En forma estrictamente descriptiva un cadáver despedazado es nada más y nada menos que eso: un cuerpo desmembrado. Ese cuerpo puede haber sido de un cristiano o de un islámico o de un ateo. Alguien de Oriente o de Occidente, qué más da, porque sigue siendo un cadáver despedazado. ¿Es que alguno vale más que el otro? ¿Por qué con uno nos indignamos y con el otro no? ¿Acaso ambos no comparten el enorme valor de haber sido seres humanos?

Entonces, ¿cuál realidad tomamos por verdad cuando cada versión de los hechos remite a uno de los bandos? Para un terrorista del estado islámico su acto homicida no es terror sino inmolación. Para un gobierno occidental que lanza bombas en Siria su acto no es de terror, sino de defensa del “mundo libre” y de la cultura occidental.

Sea en un lado o en otro, siempre se está en alguna creencia tomada como verdad. Hasta el escéptico cree con fe que en nada se puede creer. No se puede vivir sin un fundamento existencial, sin una fe. Cada creencia refleja paisajes desde los cuales se mira la supuesta “realidad”. Si esto es así, entonces elijamos la creencia, el paisaje y la mirada en la que nos reconozcamos todos como seres humanos con el mismo derecho a vivir, a elegir y a ser felices. La violencia que se opone a este derecho es lo que hay que denunciar, venga de donde venga. El verdadero mal es la violencia que anida en los distintos fundamentalismos que la toleran, la justifican y la ejercitan. La violencia es el mal común que aqueja a todas las ideologías antihumanistas.

No solo la religión del Islam tiene aspectos destructivos. Casi todas ofrecen justificaciones para los actos violentos. A menos que una religión o cualquier ideología trace una frontera clara contra el uso de la violencia como medio de imponer una verdad pretendidamente única, siempre los violentos de cualquier bando se agarraran de ella para justificar sus cruentas ambiciones y sus actos genocidas.

Pensemos en los fundamentalistas del dinero que, practicando su religión crematística, no escatiman cualquier medio para hacer sus negocios, así exploten o maten y pongan en riesgo a la naturaleza o al ser humano. A la violencia han recurrido todos los fundamentalismos religiosos o laicos que creen que pueden imponer sus intereses a cualquier precio.

Excepto los que han hecho de la no violencia y el respeto a la diversidad un credo universal, el resto está con las manos manchadas de sangre. Se dice entonces que la violencia es parte de la naturaleza del ser humano y que si no eliminas al otro corres el riesgo de que ese te elimine a ti. ¿De qué nos asombramos entonces? ¿O acaso la bomba que destroza gente árabe indefensa en Siria es legítima defensa, mientras la que despedaza gente en Francia, no? Ambas son abominables desde el punto de vista humano tomado como valor central. Lo diverso no niega la condición humana común: Todos tenemos las mismas necesidades y queremos trabajar, ser bien tratados, participar, conocer y creer con libertad aquello que sintamos que es mejor para cada cual.

No podemos dejar de reconocer que occidente puso como aspiración máxima los derechos humanos. Esto es indudablemente un gran avance y una conquista de los pueblos, la que sin embargo hoy se ve amenazada, no solo por los terrorismos, sino por los poderes fácticos del complejo militar industrial y también por los monopolios mediáticos que manipulan la información y la opinión pública, difundiendo la barbarie ajena y disimulando la propia.

En Occidente y en Oriente las “ovejas” se salieron del redil y ya no saben qué hacer para controlarlas. Los del estado islámico matan a sus hermanos, porque no les entregan su alma para imponer a través del terror la propia religión. De la misma manera lo hacen los señores de la guerra que globalizan un capitalismo salvaje que deja a su paso depredación, contaminación, explotación y genocidio, cuando ello es necesario para forzar sus inmensas ganancias.

Negocio redondo dicen los del gran capital: eliminamos a los árabes, nos apropiamos de sus recursos y ampliamos nuestro dominio mundial, hoy rivalizado por China y pronto por Rusia. Estos Estados, a su vez, desarrollan sus estrategias con la misma lógica. Esta es la guerra de las civilizaciones de la que habla Huntington…

Pero por ese camino se llega a la confrontación general, con millones de cadáveres despedazados en una tercera guerra mundial. La lógica de responder con más violencia a la violencia no termina sino cuando los bandos intuyen su propia destrucción. Temporalmente puede que el bando derrotado capitule, pero el resentimiento asegura una nueva venganza futura, y entonces vuelve a girar la enorme rueda de molino de la violencia despedazando humanidad con cada giro. Pero una cosa es con piedras, masas, arcos y flechas, y otra muy diferente con guerra biológica y armas atómicas. O acaso no se piensa que el estado islámico está perfeccionando sus medios de terror.

La historia ha puesto cara a cara a las civilizaciones. Tenemos que cambiar la vieja forma mental violenta cultivada en todas ellas para entrar a otra etapa de la historia, la de la Nación Humana Universal, diversa y no violenta. Y esto no es imposible, porque si un ser humano, de cualquier cultura y credo, puede practicar la no violencia en su vida personal, lo puede hacer cualquier ser humano. ¿O acaso no hemos resuelto episodios violentos con el supuesto enemigo a través de actos de reconciliación?

Hoy, valgan verdades, los rostros que nos ofrecen las distintas civilizaciones a través de sus estados líderes y sus dirigentes dejan mucho que desear. Viejas recetas de violencia para nuevas ambiciones en una concepción de la vida humana en la que el otro es mirado como un enemigo que a la larga o a la corta hay que eliminar.

Esa es la forma mental común de todos los estados líderes, y desde el punto de vista de la violencia todos están en la misma prehistoria. Basta mirar el enorme gasto militar en el que están abandonando la salud y la educación. Entretanto, la gente común, haciendo gala de la más sencilla humanidad, se casa en matrimonios interétnicos que unen a judíos con cristianos o árabes, creyentes con no creyentes, de un país con otro, gente de un sexo con otro sexo y también de un mismo sexo.

Las culturas se mezclan mientras los hombres y mujeres comunes, rescatando lo más humano de sus tradiciones entran a un mundo intercultural, marchando hacia la unidad en la diversidad en sus actos de amor, paz y reconciliación. ¿Habrá también que matarlos a todos ellos por traidores, pecadores e impuros?

Lo importante no es en qué bando esté cada uno, sino cómo tratas al otro del mismo modo en que quisieras ser tratado. Esta regla de oro es común a las distintas civilizaciones, pero no rige la vida económica ni la política, porque esa espiritualidad le es extraña a corazones capturados por la violencia de los fines y de los medios, esa violencia consustancial al deseo irracional de imponer la propia forma de vida considerada como modelo y verdad universal excluyente de lo diferente.