“La sombra que ennegrece la posibilidad de superar los hechos”

 

Neuquén, Puel Mapu. Eduardo París –o el “flaco” París como lo conocen muchas personas– nació en Cipolletti, aunque pasó un tiempo no muy prolongado en el campo, cerca de Río Colorado, donde principalmente aprendió a cazar y leer los movimientos en la naturaleza. Luego, durante la adolescencia, de vuelta en la ciudad, Eduardo París se inició en el rugby, un deporte que prosiguió y que se convirtió, al igual que el campo, en una metáfora de su vida. Eduardo fue siempre un tacleador, cortaba jugadas para que el oponente no pudiera avanzar. Hoy se encuentra en una situación análoga dentro de los juicios de Lesa Humanidad por crímenes ejecutados en la última dictadura cívico-militar. Su testimonio pretende advertir y denunciar sobre la impunidad del opresor para seguir desplegando el mismo sistema de tortura que se ejecutó hace más de cuarenta años, como así también pretende advertir y denunciar sobre el daño prolongado en el tiempo y las nuevas generaciones que contemplan cómo las torturas ejecutadas en el pasado sobre la integridad de sus familiares, se despliegan lacerantemente en su propio cuerpo y voluntad.

Introducción

En la sede de la Asociación Mutual Universidad del Comahue (AMUC) en la ciudad de Neuquén, este miércoles 10 de febrero de 2021, Eduardo París dará su testimonio por primera vez sobre su detención, secuestro y posterior tortura dentro de dos Centros de Detención en la Argentina.

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“Operación Banco de Los Andes concluida”

La primera vez que lo detuvieron, Eduardo París estaba en su lugar de trabajo en el Banco de “Los Andes” ubicado en la ciudad de Neuquén capital. Aún no comenzaban las detenciones de forma masiva en el país, aunque Eduardo París ya sabía que la Triple A estaba operando en contra de militantes y activistas. Corrían los primeros meses de 1976. Eduardo París era miembro de la Mesa Nacional del Partido Intransigente cuando recibió un llamado desde la Comisaría N° 2 de la misma ciudad para que se presentara inmediatamente. En ese momento, imaginó que su hermano había sufrido un accidente automovilístico. Finalmente, después de algunas vueltas, le informaron a Eduardo que tenía que viajar a Cipolletti porque su detención se debía a su vinculación con actividades subversivas. Eduardo París no entendía nada. “¿Y qué tengo que ver yo con actividades subversivas?”, reflexionó en voz alta. Sin embargo, la policía estaba decidida a llevárselo. No dejaron que volviera a su puesto de trabajo, tampoco pudo llegar a su casa. Se lo llevaron directamente a la comisaría de Cipolletti. Y si bien a las pocas horas lo dejaron en libertad, esa fue la primera advertencia de lo que vendría después; ese fue también el primer “encuentro” con Enerio Huircain, un personaje aparentemente inmune que lo “acompaña”, como una marca personal, hace 45 años.

La segunda detención, en junio de 1976, se produjo en el mismo lugar con consecuencias más severas y drásticas. El dolor se fue incrementando paulatinamente hasta alojarse de forma permanente en alguna parte imperceptible del cuerpo de Eduardo París. Fueron tres personas las que se presentaron en su trabajo. Entre ellos, el comisario de la policía federal Julio Alberto Soza y nuevamente el oficial Enerio Huircain. Dentro de un Peugeot blanco lo vendaron, lo esposaron y lo pasearon por la ciudad durante un extenso tiempo hasta que llegaron al Centro de Detención La Escuelita de Neuquén. En la Escuelita le gatillaron la cabeza varias veces, mientras lo interrogaban y lo verdugueaban. Lo peor aún no llegaba. Luego de eso lo trasladaron hasta un cañadón y simularon un fusilamiento que comprometió a tres personas incluido el mismo París. Una escena dramática que correspondía a un inmenso protocolo del dolor que recién comenzaba. Desde el cañadón subieron a París a un camión para luego ser trasladado hasta un avión que se mantuvo dos o tres horas en el aire. “Acá me tiran al mar”, pensó Eduardo augurando un final trágico, aunque posible. Cuando aterrizó el avión las tres personas fueron trasladadas a una especie de depósito o hangar donde Eduardo París sufrió tres días consecutivos de torturas con golpes y descargas eléctricas interminables. El fin: obtener información que él desconocía, quebrarlo, humillarlo. Diciplinarlo. Cada una de estas escenas de violencia, atentados y vejaciones se repitieron y coinciden con el testimonio de decenas de sobrevivientes visibilizando, en el mismo ejercicio, un protocolo, un manual de tortura y un mecanismo metódico del dolor y extracción de información, de muerte y silenciamiento perpetuo de la voluntad de las personas, que se mantuvo en el país durante casi diez años y que prosiguió, a modo de secuelas, despertando, de tanto en tanto, como quemaduras impasibles. Quizás el dato novedoso en este, a diferencia de otros casos, es que uno de los secuestradores de Eduardo París, hasta el día de hoy, 45 años después, lo vigila y lo acecha, como una sombra, que se mueve en una ciudad cercana, ubicada a tan sólo 40 km de distancia de su casa; es decir, a menos de una hora de viaje en auto.

