Por Boaventura de Sousa Santos | Traducción de Pressenza
Primero de una serie de ensayos del autor sobre el tema

Este año se cumple el centenario de la revolución rusa, un hecho de innegable importancia en la historia mundial, que merece analizarse y comprender en su contexto, en su desarrollo y consecuencias. A continuación, un interesante primer texto del profesor Boaventura de Sousa Santos al respecto.

 

Este año se conmemoran los 100 años de la Revolución Rusa (RR)¹ y también los 150 años de publicación del primer volumen de Das Kapital de Karl Marx. Juntar las dos efemérides puede parecer extraño porque Marx nunca escribió en detalle sobre la revolución y la sociedad comunista y –si hubiera escrito– es inimaginable que lo que escribiera tuviera alguna semejanza con lo que fue la Unión Soviética (URSS), sobre todo después que Stalin asumió el liderazgo del partido y el Estado. La verdad es que muchos de los debates que la obra de Marx suscitó durante el siglo XX fuera de la URSS, fueron un modo indirecto de discutir los méritos y deméritos de la RR. Ahora que las revoluciones hechas en nombre del marxismo o terminaron o evolucionaron hacia… el capitalismo, tal vez Marx (y el marxismo) tenga finalmente la oportunidad de ser discutido como merece, como teoría social. La verdad es que el libro de Marx –que pasó cinco años para vender los primeros mil ejemplares antes de convertirse en uno de los libros más influyentes del siglo XX– volvió a ser un best seller en tiempos recientes y, dos décadas después de la caída del Muro de Berlín, fue finalmente leído en países que habían sido parte de la URSS. ¿Qué atracción podrá suscitar un libro tan denso? ¿Qué interés puede tener en un momento en que tanto la opinión pública como la abrumadora mayoría de los intelectuales están convencidos de que el capitalismo no tiene fin y que, si lo tuviera, no será ciertamente para dar lugar al socialismo? Hace 23 años publiqué un texto sobre el marxismo como teoría social.² En una próxima columna marcaré lo que desde entonces cambió y no cambió en mi opinión, e intentaré responder a estas preguntas. Hoy me dedicaré al significado de la Revolución Rusa.

Muy probablemente los debates que durante este año tengan lugar sobre la Revolución Rusa, repetirán todo lo que ya fue dicho y debatido y terminarán con la misma sensación de que es imposible un consenso sobre si la RR fue un éxito o un fracaso. A primera vista es extraño que así sea, porque ya sea que se considere que la RR terminó con la llegada de Stalin al poder (la posición de Trotsky, uno de los líderes de la revolución) o con el golpe de Estado de Boris Yeltsin en 1993, parece evidente que fracasó. Y sin embargo eso no es evidente, y la razón no está en la evaluación del pasado sino en la evaluación de nuestro presente. El triunfo de la RR reside en haber planteado todos los problemas con que la sociedades capitalistas se debaten todavía hoy. Su fracaso reside en no haber resuelto ninguno. Excepto uno. En próximas columnas abordaré algunos de los problemas que la RR no resolvió y nos siguen afligiendo. Hoy me ocupo del único problema que resolvió.

¿Puede el capitalismo promover el bienestar de las grandes mayorías sin que exista en el campo de la lucha social una alternativa creíble e inequívoca? Ese fue el problema que la RR resolvió y la respuesta es no. La RR mostró a las clases trabajadoras del mundo y muy especialmente a las europeas, que el capitalismo no era una fatalidad, que había una alternativa a la miseria, a la inseguridad del desempleo inminente, a la prepotencia de los patrones, a los gobiernos que servían a los intereses de minorías poderosas aunque dijeran lo contrario. Pero la RR ocurrió en uno de los países más atrasados de Europa y Lenin tenía plena conciencia de que el éxito de la revolución socialista mundial y de la propia RR dependía de que pudiera extenderse a los países más desarrollados, con sólida base industrial y amplias clases obreras. A esas alturas ese país era Alemania. El fracaso de la revolución alemana de 1918-1919, hizo que el movimiento obrero se dividiera y buena parte de  él pasara a defender que se podían alcanzar los mismos objetivos, por vías diferentes a las seguidas por los obreros rusos. Pero la idea de que era posible una sociedad alternativa a la sociedad capitalista, se mantuvo intacta. Se consolidaba así lo que pasó a designarse como reformismo, el camino gradual y democrático hacia una sociedad socialista que combinara las conquistas sociales de la RR con las conquistas políticas, democráticas de los países occidentales. En la post guerra el reformismo dio origen a la socialdemocracia europea, un sistema político que combinaba altos niveles de productividad con altos niveles de protección social. Fue entonces que las clases trabajadoras pudieron, por primera vez en la historia, planificar su vida y el futuro de sus hijos. Educación, salud y seguridad social públicas, entre muchos otros derechos sociales y laborales. Se tornó claro que la socialdemocracia nunca derivaría en una sociedad socialista, pero que parecía garantizar el fin irreversible del capitalismo salvaje y su sustitución por un capitalismo de rostro humano.

