Existe en Chile una muralla que divide a la sociedad chilena. El modelo económico-social ha promovido exclusiones muy radicales, que han exacerbado el clasismo; y, la creciente inmigración de latinoamericanos, ha acentuado la discriminación y el mal trato a “los diferentes”, a los extranjeros.

Un tal Matías Pérez, que prefiere agregar su segundo apellido Cruz, dueño de Gasco, y admirador de Pinochet, decidió que una playa pública era parte de su patio privado. Expulsó del lugar a tres pacíficas vacacionistas. El abusador se había apropiado de un bien perteneciente a todos los chilenos, poniendo en cuestión el “sagrado derecho de la propiedad”. A los pocos días, un individuo de apellido Rosselot, autodesignado como uno de los mejores abogados de Chile, trató de “rotos de mierda” a los trabajadores de un supermercado que le llamaron la atención por su comportamiento agresivo y grosero.

Las prepotencia y clasismo de los dueños de Chile no son nuevas. Desde luego, eran propias de la época del latifundio, cuando el terrateniente consideraba también de su propiedad al campesino. La reforma agraria y la democratización de la sociedad durante los gobiernos de Frei y Allende modificaron en gran medida esa situación.

Sin embargo, el modelo neoliberal instalado por los Chicago boys, con el apoyo de la fuerza militar de Pinochet, profundizó la división social y cultural de la sociedad. Ello ha ampliado la discriminación y malos tratos de los ricos y poderosos contra la gente modesta.

El régimen económico en curso es el fundamento material de la discriminación. Protege a los grandes empresarios, hace énfasis en el crecimiento y desatiende las desigualdades. Se amplió el espacio de las ganancias empresariales desde la actividad productiva a los créditos usureros en las multitiendas y a los negocios privados en la salud, la educación, previsión social, el agua, electricidad, energía y carreteras.

Así las cosas, se encarecieron las condiciones de vida de las capas medias y se condenó a los sectores de bajos ingresos a vivir en la desesperanza. Esto ha generado una aplastante concentración de la propiedad y de los ingresos en una minoría, mientras la mayoría no se ha beneficiado con buenos trabajos y mejores salarios.

En consecuencia, existe en Chile una muralla que divide a la sociedad chilena. El modelo económico-social ha promovido exclusiones muy radicales, que han exacerbado el clasismo; y, la creciente inmigración de latinoamericanos, ha acentuado la discriminación y el mal trato a “los diferentes”, a los extranjeros.

Los teóricos del Estado mínimo, los economistas de Chicago, junto con favorecer los negocios en el ámbito social y el sector financiero, bajaron los impuestos a los ricos y redujeron la captación fiscal, destinando escuálidos recursos para hospitales, escuelas públicas y algún modesto subsidio a los más desamparados. Se impuso así el concepto de la focalización social.

La focalización además ha acorralado territorialmente a los pobres en poblaciones alejadas de sus centros de trabajo, y separadas de los espacios físicos en que viven los sectores de altos ingresos. Barrios distintos, escuelas distintas, salud distinta y jubilaciones distintas. Se ha edificado entonces una sólida muralla que divide a los chilenos según su origen económico, social y cultural.

Lamentablemente, los economistas de la Concertación, que desde la oposición a la dictadura habían cuestionado el modelo neoliberal, no modificaron la esencia de la política económica ni tampoco la focalización social. Algunos incluso, como Alejandro Foxley, manifestaron su admiración por los cambios económicos instalados durante el gobierno de Pinochet. La “transición democrática”, entonces, en vez de servir para derribar los fundamentos de la muralla que dividen a los chilenos la hizo más sólida.

La inexistencia de políticas educacionales inclusivas, que favorezcan la convivencia de ricos y pobres, marcan el futuro del niño nacido en la población periférica. La escuela en que estudia, con escasos recursos materiales y pedagógicos, no le permitirá acceder a los conocimientos básicos para desempeñarse en la vida y, con toda seguridad, los malos resultados que obtendrá en la prueba Simce y en la PSU impedirán su ingreso a la educación superior. La escuela municipalizada, y el financiamiento estatal que la sostiene, sólo sirven para reproducir la pobreza.

Sin embargo, los mensajes de los programas de farándula le generarán al joven de población una ansiedad por consumir y hacer lo mismo que los adolescentes de la clase alta. Recién allí se dará cuenta que eso no es posible. Caerá, entonces, en la mayor de las frustraciones. Le dará rabia haber nacido en cuna pobre, le molestará que su madre sea empleada de ricos, se explicará por qué su padre está en la cárcel y el odio le nublará la razón. A partir de este momento, el resentimiento, las ansias por consumir y el rechazo a lo que ha sido su vida lo convertirán en un delincuente.

Inclusión efectiva, con oportunidades iguales para todos los chilenos sólo es posible con el cambio de la sociedad actual. Ello precisa colocar en el centro de la política pública el ataque radical a las desigualdades. Para hacerlo se necesitan políticos que no vivan exclusivamente para la contingencia electoral, de economistas que trasciendan el mercado y piensen en el largo plazo, de empresarios que entiendan que la inversión social es una urgencia ética que además otorga estabilidad a los países.

Políticos y economistas con mentalidad distinta son los llamados a modificar el modelo económico en curso e implementar políticas sociales universales e integradoras. Sólo así podremos derribar la muralla que separa a la sociedad chilena. Y quizás con ello se logre terminar con los lamentables episodios discriminatorios contra la gente modesta.