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Un ex oficial de la policía vestido de civil, llamado Enerio Huircain

Durante la primer “visita”, Enerio Huircain se sentó junto a Eduardo París, en la parte de atrás del Peugeot blanco y apoyó sobre sus piernas un pistolón que su víctima no logró reconocer, pero que claramente no correspondía a una arma reglamentaria. Esa fue la primera amenaza y el primer acto de soberbia e impunidad que expresó este ex policía; un oficial que en ese momento tenía poco más de 20 años de edad. Desde ese primer encuentro, hasta la actualidad el rostro de Enerio Huircain se sumergió en la vida de la familia París como un mal inconcebible y aparentemente incontenible. Enerio Huircain aparecía en lugares públicos, en reuniones laborales. Inclusive deambula con frecuencia en cercanía a la casa de la familia París. “Creo que es amigo de una de las  panaderas de enfrente”, me advierte Eduardo mientras tomamos un café, en referencia a una panadería que está en diagonal a su casa, en la ciudad de Cipolletti.

Enerio Huircain siempre se mantuvo, hasta la actualidad, con una notoria y reconocible actividad social. Enerio Huircain trabajó en la ciudad de Allen como policía de la provincia de Río Negro. Por estos días, es el dueño de una empresa de seguridad que también realiza servicios de limpieza. ¿Casualidad? ¿Cinismo? ¿O un mensaje mafioso explícito? Comprender  que un represor que actuó durante la última dictadura cívico militar está libre, y que además maneja una empresa de seguridad que también es una empresa de limpieza, resulta una metáfora nada sutil, perversa y de un gusto ciertamente agrio que no puede pasar desapercibida. Eduardo París lo sabe y comprende también el grado de impunidad e impotencia que significa vivir y cruzarse continuamente con la persona que te secuestró.

Al respecto, Eduardo París recuerda un hecho puntual. Entre los muchos trabajos que tuvo Eduardo París logró ingresar, durante el régimen militar, a una empresa que distribuía ablandadores de agua de Tandil. “Estaba cerrando una operación con el Club Unión Alem Progresista para proveer el sistema a una pileta semi olímpica. Era una operación realmente importante, de alto costo y que a mi me venía muy bien para mi sobrevivencia”. Eduardo París tenía que cerrar la venta junto al tesorero del club en la ciudad de Allen. Era invierno, hacía mucho frío, llovía y el R6 en el que viajaba Eduardo se detenía con insistente persistencia. La reunión se iba a concretar en el mismo club. Cuando finalmente se encontraron, ambos hombres se saludaron, pidieron algo de tomar, pero rápidamente su interlocutor detuvo la reunión para saludar a un amigo que se encontraba detrás de Eduardo, a cierta distancia. Eduardo miró los ojos del tesorero, mientras que este último le solicitó que aguardara unos minutos. Cuando su interlocutor salió caminando Eduardo París lo siguió con la mirada y al final del recorrido vio nuevamente a Enerio Huircain. Era el tercer encuentro. Una sensación de angustia, desconcierto e impotencia se mezclaron augurando malas noticias. Cuando el tesorero volvió le anunció sin muchas explicaciones que se tenía que ir y que la conversación que habían iniciado ya había concluido. “Pero escuchame: me vine de Cipolletti exclusivamente para que podamos hablar. ¡Quiero saber por qué no podemos hablar!”, le reprochó París. “No, no le puedo decir. En todo caso, hablamos por teléfono”, fue la respuesta corta y austera que recibió. Eduardo entendió todo. Se despidió ofuscado y emprendió la vuelta con el miedo acuciante e inminente de que nunca iba a poder llegar a Cipolletti. Un horrible accidente le podía impedir llegar a su casa. Un miedo que trascendió en el tiempo y lo acompaña aún hasta la actualidad. Eduardo en cada esquina mira antes de doblar y relojea los movimientos de los autos con el pánico presente de pensar que “accidentalmente” puede quedar bajo las ruedas de algunos de ellos. Esa noche Eduardo logró llegar a su casa en medio de la lluvia, pero supo que el daño que una vez había tocado su cuerpo no concluiría en él.