Mientras tanto, del otro lado de la “cortina de hierro”, la República Soviética (URSS) a pesar del terror de Stalin o precisamente a causa de él, revelaba una pujanza industrial portentosa que transformaba en pocas décadas una de las regiones más atrasadas de Europa, en una potencia industrial que rivalizaba con el capitalismo occidental y, muy especialmente, con los Estados Unidos de América, el país que emergiera de la Segunda Guerra Mundial como el más poderoso del mundo. Esta rivalidad se tradujo en la Guerra Fría que dominó la política internacional en las décadas siguientes. Fue eso lo que determinó el perdón, en 1953, de buena parte de la inmensa deuda de Alemania Occidental, contraída en las dos guerras que infligiera a Europa y perdiera. Era preciso conceder al capitalismo alemán occidental condiciones para rivalizar con el desarrollo de la Alemania Oriental, por entonces la república soviética más desarrollada. Las divisiones entre los partidos que se decían en defensa de los intereses de los trabajadores (los partidos socialistas o socialdemócratas y los partidos comunistas) fueron una parte importante de la Guerra Fría, con los socialistas atacando a los comunistas por ser cómplices de los crímenes de Stalin y defender la dictadura soviética, y los comunistas atacando a los socialistas por haber traicionado la causa socialista y ser partidos de derecha, muchas veces al servicio del imperialismo norteamericano. No podían imaginar entonces lo mucho que los unía.

Mientras tanto el Muro de Berlín cayó en 1989 y poco después colapsó la URSS. Era el fin del socialismo, el fin de una alternativa clara al capitalismo celebrado incondicional y desprevenidamente por todos los demócratas del mundo. En tanto, para sorpresa de muchos, se consolidaba globalmente la versión más antisocial del capitalismo del siglo XX, el neoliberalismo, progresivamente articulado (sobre todo a partir de la presidencia de Bill Clinton), con la dimensión más depredadora de la acumulación capitalista: el capital financiero. Se intensificaba la guerra contra los derechos económicos y sociales; las ganancias de la productividad se desligaban de las mejoras salariales y la desocupación volvía como el fantasma de siempre; la concentración de la riqueza aumentaba exponencialmente. Era la guerra contra la socialdemocracia que en Europa empezó a ser liderada por la Comisión Europea bajo a conducción de Durán Barroso y por el Banco Central Europeo.

Los últimos años mostraron que, con la caída del Muro de Berlín, no sólo colapsó el socialismo, colapsó también la socialdemocracia. Se hizo claro que los lucros de las clases trabajadoras de las décadas anteriores habían sido posibles porque la URSS y la alternativa al capitalismo existían. Constituían una profunda amenaza al capitalismo y éste, por instinto de sobrevivencia, hizo las concesiones necesarias (tributos, regulación social) para poder garantizar su reproducción. Cuando la alternativa colapsó y con ella la amenaza, el capitalismo dejó de temer enemigos y volvió a su vértigo depredador, concentrador de riqueza, atrapado en su pulsión para, en momentos sucesivos, crear inmensa riqueza y destruir inmensa riqueza, principalmente humana. Desde la caída del Muro de Berlín, estamos en un tiempo que tiene algunas similitudes con el período de la Santa Alianza que a partir de 1815 y después de la derrota de Napoleón, trató de barrer de la conciencia de los europeos todas las conquistas de la Revolución Francesa. No por casualidad, y salvando las distancias, (las conquistas de las clases trabajadoras que todavía no se pudieron eliminar por vía democrática), la acumulación capitalista asume hoy una agresividad que hace recordar el período pre RR.  Y todo lleva a creer que, mientras no surja una alternativa creíble al capitalismo, la situación de los trabajadores, de los pobres, de los inmigrantes, de los jubilados, de las clases medias siempre-al-borde-de-la-caida-abrupta-en-la-pobreza, no mejorará significativamente. Obviamente la alternativa no será (ni sería bueno que fuera) del tipo de la que fue creada por la RR. Pero tendrá que ser una alternativa clara. Mostrar justamente eso fue el gran mérito de la Revolución Rusa.


¹ Cuando me refiero a la Revolución Rusa, me refiero exclusivamente a la Revolución de Octubre porque esa fue la que sacudió al mundo y condicionó la vida de cerca de un tercio de la población mundial en las décadas siguientes. Fue precedida por la Revolución de Febrero del mismo año que depuso al Zar y duró hasta el 26 de octubre (según el calendario juliano entonces vigente en Rusia), cuando los Bolcheviques, liderados por Lenin y Trotksy tomaron el poder con la consigna “paz, pan y tierra”, “todo el poder a los soviets”, o sea a los consejos de obreros, campesinos y soldados.
² Por la Mano de Alice, originalmente publicado en 1994. Puede consultarse la 9ª edición revisada y aumentada, publicada en 2013 por Ediciones Almedina, p. 33-56.

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