Por Alexandra Vega Rivera, desde Medellín

El pasado 17 de enero en la capital colombiana explotó un coche bomba en la Escuela de Cadetes de la Policía Nacional, dejando un saldo de 21 personas muertas, 60 personas heridas y más de 45 millones de personas en cuidados intensivos a la espera de volver a vivir en un país sumido en el conflicto y en los efectos devastadores de la guerra.

Explotó una bomba y volaron por el aire los ya fragilizados diálogos entre el gobierno colombiano y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), también la posibilidad de seguir construyendo una Colombia inédita que no conocemos porque básicamente esta violencia –en todas sus formas de expresión-, nos ha acompañado durante toda nuestra historia, forjándose como un carácter nacional durante los últimos 60 años.

Con la noticia del atentado un escalofrío nos recorrió el cuerpo y la pregunta recurrente fue “¿otra vez?”. Millones de personas fuimos presas de los recuerdos y las imágenes de una historia muy violenta en la que han participado varios actores: el Estado, las guerrillas, el narcotráfico y el paramilitarismo. El monopolio de la guerra en Colombia ha sido objeto de permanentes disputas –y algunas alianzas- entre estos frentes, y cuando empezamos a pensar en la posibilidad de un país pacificado, a la gente que quiere la guerra se le hizo “el milagrito” con la explosión de un coche bomba que justificará absolutamente  todo el accionar bélico estatal, y para-estatal que se nos viene encima, sí, otra vez.

El contexto

La onda expansiva de este coche bomba la seguiremos sintiendo durante mucho tiempo. Este atentado ocurre en un contexto de varios presentes simultáneos:

  • El actual oficialismo: la derecha, como en gran parte de Suramérica. Con dos caras visibles la del presidente Iván Duque y la del expresidente Álvaro Uribe Vélez. En su discurso edulcorado de campaña presidencial, quedó claro que dentro de sus intereses no estaba continuar con la política de diálogo con el ELN en su necesidad imperiosa de volver a alimentar la guerra de la que tanto nos cuesta desprendernos.
  • Asesinatos sistemáticos de líderes y lideresas sociales: A la fecha se contabilizan 161 crímenes de este tipo. Las denuncias y reclamos en el país y en el exterior no han cesado pero el gobierno no responde. No hay diligencia alguna en las investigaciones mostrando un claro desinterés estatal por la vida y por la muerte de las personas defensoras de los DDHH.
  • La corrupción: El fiscal general de la Nación, Néstor Humberto Martínez, ha sido objeto de reclamos multitudinarios en las principales ciudades dentro y fuera de Colombia exigiendo su renuncia. Esto, debido a sus directas implicancias en los escándalos de corrupción de Odebretch, que han despertado una profunda indignación en la gente cuyas manifestaciones han tomado cada vez más fuerza, convirtiéndose en hechos difícilmente omisibles por los medios hegemónicos de comunicación.
  • Movimiento universitario: Como consecuencia de la desfinanciación de la Universidad Pública, las y los estudiantes colombianos vienen liderando una de las más contundentes manifestaciones estudiantiles en el país, soportando brutales represiones por parte de uno de los brazos armados del Estado: el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) de la Policía Nacional. En uno de los países en los que la educación superior es un privilegio y no un derecho se han llamado a paro, y a punta de persistencia consiguieron sentar en la mesa al gobierno nacional.

La bomba

Explotó el mismo día en que estaban previstas en varias capitales del país marchas estudiantiles y también en reclamo por la renuncia del fiscal. Las que iban a llevarse a cabo en Bogotá fueron suspendidas y las que se realizaron en otras ciudades obviamente no fueron noticia. En tiempo sorprendentemente record para la justicia colombiana, el mismo día del atentado el mencionado fiscal general apareció airoso en los medios, dando cuenta de los resultados de la investigación que parecía hecha por la mismísima Mossad.

Los medios hegemónicos de comunicación que llevan adelante la misma operatoria en toda la región, le dieron un cubrimiento al caso (que por supuesto no desmerece en nada la memoria de las víctimas) claramente desequilibrado, frente al no cubrimiento de los asesinatos sistemáticos de 160 personas o el de un guarda parque nacional perpetrado días antes. Con la noticia, la derecha salió a relamerse sosteniendo que el atentado era prueba y demostración fehaciente del error que suscitaba haber llevado a cabo los acuerdos de paz con las FARC, por ejemplo. Mostrándolo como el más groso error del gobierno saliente del expresidente Santos.

Nunca un atentado pudo haberle sido tan útil a la derecha, nunca.

Y es justamente este nivel de coincidencias el que pobló el pensamiento de muchas personas con una incógnita tan grande y compartida como nunca antes.

En consecuencia, el viernes 18 de enero el presidente Iván Duque en cadena nacional anunció la ruptura de los diálogos –que siempre esquivó– con el ELN, pidiendo la captura de la delegación de 10 negociadores de la agrupación guerrillera que se encuentran en Cuba. Un escenario absolutamente desesperanzador.

La marcha

Ya no de estudiantes ni de ciudadanos pidiendo la renuncia del fiscal general. Esta fue convocada en todas las capitales del país para el domingo 20 de enero por los sectores alineados al gobierno, y bajo la consigna de rechazo al terrorismo en todas sus formas, esta vez –curiosamente– sí estuvo bien visto marchar, pudiendo ver la desnudez con la luz prendida, de las profundas polarizaciones de la sociedad colombiana.

