En los albores de la humanidad no había ejércitos, la gente vivía en comunidades, eran cazadores recolectores que como no se habían arraigado en territorios, eran normalmente nómadas. En ese marco podían haber enfrentamientos con otras tribus o comunidades por los recursos naturales, pero no era algo planificado, sino más bien escaramuzas que se daban producto de la contingencia inmediata. No había un plan de conquista o defensa.
Los antropólogos no están de acuerdo si fue el paso de su condición de nómada a sedentario, lo que le hizo cambiar su perspectiva de sí mismo y de la sociedad en la que vivía y convivía. Un sedentarismo en el que el hombre tuvo la oportunidad de tener un territorio en lo tribal, y un terreno propio también en lo personal. Eso cambió totalmente sus ideales existenciales y sociales. Empezó a ser consciente de la propiedad privada, de los terrenos que cultivaba en forma personal y familiar, para luego pensar en que era mejor tener mano de obra para cultivar su tierra y criar sus animales.
Sin embargo, esta nueva condición personal y social, en la cual había terrenos y territorios, generó la necesidad de defenderlos de cualquier otra tribu que quisiera invadirlos y apropiarse de ellos. La situación así estaba dada para que hubiera personas que defendieran esta propiedad privada tanto personal como social, es decir, el territorio en el cual estaba establecida la tribu.
Estaba así todo dado para que existiera un grupo organizado de personas que defendieran todas estas pertenencias. En un principio probablemente la defensa la hacían los mismos dueños de los terrenos, pero como luego tenían empleados a su servicio, era mucho mejor que lo defendieran ellos, no personalmente. Esta organización social permitió el nacimiento de los ejércitos.
Ahora, bien esta institución supuestamente defensiva en un principio, cedió frente a la ambición social de conquistar otros territorios con más recursos naturales, con más agua, con mejor clima, etc., por lo que pasó de ser una organización defensiva a una agresiva, conquistadora, como hemos aprendido a través de los libros de historia. Las conquistas territoriales no solamente fueron tales, sino que además se tomaron prisioneros, rehenes, que los dueños de los terrenos aprovecharon para cultivar sus tierras, para pastorear sus animales, para construir su casa, sus silos, un templo para la comunidad, o un edificio, etc. Nacía entonces la esclavitud en todo su esplendor. Mano de obra gratuita para contribuir a la producción agrícola y para la construcción de caminos y pueblos. Otra clase social se incorporaba a la sociedad ya no tribal, sino más bien estadual.
Una casta social nueva también estaba emergiendo con fuerza y poder, los ejércitos, la clase militar, que ya no solamente estaba dedicada a defender los nacientes reinos, sino de conquistar nuevos territorios en donde hubiera riquezas naturales de cualquier índole, con el fin obvio de satisfacer los requerimientos de reyes y clérigos, las dos castas más importantes de la sociedad antigua, y edificar monumentales palacios y templos para la gloria de Dios y su representante, el Rey.
Comenzaba así la historia de la humanidad tal como nos la cuentan los historiadores, una historia de eternas luchas por el poder, por la riqueza, por la ambición de formar imperios gigantescos y así dominar el planeta completo. Así ha sido hasta nuestros días.
Para lograr todas estas conquistas y defenderlas estaban los ejércitos que planificaban todas las invasiones en estrecha alianza con los reyes, hacían matrimonios por conveniencia para acrecentar su poder y su territorio, y enviaban
a los miembros de las clases más bajas a pelear las guerras que demandaban las conquistas de nuevos territorios.
Lo que empeoró tal estado de cosas es la heroificación de los reyes y líderes guerreros, soldados gloriosos y príncipes casi deificados porque a través de su heroísmo y valentía lograron establecer imperios majestuosos en cuyos dominios no se ponía el sol. Pero si el rey era un pacifista preocupado del bienestar de su comunidad, y de los derechos de todos a vivir en paz, entonces era un rey abúlico, indigno del cargo que ostentaba.
Así fue nuestro desarrollo histórico, adulando y glorificando a los grandes héroes conquistadores, y deplorando y despreciando a los gobernantes conscientes, que otorgaban valor a la persona humana. Un claro ejemplo de los anterior fue la exaltación de los militares que conquistaron América y África, que en sus intrépidas incursiones dejaron millones de muertos, saquearon sus riquezas naturales explotando hasta la muerte a los indígenas locales: En cambio líderes como Jesús o Gandhi fueron despreciados en su momento y asesinados, por no convertirse en líderes guerreros poderosos, que sacudieran del yugo a su pueblo.