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La extensión del daño

El daño y el miedo de las “experiencias” de Eduardo se han transferido hasta el cuerpo de su hija y permanecen alojadas en el cuerpo de ambos. “Ella tuvo que dejar de estudiar. Tuvo que postergar sus sueños y su vida por estos tipos. ¡Le cagaron la vida!”, me indica Eduardo, como una forma de advertirme sobre aquello que parece irreversible. ¿Quién puede liberarse de este tipo de vejaciones y torturas? ¿Cuántas vidas se necesitan para liberarse de ese dolor y ese miedo perpetuo? ¿Algún día este miedo y esta forma de dolor perece? ¿O la que perece finalmente es la persona que lo sufre? “Yo he podido vivir con ese miedo de no saber en qué esquina me puede pasar algo. Pero mi hija no”. Durante su adolescencia Septiembre París ha tenido una custodia personal a la que debía notificarle todos los movimientos. Los horarios en los que entraban en la escuela, en que horario salía, cuándo llegaba a su casa. La custodia estaba siempre con ella. Hasta que ella no pudo más, abandonó el colegio y se vio en la necesidad de subsumir sus aspiraciones profesionales para conservar un digno y habitable equilibrio emocional.  “Mi hija, sin haber sido partícipe de ningún hecho, quedó con su vida ajada, con una ominosa sombra de temor, frustradas sus posibilidades de un futuro sin miedos”, me escribe reflexivo Eduardo a mi teléfono, luego de la entrevista, mientras yo transcribo fragmentos de nuestra charla. “En verdad, es la sombra que ennegrece la posibilidad de superar los hechos”, continúa su mensaje antes de despedirse e intentar descansar con esta verdad que es tan real y concreta que podría espantar hasta el espíritu más emprendedor y optimista. “Mi hija creció con la percepción de que podía sufrir un atentado en cualquier momento”, concluyó Eduardo, en un breve línea que releo y releo antes de intentar cerrar esta crónica.

Meli | Cuatro

La sombra de la impunidad que se despliega lozana por las calles de Río Negro

El rostro de Enerio Huircain es un rostro lozano, de una persona que aparenta haber tenido una buena vida. De piel oscura, rostro redondeado y ojos achinados, este ex oficial de la policía rionegrina se muestra en sus redes sociales al lado de una piscina o junto a sus hijos adolescentes en un patio de césped verde recién cortado. No aparenta ser un hombre con malos recuerdos que no puede dormir por las noches. “Se confesaba con el cura (Rubén) Rueda para expiar sus culpas”, me explica Eduardo. Una vez más la iglesia y la milicia unidas en un círculo de impunidad. ¿Cuánto daño se ha hecho en este territorio en nombre de Dios y la Patria?

La sombra que ennegrece la posibilidad de sanar los hechos se materializa en el rostro lozano de Enerio Huircain que se mueve al acecho, como una marca personal de las víctimas que aprisionó en el pasado y que aún persisten en el tiempo, en su memoria, en su voz y relato. El rostro lozano de Enerio Huircain es el rostro de la impunidad. El rostro lozano de Enerio Huircain es el rostro premiado de aquel que ha sido un buen servidor y un ferviente verdugo del silencio.

En unas de sus últimas declaraciones (2016) Huircain repitió insistentemente que para esa época él era muy joven, que recién había ingresado en la policía y que, por lo tanto, no tenía poder de decisión. Sin embargo Eduardo París recuerda que en ese tiempo, a pesar de su corta edad, Huircain manejaba información precisa y un comportamiento resolutivo inusual para su cargo jerárquico. Antes que Eduardo París fuera liberado, Huircain interceptó a Hugo Pola, un compañero de trabajo de Eduardo que vio cómo se lo llevaban. “Che, nos equivocamos con tu amigo, él no tiene nada que ver. ¡Quédate tranquilo! En 48 hs lo dejan libre”, confesó Huircain antes de amenazar a Pola. Pola y Huircain se conocían. Huircain sabía dónde vivía Pola. Sabía dónde trabajaba y dónde se movía. Sin embargo, Hugo Pola no dudó en declarar, no dudó en acompañar el relato de Eduardo.

Kechu | Cinco

El takle

Una de las actividades más proliferas que realizó en su vida Eduardo París fue el rugby. Desde los quince hasta los treinta y cinco años de edad Eduardo fue jugador semi profesional. Luego dedicó un tiempo importante a entrenar a un equipo que obtuvo varios reconocimientos en Cipolletti. Eduardo reconoce que durante su tiempo como jugador, ya a los quince años de edad, le cortaba el juego a jóvenes de dieciocho como así también a hombres de treinta años. Eduardo París era un tacleador de jugadas. Hoy, con setenta y nueve años de edad, Eduardo tiene un notorio malestar en los tobillos y las articulaciones producto de esos choques, pero su cuerpo y su memoria resisten erguidas y álgidas. Eduardo recuerda detalles específicos, aromas, colores, rostros, diálogos y escenarios. Eduardo ve las intenciones y se anticipa. Como si se tratara de un tacle discursivo e histórico, Eduardo París pretende con su relato detener la impunidad que ha permitido que el mismo sistema y aparato represivo que se implementó para secuestrarlo, se siga desplegando, 45 años después, en contra de jóvenes como Sergio Avalos, Daniel Solano, Luciano Arruga y Facundo Castro. Eduardo París sabe que su testimonio es un acto que dignifica la memoria colectiva, la justicia social restaurativa y los principios de contemplación y empatía que debieran regir entre las personas. Eduardo París realiza el ejercicio de la memoria en nombre de su historia, la de su familia y también en nombre de aquellas personas que aún continúan desaparecidas y por aquellas que están por llegar en generaciones futuras. Pero Eduardo París también sabe que este no es un ejercicio individual, sino que debe ser, en cambio y en todas sus formas, un ejercicio colectivo, extensible y prolongado.