Por Rodrigo Ruiz*

La unidad de la izquierda por sí misma sirve a decir verdad para muy poco. Es más, la primera diferencia de la izquierda con el resto del campo político, debiera ser, siempre, la negativa a toda autorreferencia. ¿Qué izquierda podría ser aquella que se concibiera como sustituto del pueblo en la formación del poder constituyente?

La revuelta de 2019 nos colocó ante el complejo desafío de avanzar en un proceso constituyente para el cual no se encuentran suficientemente constituidos ni los actores políticos ni los sujetos sociales de una transformación que sin embargo se exige con urgencia en las calles. Es un desafío que presiona nuestra imaginación política a dejar definitivamente atrás los lugares comunes de la izquierda autorreferida y estadocéntrica.

Marx decía que ninguna sociedad cambia antes que se hayan desarrollado todas sus capacidades productivas. Es decir, no da lugar a una nueva hasta que el desarrollo de esas fuerzas no choca con las estrecheces institucionales que expresan el modo en que está organizada. Si entendemos la cuestión de la producción de forma amplia, el desarrollo de esas capacidades productivas se relaciona con el nivel en que se han constituido los sujetos sociales y sus potencialidades transformadoras, tanto en el sentido en que producir cualquier objeto es transformar materiales de forma organizada, hasta aquel en que transformar un orden social es producir nuevas formas de socialización.

El momento desencadenante que inicia en octubre de 2019 encuentra esas capacidades aun en ciernes. Las principales formas de organización de trabajadores, estudiantes, habitantes de territorios en procesos de organización y lucha, por mencionar algunos, exhiben un notable dinamismo, alimentado por las posibilidades de disputa de lo público que desata la revuelta, pero revelan también su insuficiencia. Si observamos el campo de las fuerzas políticas y sus liderazgos, el campo de la izquierda y el Frente Amplio (más allá de esa entelequia informe del “socialismo democrático”), con sus desgajamientos y sus giros parciales, su pobreza teórica y sus maniobras de corto plazo, la cuestión de acentúa.

Estamos en medio de un contradictorio y difícil proceso de constitución de actorías. Seguramente en todo ello juegan un papel las ambiciones de grupos, los liderazgos individualistas, los comportamientos elitescos, el sectarismo y la inmadurez, y es un hecho que hay múltiples acomodamientos, cobardía política y falta de decisión. Pero nada de eso explica realmente nuestro proceso, si bien son todas cuestiones que deben ser enfrentadas y superadas. El problema con esas explicaciones simples es que soslayan el carácter constitutivo del momento constituyente, su incompletitud, su inestabilidad, su apertura.

De ahí la fluidez de la situación actual, que nos fija como objetivo principal avanzar en la construcción de las actorías sociales y políticas que logren avanzar efectivamente hacia la efectiva superación del orden social neoliberal, lo que exige, ya no una tremenda movilización de lo destituyente, como octubre de 2019, sino la producción de lo constituyente, es decir, la construcción colectiva y hegemónica de una nueva forma de sociedad.

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El 18 de octubre es principalmente una apertura. Sin embargo, no la apertura de un nuevo ciclo histórico. No aún. La divisa corrosiva del neoliberalismo sobre la democracia efectiva y la acción autoconstructiva de los sujetos sociales, solo nos ha permitido ingresar a esta situación con actorías insuficientemente constituidas, capaces de prácticas sociales parciales que establecen elaboraciones programáticas también parciales.

La profundidad histórica y la extensión global de las transformaciones neoliberales, pero sobre todo, su enorme potencia productiva de un nuevo tipo de individualidad, de una forma de sociedad y economía, con su particular orden de la política, nos obliga a pensar nuestros esfuerzos constituyentes más allá del año y medio que comienza con la primera sesión de la convención. Ha terminado recién un año de crisis económica y sanitaria en el que el principal grupo económico del país casi duplica su fortuna. Estamos solo ante el comienzo del fin. Y eso, que no es poco, exige trabajar por su desarrollo.

