Por Francisco Rio

El concepto de Guerra Sucia surgió después de la Segunda Mundial para designar un conjunto de acciones estratégicas adoptadas por Estados y grupos políticos a fin de minar las fuerzas y eliminar oponentes internos o externos. Desde entonces, comenzaron a aplicarse innumerables modalidades y variaciones de esta metodología en todo el mundo, en los cinco continentes, en diversos países. Se ha utilizado, generalmente, una variedad de métodos que, como su nombre indica, son sucios, oscuros: desde la contratación de ejércitos mercenarios, espionaje, lawfare, sabotajes, cortinas de humo, hackers, falsas propagandas, etc. En América Latina, esa metodología criminal de mantenimiento y perpetración del poder en manos de un selecto grupo, alcanzó su punto culminante durante las dictaduras militares del Cono Sur (especialmente en Argentina) y en México tras la Masacre de Tlatelolco (Plaza de las Américas, Tres Culturas), que recientemente cumplió 50 años.

Se trata de una modalidad de guerra silenciosa, ocasionalmente secreta –aunque deje por el camino rastros indelebles, incluso de sangre–, y que parece haber vuelto con fuerza total en este inicio del siglo XXI, travestida con nuevos ropajes gracias al advenimiento de nuevas tecnologías de la información. En el libro «Los enemigos íntimos de la democracia» (2012), el recién fallecido pensador franco-búlgaro, Tzvetan Todorov (1939-2017), que vivió y condenó tanto los males del comunismo totalitario de la Cortina de hierro como del capitalismo salvaje e hipócrita del Occidente liberal, ya desenmascaraba la identidad de esos nuevos perpetradores de guerras sucias, alertando sobre el peligro del fortalecimiento de grupos y movimientos de extrema derecha al mismo tiempo ultranacionalistas y ultraliberales en varios países.

Para quien creció en un mundo analógico y dominado por el condicionamiento de un patrón mental binario, la combinación de ultranacionalismo y ultra liberalismo parece algo al menos incompatible, una contradicción. Y en esencia lo es. Pero, la verdadera cara de esos movimientos, organizaciones e institutos que extienden sus tentáculos ideológicos y de acción por todo el globo y por todas las grietas que como cucarachas pueden ocupar, es incluso híbrida. Principalmente en tierras desde hace mucho fertilizadas por la hibridación (Cf. definición del antropólogo García Canclini). Aprovechándose así del ultranacionalismo, del reaccionarismo y del conservadurismo como calificativos para la defensa de discursos inflamados, capaces de penetrar como agua, de dividir las sociedades (entre el bien y el mal desde un «enemigo común») y de comunicarse emotivamente primero con las clases medias nacionales, insatisfechas y condenadas en las tres últimas décadas por las políticas neoliberales de las cuales fueron fieles depositarias y defensoras, y segundo con las clases menos acomodadas, que siempre al margen y luchando por la supervivencia continúan despojadas de cualquier acceso a una educación crítica, capaz de hacerlas comprender y decodificar el mundo caótico que se les presenta. En este escenario, y a través de banderas y discursos de “di-visión” (visiones binarias), estos grupos crean un ilusionismo social aparentemente simplón, pero de fondo complejo: haciendo creer a ingenuos creyentes, por medio de palabras y proyectos mesiánicos, que serán salvadores de la Nación, mientras que en realidad trabajan como vendedores internacionales de derechos sociales y de las riquezas de sus respectivas naciones subdesarrolladas. El ultra liberalismo elevado a la máxima potencia.

El ‘chico’ arquetipo de esta nueva y perversa generación de líderes -muchos de los cuales podemos clasificar como neofascistas- ha sido el actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Pero a diferencia de sus correlatos y crías en el mundo subdesarrollado, hoy Trump como Ronald Reagan y Margareth Thatcher en el pasado, no es más que una alegoría, un  señuelo a los ojos perplejos del Mundo. Mientras que Reagan y la «Dama de Hierro» abogaban apasionadamente a favor  del neoliberalismo y de la apertura de mercados en los años 1980, era el entonces olvidado –lejos de los reflectores– Chile del sanguinario Augusto Pinochet, sin libertades, el tenebroso laboratorio de la Escuela de Chicago y sus jóvenes doctores Franksteins, los «Chicago Boys». En ese pequeño, pero mineralmente rico país latinoamericano y no en el Reino Unido (y de cuentos de hadas) de Thatcher, o en la América de las pantallas hollywoodianas y de la «guerra psicológica» de Reagan, que el neoliberalismo fue probado y llevado a sus últimas consecuencias a un costo humanitario altísimo: persecuciones, torturas, desapariciones, muertes. La alegoría análoga se presenta ahora. Mientras Donald Trump emplea el revisionismo económico y aplica sanciones aduaneras e instaura una guerra de mercado con la poderosa China y dentro del NAFTA, los posibles candidatos a «Trumps» del mundo subdesarrollado y sus fervientes seguidores, hablan de apertura irrestricta de mercados, privatización masiva de los servicios públicos (muchos de los cuales son esenciales) y eliminación de derechos sociales y laborales, al gusto de los modelos de los más radicales ideólogos del ultra liberalismo de la escuela austriaca.

En ese escenario, no quedan dudas de que el Brasil post-elecciones –si el candidato de la extrema derecha y sus seguidores llegan al poder– es una triste y alegórica versión 2.0 de Chile de ayer. Un laboratorio aún mayor y más bien equipado –dada su gigantesca estructura organizacional, poderío económico, riquezas naturales y proporciones subcontinentales–, que pondrá en riesgo y amenazará el aún frágil equilibrio democrático no solamente en América del Sur sino en toda América Latina. Así lo anhelan los arquitectos –muchos de ellos aún anónimos– de esa “Arquitectura de la destrucción” made in siglo XXI (en referencia al título homónimo del documental del director sueco Peter Cohen, 1989). Y en esa versión 2.0 de una nueva modalidad de guerra sucia híbrida que se despliega a los ojos aún incrédulos de sectores progresistas nacionales e internacionales, internet y las nuevas tecnologías de información y formación tuvieron y cumplen un papel crucial en la conquista de corazones y mentes. El huevo de la serpiente nuevamente desconcertó. Y de esa vez no es fuerza bruta, sino anidado en el entusiasmo de canciones y mensajes de odio entonadas por instituciones  supuestamente democráticas y por una legião de zombis tupy or not tupy que habitan diariamente los submundos fétidos de las redes sociales y de los aplicativos cifrados de comunicación instantánea.

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Francisco Rio es historiador y militante del Movimiento Humanista, Brasil. Es colaborador de las agências Pressenza y Quatro V.