Por Daniel Cruz, miembro del DSC Barcelona.

El lenguaje es un organismo vivo, y como tal se rige por las leyes de la evolución de la naturaleza. Las palabras nacen y mueren en un lugar y momento determinado, dependiendo de las condiciones que las rodeen, tal como lo hace cualquier especie animal, y solo se reproducen, evolucionan y sobreviven si su entorno les es favorable. El español, idioma materno de más de 500 millones de personas, es una de las lenguas más vivas que existen y su evolución es constante. No es de extrañar, pues, que solo durante el útlimo año, entre adaptaciones, correcciones y neologismos el Diccionario diera la bienvenida a más de 25 nuevos términos, que tiene los mismos derechos y privilegios que el resto de palabras que componen el Diccionario. Y entre estos, por el momento, no se encuentra la palabra que se ha puesto de moda este verano: turismofobia.

Etimológicamente, y literalmente, se definiría como el “temor intenso, irracional y enfermizo” por la “actividad recreativa que consiste en viajar o recorrer un país o lugar por placer”. Debido a que este neologismo se trata de la unión de dos palabras tan populares en español, no ha sido necesario tener que invertir tiempo en definir el concepto, ha bastado con repetirlo varias decenas de veces en todos los medios de comunicación de forma simultánea para que el concepto penetre en la sociedad y pueda permitirse jugar en la misma categoria que sus colegas que sí forman parte de libro sagrado de las palabras. Después de años de no tener un modelo turístico claro, la palabra ha encontrado, en Barcelona, el ecosistema perfecto donde ha podido campar a sus anchas, con detractores y defensores a partes iguales.

Pero ocurre un problema con todo lo relacionado al lenguaje y el uso de palabras -en especial las de nuevo cuño-, y es que corren siempre el riesgo de ser secuestradas por uno o varios bandos y tienden a ser usadas en beneficio de cada uno de ellos. Así, podemos encontrar que un mismo término remita a una idea y a la opuesta a la vez. Acabado el verano y la temporada extraordinaria de llegada de turistas, toca hacer reflexión. Y como este concepto es nuevo y ha podido llevar a confusión, vamos a intentar definir qué no es y qué es turismofobia.

Qué no es turismofobia:

  • Para empezar, turismofobia no es turismofobia. Es decir, no se trata del significado literal de las dos palabras que la componen. No existe tal miedo irracional y enfermizo hacia a la persona que viaja por placer. No se critica al turista, sino al modelo de ciudad que lo atrae.
  • Turismofobia no pretende cerrarse a las nuevas culturas y a la diversidad, sino que lucha por la preservación de la cultura local para que este siga siendo atractiva para el visitante.
  • Turismofobia no culpa al vecino que decide vender (o arrendar) su domicilio o local comercial a un precio desorbitado y totalmente fuera de mercado, sino que dirige sus críticas hacia las políticas que permiten (y fomentan) que se lleven a cabo este tipo de operaciones.

Qué es turismofobia:

  • Turismofobia rechaza los empleos precarios y de baja calidad. Por este motivo, las críticas no se dirigen al turista que paga lo que le dicen ni, apurando, tampoco el empresario que se acoge a la normativa que más le beneficia, sino que la responsabilidad recae, de nuevo, en la administración.
  • Turismofobia critica las políticas neoliberales que promueven la expulsión de vecinos de sus hogares, al hacer inviable que puedan costear un alquiler que se ha disparado en los últimos años. La gentrificación ya no es puntual. Los hijos no se pueden permitir vivir en el mismo vecindario donde han crecido.
  • Turismofobia es la crítica a la economía que florece al calor de personas que solo se encuentran de paso: locales de ocio, tiendas de ropa, hoteles, alquiler de bicicletas… En el espacio donde antes cohabitaban carnicerias, mercerías y comercios familiares, ahora solo se encuentran los mismos establecimientos que se pueden encontrar en cualquier gran ciudad del mundo.
  • Turismofobia, lejos de querer cerrarse a los turistas, promueve y trabaja para que tanto los visitantes como los vecinos tengan una relación de lo más satisfactoria para ambas partes.

Los modelos económicos imprentantes desde hace décadas en Europa, el capitalismo y, sobre todo, el individualismo, llevan a buscar el beneficio propio por encima del colectivo. Dejando de lado el aspecto más racional de este, a nivel político se debe revertir para que lo social prime por encima de los individual. Las razones que planteo la intervención política son básicamente dos:

  1. El espacio público es limitado, y se debe de apostar por un modelo u otro. De nada sirve defender que el mercado se regula más eficientemente solo, si se ha provado en varias ciudades del mundo que no ha sido así. El estado, o las administraciones competentes, deben de promover que el uso que se le dé a los espacios privados en zonas céntricas -las más, pero no las únicas, áreas desbordadas por el turismo- tengan una función menos orientada al residente temporal.
  2. La expulsión de vecinos y personas del barrio no hace más que empobrecer la experiencia que vienen a vivir los visitantes. ¿Qué tiene de atractiva una calle donde puedes encontrar los mismos locales comerciales y que puede ser escenario de cualquier ciudad?

Defender la turismofobia es defender a los turistas y a los vecinos por igual. No caigamos en la trampa neoliberal que pretende el enfrentamiento entre la clase trabajadora que viaja y la que recibe a los viajeros. Nos enfrentamos, todos, al mismo modelo económico que financia a bancos y precariza empleos en toda Europa. Si no olvidamos esta premisa, la buena convivencia es inevitable.

PD: Escribo estas líneas desde un bar de la Barceloneta regentado por argentinos, y la composición del local hace que comparta mesa con dos jubilados que me explican sus primeras impresiones en la ciudad. Ambos disfrutamos de una soleada tarde de agosto en un ambiente distendido y multicultural. ¿Turismofobia, dónde?

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