

Morir por la economía

En estos momentos, las unidades de cuidados intensivos de casi todas las capitales están cerca del cien por ciento de ocupación. Los alcaldes y gobernadores están haciendo acuerdos para comprar las vacunas disponibles en el mercado internacional. Bolsonaro, a través de la prerrogativa del veto presidencial, prohíbe su compra. En casi dos meses Brasil vacunó a menos del 5% de la población, cuando en cambio la capacidad organizativa y la capilaridad del sistema de salud pública permitirían vacunar a millones de personas en el espacio de un fin de semana.

Algunos alcaldes, sin embargo, a pesar de que sus conciudadanos mueren en el piso de las saturadas salas de espera de los hospitales, en medio de la desesperación del personal de salud que no puede intervenir por falta de equipamiento, algunos alcaldes imploran a la población que contribuya «con su vida para salvar la economía.» Se hacen eco del presidente asesino.

Pronto se publicará el boletín de hoy, pero no por parte del Ministerio de Sanidad, que no difunde datos desde junio del año pasado. Las noticias son recogidas y difundidas por un conglomerado de grandes periódicos, creado para combatir las mentiras del gobierno criminal y su necropolítica. Pronto sabremos cuántos han muerto. El peor de los mundos posibles.