La acción constituyente requiere salir de la exclusividad constitucional y mantener su eje en el conjunto de interacciones y confrontaciones de fuerzas que caracteriza la coyuntura. No necesitamos un cierre. Necesitamos avanzar. Necesitamos superar aquella imaginación constituyente que tiende a pensar la coyuntura como la disputa por su fin, por el sello dominante de su cierre. La Constitución pensada como consagración, como el establecimiento definitivo de un orden es, precisamente, lo que no nos sirve.

La noción de la constituyente como clausura, como punto de llegada, conduce involuntariamente a la imagen de una situación estática en la que ya no es necesario luchar. Una especie de pequeño fin de la historia. Por el contrario, nuestra insistencia en el carácter abierto del momento actual busca subrayar, uno, la dificultad de la derrota del orden neoliberal, que en ningún caso es inminente; dos, que lo fundamental de esta situación está dado por los avances en la constitución de sujetos de transformación, cuestión que en ningún caso es sustituible por la acción de un grupo de organizaciones políticas.

Este periodo de transición es por tanto un momento productivo, donde nuestros esfuerzos deben avocarse a avanzar hacia la efectiva apertura de una nueva situación histórica. Una transición constitutiva hacia ideas, cuerpos, actorías colectivas, movimientalidades, organizaciones y nuevas lógicas organizativas, que aun se encuentran en las mesas de diseño de los sujetos del futuro. Es el trabajo de parto de las nuevas colectividades que han comenzado a perfilar la vida nueva. Es el momento donde descubrimos lo común como nueva clave de lo masivo, donde debemos reaprender la democracia con lo igualitario y edificar las posibilidades de la producción emancipada allí donde se había instaurado la competencia y la razón distributiva.

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El momento de la inscripción de candidaturas a la constituyente estuvo atravesado por la repetida cuestión de la unidad de la izquierda. Una unidad pensada en simulaciones electorales como suma aritmética, o como una versión moralizada que ensombrece las relevantes diferencias de perspectivas ideológicas y políticas en un momento en que el debate abierto y claro debe ser la divisa primera. La dispersión, especialmente en el espacio de las listas de independientes, es por cierto un problema mayor. No es tema de este breve escrito analizarlo, pues tiene múltiples aristas y refleja la complejidad del momento político-social.

La unidad de la izquierda por sí misma sirve a decir verdad para muy poco. Es más, la primera diferencia de la izquierda con el resto del campo político, debiera ser, siempre, la negativa a toda autorreferencia. ¿Qué izquierda podría ser aquella que se concibiera como sustituto del pueblo en la formación del poder constituyente?

La historia la hacen los pueblos, dice una frase tremenda. Conviene tomarla en serio, más allá de la consigna, pues indica el sujeto de la unidad, el lugar de los desvelos, frente a lo cual ese fragmento político-institucional que llamamos izquierda adquiere un carácter sumamente relevante, pero a la vez puramente instrumental. Puesto que no se avanzará mucho con una unidad de la izquierda orientada a mejorar las posibilidades de la propia izquierda en el proceso constituyente, se trata de una unidad para impulsar las transformaciones necesarias para avanzar en la constitución de un nuevo escenario de fuerzas, donde actúen, más sólidos, mejor constituidos, los actores sociales de la transformación. Una unidad, por tanto, para la democracia.

Eso requiere salir de la centralidad excesiva en la transformación del Estado en que incurre la propia izquierda. El momento constituyente versa, principalmente, sobre el cambio de la sociedad misma, sobre las relaciones que la constituyen. La transformación que practica de forma incesante el régimen neoliberal sobre el espacio de la política, la manera en que redefine el sentido y las prácticas de lo que se entiende por democracia, resultan casi completamente inmunes a la unidad de la izquierda si por unidad de la izquierda se sigue entendiendo el ordenamiento coalicional de un fragmento político-institucional centrado en el Estado. Puede que eso le sirva a la izquierda, pero le sirve menos a la sociedad.