Solamente han sido reconocidos en el transcurso de las centurias.
Esa suerte de admiración que han despertado los héroes militares, se pueden ver en las estatuas que adornan nuestras plazas y parques, glorificando la valentía y la gallardía de ellos, rindiéndoles culto y honores militares y civiles. Incluso en el cine y la televisión se los engalana de virtudes, que los rodean de un aura propia de grandes personajes, con valores como rectitud, lealtad, ecuanimidad y maganimidad, que en muchos casos distaron mucho de poseer.
Todos hemos sido educados en colegios en los que se exaltan las grandes proezas militares de nuestros héroes patrios, como un modelo de virtud patriótica que todos debemos imitar y glorificar. Así naturalizan en nosotros el culto a las glorias militares armadas, y por extensión la defensa armada de la patria, que constituye una guerra justa, en aras de la cual debemos dar la vida si es necesario. Para afianzar esta mentalidad nos inculcan un amor a la patria, como un valor supremo que está por encima de todas las otras patrias que nos rodean, y que en ningún caso son tan valiosas como la nuestra.
Lo que no nos dicen es que la patria no es nuestra, tiene dueño, y los dueños no somos nosotros, sino que lo son los propietarios de los grandes consorcios financieros, las grandes empresas, es decir el gran capital, que es el que nos da trabajo para sustentarnos a nosotros y a nuestras familias. Esa es la patria por la cual tenemos que combatir.
Esta naturalización de la guerra justa, honorable, virtuosa, se ha consagrado durante siglos, y con ella el desarrollo de la industria militar, fabricantes de armas que han hecho de la inseguridad, de la inestabilidad, y de las guerras mismas, un negocio sumamente lucrativo. La toma de razón de este gran beneficio hace ya un par de siglos, ha hecho a esta industria desarrollar armas cada vez más sofisticadas y caras, y para venderlas, los Estados que las desarrollan, estimulan una política exterior que promueve una competencia feroz, que desemboca en una situación de inseguridad internacional que obliga a todos los países a armarse hasta los dientes. Negocio redondo.
Ahora bien, quienes están facultados para manejar y usar estas armas son los ejércitos, y son ellos obviamente los principales consumidores y asesores en defensa de todos los gobiernos del mundo. Y como la guerra está naturalizada desde siglos, y los ejércitos también a través del culto a las glorias militares, entonces estamos entrampados en un mundo belicoso en el que algunas economías se han hecho dependientes de la industria armamentística, que es la principal promotora de la inseguridad mundial.
Sin duda este estado de cosas debe terminar porque el mundo no se puede sostener en base a armas y guerras, y de quienes las usan, lo ejércitos. Los gobernantes del mundo deben renunciar al pretendido poder hegemónico
nacionalista y generar un sistema multilateral colaborativo que se aboque a trabajar en forma conjunta para resolver los problemas que enfrenta el planeta. Es preciso un cambio de mentalidad en las esferas de poder y de la industria (eso es lo verdaderamente difícil) que deponga la competencia nacionalista egoica, y sea reemplazada por una que privilegie la unidad por sobre las diferencias, que aspire a la tolerancia sobre las formas de vida políticas, sociales y religiosas que cada nación escoja. De esa forma se estimulan las confianzas, desaparecen los conflictos y por fin se puede prescindir de los ejércitos, que constituyen un mal necesario en el mundo de hoy.
De la misma forma es necesario reconvertir la industria armamentista que trabaja a favor de la muerte y la destrucción, por otra que cree productos para el crecimiento social de los pueblos, para su desarrollo, en definitiva, para la vida y el bienestar social. Esto que suena tan utópico, cándido e idealista es la única solución para la supervivencia de la especie humana. Es de esperar que no sea necesario un cataclismo apocalíptico para que este cambio de mentalidad necesaria se haga realidad, se corrijan los rumbos, y se comience a construir sobre lo destruido. Y aunque los escritos proféticos lo avizoran, hagamos votos para que sólo los desastres atmosféricos propios del cambio climático, sean suficientes para que la humanidad se de cuenta de que amarse es muchísimo más productivo que odiarse.