Mucha gente marchó, mucha se quedó en casa. La marcha reflejó un fuerte apoyo a la Policía Nacional, asunto pendiente para analizar pero al que la gente se suma como un gesto de solidaridad. El dolor colectivo y la manipulación del mismo es una operatoria que no es nueva, pero sigue siendo muy efectiva sobre todo en sociedades con poco pensamiento crítico, como la nuestra.

Sectores políticos alternativos al gobierno se sumaron a la marcha, otros no. En Medellín (segunda ciudad del país y de fuerte confluencia ideológica uribista), se presentó un hecho que dejó al descubierto la naturaleza de nuestra polarización: un joven de 17 años portaba un cartel en el que reclamaba por el asesinato de los líderes sociales y una camiseta en la que decía “No a la guerra de Duque y Uribe”, finalmente porque la convocatoria a la marcha se había presentado como abierta, incluyente y en rechazo a todas las formas de terrorismo. Pero no. Lo agredieron, le rompieron el cartel, lo amenazaron y la Policía –la misma por la que se rasgaron las vestiduras– observando el hecho no hizo absolutamente nada, siendo él un menor de edad.

La atribución

El lunes 21 de enero se divulgó el comunicado en el que el ELN se atribuyó el hecho. Una decisión tan torpe e incomprensible que hasta ese momento, era puesta en duda su ejecución por parte de la guerrilla que estaba en situación de diálogo con el Estado, y con quienes lo ocupan actualmente. Esta situación generó el rechazo por parte de todos los sectores que siempre han apoyado la salida política. En el comunicado exponen incumplimientos por parte del Estado y de las Fuerzas Armadas, así como también dan cuenta del por qué eligieron como blanco la Escuela de Policía: “(…) es una instalación militar, allá reciben instrucción y entrenamiento los oficiales que luego realizan inteligencia de combate (…)”.

El capricho

Frente a la ruptura de los diálogos hay que ver cómo se sigue. Para eso se cuenta con protocolos secretos firmados previamente por las partes, en los que están plasmadas las consideraciones que se deben llevar a cabo y de los cuales hacen parte los países garantes. El gobierno de Duque le pidió a Cuba que capture a la delegación y la extradite. El gobierno de Cuba (de importantísima participación en la historia reciente de Colombia) respondió que se allana a los protocolos ya firmados, que obviamente protegen a la delegación, y digo obviamente porque nadie se sentaría a negociar ante la posibilidad de cárcel o muerte frente a un cese en el diálogo. Al gobierno Colombiano no le sirvió la respuesta. Noruega, país garante, le repitió al Estado Colombiano lo que corresponde, que hay que respetar los protocolos, pero el gobierno de Duque volvió a decir caprichosamente que no los reconoce.

De cara a lo que es un problema diplomático muy tenso no hay que perder de vista que la avanzada de la derecha en la región viene actuando como un mono con navaja, que la frontera entre Colombia y Venezuela es la más extensa para ambos países y que el gobierno de Estados Unidos ya empezó a trinar el no reconocimiento del gobierno de Nicolás Maduro, con todas las implicancias que a futuro puede tener.

El discurso

El gobierno busca ahora convencer y obtener aliados que banquen su capricho, y para eso es necesaria la opinión pública que se construye a través de los medios de comunicación. Hicieron un leve pero contundente viraje discursivo referente a la condena del hecho y a este como justificación del no reconocimiento de los protocolos, omitiendo en los comunicados más recientes el carácter de “Escuela de Policía” y de “policías” como blanco y víctimas del atentado, presentándolos pues como “estudiantes asesinados” en un atentado terrorista en una “institución educativa”. Punto.

Apelando a la misma táctica discursiva del “héroe” y del “heroísmo” con la que se plagaron los medios y convocaron a la ciudadanía a marchar. Estudiantes que increíblemente ahora sí le importan a un Estado al que no lo importó que un estudiante perdiera un ojo en una marcha reprimida por la ESMAD, estudiantes que ahora sí importan en un país donde la educación superior no es obligatoria pero el servicio militar sí, porque si el acceso a la educación fuera un derecho garantizado por el Estado, esas víctimas del atentado no habrían sido víctimas y se estarían formando en la Universidad Pública y no en la escuela de la milicia.

La paz

Ese bien tan preciado. Afirmar que está hecha trizas es una afirmación muy delicada, porque desconoce completamente el acuerdo al que el Estado y las FARC llegaron luego de una histórica confrontación de décadas. Y además, porque dicha afirmación implica hacerle el juego a la derecha, es eso lo que quieren escuchar porque es justamente lo que la derecha siempre ha sostenido y desde donde ha justificado sus acciones bélicas estatales y para-estatales. Dicha postura es la que avala entonces romper los diálogos y volver a fojas cero.

La paz es el producto de la justicia social y de eso en Colombia no hay.

Para vivir en ese país que no conocemos debemos empezar primero a revisar la profunda desigualdad y manipulación en la que vivimos, antes de volver a militarizarlo matando gente a mansalva en nombre de la patria o, de boicotear torpemente lo logrado a través de un atentado.

Si no hemos entendido que en Colombia nunca conseguimos la paz con plomo, no entendimos nada. Estamos en la obligación histórica de seguir sentados en la mesa dialogando, de dejar de contabilizar muertos, exilios, persecuciones y desaparecidos.