Según manuales de medicina consultados, el color de la piel en los humanos depende fundamentalmente de la cantidad y distribución de los corpúsculos de melanina en las capas superficiales de la epidermis. Esta melanina es un pigmento, cuya función principal es la protección frente a radiaciones, particularmente la ultravioleta y el poder de captación de radicales citotóxicos.

Una variedad de ese pigmento también se encuentra en las neuronas de todas las personas, sin importar su origen racial, aunque algunas cabezas parecieran estar más oscurecidas que otras.

Si de radicalidad tóxica o de radiaciones nocivas se trata, es posible observar que – pese a los muchos avances conseguidos – algunos restos de racismo continúan manifestándose aún en nuestras sociedades, de manera abierta u oculta, pero todavía activa. Como bien sabemos, para superar un conflicto, será necesario primero entenderlo en su última raíz. Veamos si en algo podemos contribuir.

La blancura, imponiéndose como símbolo de la pureza, ha pretendido universalizarse empujando a un segundo plano la cromática diversidad humana. Esto no fue obstáculo para que un impuro poder imperial proveniente del occidente blanco no reparara en distinción alguna en sus vejaciones: el amarillo de Asia, el rojo de las pieles originarias en el norte de América, el negro de alma extirpada y el indio de las marrones montañas y de las verdes selvas; de todos usó sus cuerpos y pretendió sepultar sus espíritus. Pero si cuidó ese poder de cambiar el color de la tez de una de sus principales figuras religiosas para que no quede tiznada con el estigma de la morenidad. Esta imagen modificada se inyectó luego, junto a otras tantas bondades civilizadas, a fuerza de fuego y culpa en la conciencia de los pueblos invadidos. De este modo, en el imaginario de millones de seres humanos quedaron trasplantados estos contenidos extraños, que de manera contradictoria pulsaban por sojuzgar y suplantar identidades forjadas por el propio proceso cultural.

En los suelos desde donde provenían tan benignos impulsos, las aristocracias y monarquías no aceptaban como suyos a aquellos que presentaban rasgos bronceados, ya que esto denotaba exposición al sol y por tanto, trabajo, actividad indigna de tal casta. Es por ello que la estética de la época exigía a estos personajes de tan elevada alcurnia la profusa utilización de polvos para cubrir cualquier sombra de ignominia sobre la piel. Cosmética abundante que aún hoy es mostrada como signo de haber alcanzado las mieles de la cúspide epocal.

Aún luego de las revoluciones liberales, la esclavitud perduró, derivando luego en servidumbre. La segregación racial – en teoría abolida – fue legalizada mediante sistemas de privilegios y exclusiones basados en absurdas leyes biologistas de pureza racial… Todavía hoy, a pesar del ridículo que eso supone, se sigue pensando a lo cultural desde categorías de parentesco y antecedencias de consanguinidad. Pero esto será materia de otro día.

No bastó el uso de la violencia física o la instauración de la violencia económica. La violencia psicológica fue tal que logró que los no blancos consideraran su origen una verdadera desgracia y se apresuraran a ocultar lo máximo posible su condición.

Así, el racismo no sólo vivió en la mente de los afortunados, sino que anidó con fuerza en la mente de los desdichados, asegurando así la aceptación de lo inaceptable.

Por suerte para todos, hubo también muchos blancos, cuyas mentes no estaban oscurecidas, que no aceptaron tal dualidad y en diversos tiempos trabajaron junto a los oprimidos por la liberación de todos.

Un día después de muchos, de demasiados días, los condenados se cansaron de su cárcel. Y la sublevación tomó distintos rumbos. Como la fuerza estaba del lado impío, las tácticas se fueron haciendo cada vez más refinadas.

Así se llegó a lograr que, en algunos lugares, comenzara abrirse la posibilidad de que las morochas y morochos accedieran a similares lujos que los de los pelajes claros. Por ejemplo, comer todos los días, tener una vivienda propia con agua limpia y sanitarios, poder viajar, aparearse con quien cada quien quisiera sin pedir permisos ni bendiciones y tantas otras pequeñas prebendas que hasta entonces habían sido reprimidas, denegadas o restringidas. Lo que es peor, comenzaron a pensar que podían lograr no sólo libertades elementales, sino elegir libremente sin la manipulación y el dominio de nadie.

En otros sitios, sumergidos en muy adversas circunstancias, amplios contingentes se rebelaron emprendiendo el camino hacia aquellos lugares desde donde habían llegado los arrebatadores, al menos para sobrevivir o disfrutar una ínfima parte de aquellas comodidades que les habían sido robadas.

Todo esto por supuesto ya era inaceptable para quienes, ya fueran míseros o miserables, hacían causa común refugiándose en la imaginada blancura de su tersa piel, que en frecuentes ocasiones – al pensar en ello – enrojecía de irritación. Y entonces fueron éstos, los criticados u odiados, los que nunca habían luchado por otros, los que salieron a la calle. Estaban indignados. Tanto o más que aquellos que durante centurias rogaron primero y exigieron después, mejores condiciones de vida primero e idénticas oportunidades después.

La dignidad de los oscuros era fuente de indignación para el poder blanco, quien quería reservar para sí, las bondades de este mundo.

El problema era aún mayor. El mundo se movía velozmente y cada uno se aferraba a lo que podía. Antiguas identificaciones perdían sostén en la avalancha del frenesí en el que la humanidad había entrado. Los cambios ponían en tela de juicio las creencias y las pertenencias. Se jugaba allí algo mucho más contundente que la simple lógica material: para algunos, compartir con el moreno, el indio, el mestizo, el de tez cetrina o azulada, dejar que el extraño entrara en los protegidos confines del bienestar, significaba perder parte de la propia identidad. Conllevaba tener que aceptar que ser diferente y superior, deseo que largamente había constituido el sentido pervertido de la propia existencia, se extinguía de repente al son de himnos igualitarios.

Así, aquellos que sentían amenazada su indiscutible condición por una peligrosa semejanza o por una igualmente peligrosa diversidad, salían a las calles, comentaban las mentiras de los pasquines, aplaudían a los idiotas que vociferaban por las principales cadenas televisivas o se quejaban con el entendido conductor de taxis o con el peluquero cómplice.

Por suerte, todos estos, aunque aún demasiados, eran cada vez menos, mostrando los resabios de un mundo moribundo y sediento de vientos de transformación.

No habrá de eliminarse al racismo por decreto ni ley y tampoco por la imposición de una moral externa, mundana o divina. La violencia declinará al amanecer la bondad. Y ésta habrá de mostrarse al comprender que nada se pierde con abrir el futuro de otros, sino por lo contrario. Para reconciliarse entonces con aquellos errores, será imprescindible no seguir insistiendo con la exclusión, la uniformidad, la violencia o la apropiación. Seguramente no bastará con rehuir individualmente ese mezquino modo de ser, sino que probablemente sea necesario ir más allá, aportando activamente a la superación social de dichas prácticas, sumando al colectivo esfuerzo de humanizar el mundo.

La libertad de todos entonces, hará más amplio el camino de la propia, al mismo tiempo común e inigualable libertad.