Esta fue una semana de frío, como vienen siendo fríos este país, esta región y este mundo. Nos ha tocado ser testigos y víctimas de esta fracción histórica y millones de personas, la mayoría de la población mundial que está en posición como para tener una perspectiva de la época, la viven escalofriados. Instante tras instante, vertiginosamente, nos enfrentamos a escenas, información, relatos, fotos, hechos que nos obligan a preguntarnos cuál es la calidad de nuestra especie. Si lo humano se inclina hacia el bien o hacia el mal.

No es un debate nuevo. Viene dándose en diferentes disciplinas y últimamente esas discusiones entrelazan también puntos de vista de filósofos, primatólogos y estudiosos de la psicología de la evolución. Esos puntos de vista fueron confrontados en un libro de editó la Universidad de Princeton en 2006. En Primates y filósofos, de Frans De Waal, saltando por encima de cualquier respuesta que incluyera nociones religiosas, cinco ensayistas científicos debatieron este tema, partiendo de una pregunta del autor: ¿Por qué, si efectivamente como reza el proverbio romano que reflotó Hobbes, “el hombre es el lobo del hombre”, para una enorme cantidad de personas a lo largo de la historia el egoísmo no es una virtud, y sí lo es la bondad?

Es cierto que Ayn Rand escribió La virtud del egoísmo y que ése es uno de los pocos libros que aparentemente leyó Macri. Pero cuando Rand lo escribió, lo hizo provocadoramente, yendo a contracorriente de la opinión general, y tuvieron que pasar décadas hasta que hubiera líderes y presidentes elegidos en elecciones libres para que desde las instituciones de varios países se habilitara no sólo el egoísmo, sino su consecuencia directa, que es el sufrimiento de multitudes.

Esta es la época en la que el mal toma mil formas y ya no lo hace en secreto. Mal hubo siempre, claro. Todavía hay infinidad de crímenes y vejaciones que se mantienen ocultas, porque la información nunca ha dejado de ser selectiva y dirigida a influir en millones de personas en todo el mundo, dispersando sus intereses en hechos irrelevantes o manteniéndolos alejados de la conciencia de lo que “realmente pasa”. Lo que “realmente pasa” nunca sube a la superficie. Prueba de ello es la lenta agonía a la que está condenado Julian Assange, o el exilio en el que vive Eduard Snowden. Prueba de ello es la persecución, la censura y el acallamiento de voces disidentes en sistemas que se presumen democráticos, cuando hasta poco esos hechos eran excusas para invadir países, asesinar a sus líderes, exhibir sus cadáveres, y plantar la bandera televisiva de la “libertad”. Kadafi cometió crímenes, Trump también. Vimos esos dos cuerpos de padre e hija abrazados y muertos al fallar en la huida hacia Estados Unidos. Pero en la Libia de Kadafi, el PBI per cápita era el más alto de África. Hoy, los herederos de la “libertad” que produjo la invasión y el asesinato del líder libio están siendo subastados como esclavos. Ningún eufemismo, ninguna metáfora. La gente se vuelve a comprar y a vender. No cualquier gente, claro. Libios. Seres humanos de baja calidad decidida en países centrales que descartan a seres humanos como desechos, como se desechan a tantas mujeres asesinadas y envueltas en bolsas de consorcio.

La maldad está pasando por un buen momento. Y sin embargo, como admiten los científicos y filósofos que participaron del libro de De Waal, nuestra especie no lleva implícito el egoísmo per se, no se trata del destino del lobo que se comerá al otro, sino de la supremacía de una línea de pensamiento nueva, sanguinaria, que muestra los dientes y ya no se tapa la cara, como lo hacían los miembros del Ku Klux Klan. Hablan por televisión y dicen, por ejemplo, que “sería bueno que algunos sectores desaparezcan”, en un país con 30.000 personas disidentes desaparecidas. Y el que dice eso no pierde su buen nombre porque no lo tiene: es rico. Los ricos no necesitan ni prestigio ni buen nombre. Necesitan dinero. El mismo orador dijo, hace unos años, que “mis ganancias no deben por qué tener límite”. Sí. El egoísmo conduce necesariamente a la maldad.

Esta ola de seres horripilantes no tiene nada de liberal. De Waal cita a un Adam Smith poco frecuentado: “Por muy egoísta que sea el hombre, sin duda existen algunos principios en su naturaleza que le hacen interesarse por la fortuna de los otros, y hacen que la felicidad de estos le sea necesaria, aunque no obtenga nada a cambio, excepto el placer de verla”.

En la Argentina, estamos atravesando una burbuja de maldad que mata gente de frío, de hambre, de depresión, de balazos por la espalda o en la frente. Y cuando sabemos de eso, cuando vemos que el único techo que tuvo Sergio Zacaríaz, de 52 años, fue el que la policía de esta ciudad colocó sobre su cadáver después de la primera noche de frío intenso, algo se nos revuelve adentro. Se subleva, se retuerce, se hace síntoma, se hace llanto. Porque así como existe en algunos la pulsión del egoísmo, en la mayoría lo que late es el principio de la necesidad recíproca y la necesidad de evitar el dolor de los demás.

Esta es una grieta más. Quizá la primera. Nuestros ancestros animales cultivaban la vida gregaria y nos legaron la compasión como parte de nuestro bagaje como especie. Después a eso se le puede sumar la ideología, la religión, la política, lo que quieran. Pero algo en nuestros cuerpos, más que en nuestras psiquis y nuestros intelectos, nos pega como un latigazo ante el espectáculo del sufrimiento ajeno.

Cuando uno escucha la voz de María Eugenia Vidal en cualquiera de las decenas de spots que inundan todos los canales, escucha seda. Ella vende seda. Cuando uno escucha la voz de Patricia Bullrich, en cualquiera de las conferencias de prensa o en entrevistas al paso en todos los canales, uno escucha decisión. Ella vende decisión. Cuando uno escucha a Macri en cualquier circunstancia, uno escuchaba chistes sobre fútbol hasta hace unos meses, y ahora pura destemplanza y jeringozo de barrio rico. Él vende levedad y crueldad al mismo tiempo. Y de seda puede estar hecha una mortaja. Y la decisión puede ser la de matar inocentes. Y la crueldad banal ya sabemos qué construye: violaciones indecibles y a repetición de la dignidad humana.

Somos millones las víctimas. Alcanzaría con reconocernos como tales para detener esta lluvia huracanada de maldad.

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