En el inicio de un período de gobierno signado por una profunda grieta política y una catástrofe económica tan dolorosa como predecible para la masa de los trabajadores, cualquier intención de introducir una reforma beneficiosa para el bolsillo de los que siempre penan recibió un golpe novedoso: un virus.

Sucede que los conflictos entre la especulación financiera y la teoría de un aparato productivo rehabilitante han quedado subsumidos. No se acallaban las voces de los ganadores de las elecciones de fines de 2019 exponiendo el descontrol de la fuga de capitales que heredasen, ni las de los perdedores condenando el populismo y la “venezuelización”, cuando todo el mundo se tuvo que guardar en su casa para esquivar una enfermedad que, en lugar de ser muy altamente mortal, planteaba la novedad de una capacidad de contagio jamás vista.

En el bien entendido de que le damos la razón a quienes, desde la Ecología, explican que los saltos interespecies de los virus son el fruto de políticas de destrucción del hábitat y de la explotación intensa por demás de las fuentes alimentarias animales, no nos olvidamos de los que nos recuerdan que hay un plan político global de ataque a los más desprotegidos. Un proyecto de hiperexplotación de trabajadores rurales, fabriles, cuentapropistas y sectores de recursos medios como profesionales independientes. Sin olvidar que aquellos que ya dimos todo laboralmente y sólo queremos sobrevivir con el recurso bien ganado de una jubilación o similar, somos condenados a muerte por consumir menos productos y más recursos sanitarios.

El Mundo está en guerra, y ya sabemos que la guerra es una industria más. La Farmacología es una poderosa industria y no es menos bélica que una fábrica de balas. Entonces no nos extraña que, así como los fabricantes de helicópteros artillados aplauden cada vez que uno de ellos es derribado, las empresas farmacéuticas estén en el paroxismo de su gloria con la sugerencia de ganar la carrera por una vacuna.

Pero el eje de la problemática económica modelo 2020 tiene dos pilares sólidos y construidos sobre las espaldas de los menos agraciados: uno, el espectáculo de la producción debe seguir caiga quien caiga; dos, la sustitución de una vida vertiginosa y llena de consumo no admite una pausa hasta restablecer la sanidad de los pueblos. Lo que es más grave: los países que estábamos en la ruina antes de la enfermedad global saldremos peor de ella que los que venían creciendo.

El anarquista español Rafael Barrett, nacido en cuna de oro en Santander en 1874 y muerto de tuberculosis en Arcachon en 1910, vivió en un autoexilio entre el Río de la Plata y Paraguay, hasta que en Montevideo le detectaron el mal que lo mataría un año luego del diagnóstico. Él nos dejó varias frases célebres, de las cuales voy a rescatar dos. “Desgraciados los que tenéis llagas, pues no os faltarán moscas” y “La Historia sirve para demostrarnos que no somos ni más ni menos bestias que nuestros antepasados”. El hombre conoció la explotación en los yerbales paraguayos en carne propia, pero legó unas obras completas de casi setecientas páginas. Su agudeza visual lo proyecta como un futurólogo de una certeza incomparable. Aquí estamos edificando “nuevas normalidades” que son más viejas que las pinturas rupestres y que se erigen sobre los cadáveres que se tiran en las calles de Sudamérica. Los “vulnerables”, como se dice hipócritamente de los pobres, cargan el virus sobre sus espaldas; es falso que este germen sea democrático. Porque ya expresé que no era democrática la realidad económica un día antes del primer contagio de Coronavirus, y reafirmo que no lo será al salir de la pesadilla, porque los sueños de nuestra mayoría no dejan de ser truncados por las minorías que todo lo arreglan entre bambalinas.

Para cerrar queda el concepto del comportamiento del capitalismo criollo: los empresarios de mediano porte han sido convencidos, mayoritariamente, de lo que en realidad piensan los muy poderosos. A través de la campaña diseñada por los medios hegemónicos, quienes tienen un emprendimiento pequeño o mediano fueron conducidos a pensar que sus empleados deben volver urgente al trabajo, como si de eso (y no de mantenerse vivo) dependiera el futuro. Ello ha redundado en la creencia secundaria de que “instrumentando protocolos” cualquier emprendimiento es viable. La verdad es que los emprendedores pequeños y los asalariados de todo tipo y nivel, viven en una Argentina de “la diaria”, cuyo caminar por la cornisa, con la caída al pozo de la indigencia en lo inminente, se halla a un traspié de distancia.

A los poderosos se les genera, con el aislamiento social, una pregunta nueva: “¿dónde están mis esclavos?”. Y lo resuelven obligando a la gente a volver a su trabajo y enfermarse (tanto en su puesto, como en su itinerario). El dueño de todo, como el general pícaro, no pisa el campo de batalla. Y si su empleado se contagia, regresa a los días con “renovada energía”; salvo que en el camino mató probablemente a su abuelo, tío, padre o vecino. El capitalismo criollo, instintivo seguidor del otro capitalismo, ha caído en la trampa. Ha sido parte activa del aumento de la circulación viral y (véase a los estúpidos en las calles) de un renacer del modelo de explotación que no es una nueva normalidad sino la “vieja anormalidad” que los más sufrimos y los muy menos gozan.