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Es por eso que en la imaginación constituyente propia de este momento liminar y abierto, debe primar lo político en lo jurídico, la persistencia movilizadora de la contradicción sobre la pretensión de su clausura institucional, lo productivo sobre lo distributivo. Si una constitución es concebida usualmente como arribo; nos corresponde, por el contrario, pensar esta constitución como camino, como una nueva apertura.

En una palabra, se trata de la política. Es decir, de aquella práctica en que la sociedad resuelve las condiciones en que produce la sociedad misma. Se trata de la democracia constituyente como dinámica, pensada desde las necesidades de la transformación. La constitución debe acudir entonces, principalmente, al diseño de una nueva democracia, donde se consagren los derechos políticos de la base de la sociedad, de las mujeres, de las y los trabajadores, de la ciudadanía, de los pueblos originarios, de las comunidades que adquieren identidad en la forma en que habitan los territorios, de las niñas y los niños.

Una constitución que abra múltiples canales de organización y participación de la sociedad, y no se limite a un recetario de derechos distributivos que quedarán después encomendados al buen cuidado del Estado. Una constitución de habilite de forma creciente a los sujetos sociales para incidir en la construcción de la nueva sociedad, más que el diseño (pretendidamente) definitivo de esa nueva sociedad. Una constitución como motor, como estímulo, cuyo signo primero sea una nueva forma de democracia que resida en el poder de las comunidades sobre los procesos y los recursos que le permitan diseñar y poner en práctica nuevas formas de vida, pues es en ese dinamismo, en esos tientos, fracasos y reintentos que nos iremos constituyendo como sujetos de una sociedad mejor, donde la justicia y la igualdad dejen de ser abstracciones y se vuelvan pensable en las condiciones reales del mundo actual.

La unidad que se requiere, en definitiva, desprovista de toda nostalgia de la izquierda ordenada, debe ser una unidad orientada al desencadenamiento de una sociedad que debe auto organizarse y participar de forma creciente. Una unidad de las fuerzas transformadoras que entiende que no es momento de imaginar el fin de un proceso, sino la formación de una nueva etapa de luchas donde seamos capaces de la construcción acelerada de una nueva creatividad, de una nueva imaginación, más inteligente, más audaz, más emancipada. Una unidad que entienda que junto a la necesaria construcción de acuerdos sobre los derechos distributivos, que hoy dominan el debate, es fundamental el avance hacia la apertura de un nuevo proceso productivo, una situación de aceleramiento en la constitución de actores.

Una unidad que comprende que la transformación constitucional que más interesa ahora es de naturaleza política, y se dirige a la expansión de las posibilidades y los derechos de participación de las comunidades, precisamente porque ellas son quienes en definitiva deben diseñar y consagrar el deseado orden posneoliberal más justo e igualitario. Una unidad que entiende que más importante que sus lúcidas candidaturas lleguen a escribir con fuego ahora qué educación, qué salud, qué hacer con los recursos naturales, qué economía, etcétera, es avanzar en la habilitación de espacios de participación efectiva de las comunidades, organizada y decisiva, para decidir qué educación, qué salud, qué hacer con los recursos naturales, qué estrategias de justicia territorial, etcétera.

Una unidad que entienda que el sustrato para todo eso son, desde ya, las luchas de los actores reales del presente, por justicia, por derechos sociales, por una vida mejor. Pues es, precisamente, en los esfuerzos donde las actorías han logrado constituirse en mayor medida, donde las capacidades programáticas se encuentran más desarrolladas.

Se trata entonces de una acción constituyente cuya clave reside en potenciar esas luchas políticas, culturales y distributivas, desatarlas, ensancharles el camino hacia una disputa por la producción de la sociedad, con derechos políticos, con participación efectiva, en lugar de edificar una unidad que a nombre de la izquierda pretenda consagrar la resolución final de las demandas sociales en el acto constitucional. En síntesis, una unidad para el desarrollo productivo de ese común que la revuelta ha comenzado recién a dar forma.

 

*antropólogo e integrante de Territorios en Red (TER), Jefe de Gabinete de la Alcaldía Ciudadana de Valparaíso.