Por Fernando Ayala*

Se ha impuesto en un sector amplio de la izquierda de llamar al golpe de estado de 1973 “cívico-militar” para compartir la responsabilidad entre civiles y militares por igual.

Ello contribuye, más que a cargar la culpa en los sectores políticos que apoyaron el término de la democracia, a aliviar a quienes lo ejecutaron: las fuerzas armadas y carabineros de Chile.

Si fuera por dar la real denominación al golpe debiéramos entonces incluir a un poder foráneo y principal instigador: el gobierno estadounidense del presidente Richard Nixon. Washington, no solo financió a la derecha antes y durante la campaña presidencial de 1970, sino también complotó con generales del ejército de Chile e introdujo, a través de la valija diplomática de la embajada de Estados Unidos en Santiago, las armas con que se asesinó al comandante en jefe del ejército, general René Schneider, un 25 de octubre de 1970.

Todo ello ocurrió pocas semanas antes de que el presidente Salvador Allende asumiera su cargo, el 4 de noviembre de ese mismo año.

Podemos sumar las recientes revelaciones de documentos desclasificados en los Estados Unidos (publicado por CIPER-Chile), entre ellos la agenda de trabajo diaria del presidente Nixon del día 15 de septiembre de 1970 -pocos días después de la elección- donde se muestra que recibió en el Salón Oval de la Casa Blanca a Agustín Edwards, propietario del periódico El Mercurio, medio que encabezó la oposición al gobierno del presidente Allende.

Además, el documento desclasificado señala que ese mismo día Nixon decidió ordenar a la CIA que iniciara las operaciones para impedir que el congreso chileno ratificara el triunfo de Allende en las urnas.

También se indica que Edwards se reunió con el director de la CIA, Richard Helms y otros agentes, a quienes comunicó la determinación de algunos generales del ejército de Chile para romper la prescindencia y la obediencia a la Constitución con el fin de impedir la voluntad popular expresada en las elecciones del 4 de septiembre.

Estados Unidos puso entonces a disposición de los generales golpistas y de extremistas de derecha: armas, dinero e influencia para impedir primero que el electo presidente Allende asumiera. Luego, para que el gobierno fracasara y fuera derribado por las fuerzas armadas chilenas.

Entonces, este golpe fue más que cívico, militar: fue una conspiración urdida en Washington con la participación del presidente Nixon, su secretario de Estado, Henry Kissinger y el director de la CIA.

A esa troika se sumó el sector civil chileno encabezado por Edwards y donde la mano ejecutora fueron las fuerzas armadas y carabineros de Chile.

No es difícil desenredar los intereses que estaban en juego. Para el gobierno estadounidense había dos temas centrales: el efecto que podía tener en América Latina una experiencia exitosa de un régimen de inspiración marxista que accedía al poder por la vía electoral.

Ello, además, podía ser catastrófico para los intereses de la OTAN y de Estados Unidos en Europa, en países como Italia o Francia. Por otro lado, el programa de Allende incluía la nacionalización del cobre, explotado por empresas estadounidense principalmente, y tocaría intereses de otras compañías de ese país.

Para el sector empresarial chileno se trataba de la defensa de sus bancos, empresas y latifundios que ya habían comenzado a ser expropiadas por la reforma agraria iniciada bajo el gobierno de Frei Montalva (1964-70).

Pero ¿qué intereses estaban amenazados para las fuerzas armadas chilenas? Ninguno. Ahí operó simplemente la ideología anticomunista impartida en la doctrina de la seguridad nacional con que fueron educados a partir de los años 60 los oficiales chilenos en la Escuela de las Américas, en Panamá, luego del triunfo de la revolución cubana.

Así las cosas, la identificación de los responsables de la destrucción de la democracia chilena puede parecer más compleja, ya que incluye a una potencia extranjera, a sectores civiles incluyendo parlamentarios, además de las fuerzas armadas.

Sin embargo, la realidad es que fue un clásico golpe de estado latinoamericano al que no debe agregarse adjetivo alguno, ya que solo restan responsabilidades a los altos mandos uniformados que rompieron la Constitución que juraron respetar.

Planearon cuidadosamente el término del Estado de derecho y la eliminación física de dirigentes políticos, sindicales, campesinos y estudiantiles. La máquina de terror se puso en funcionamiento desde el mismo 11 de septiembre, creando campos de concentración y entregando rápidamente atribuciones legales y carta blanca para operar a los órganos de represión creados por las instituciones armadas.

La llamada “Declaración de Principios del Gobierno de Chile” de marzo de 1974 deja claro el carácter refundacional de la dictadura señalando que el país requería de “una acción profunda y prolongada”, agregando que “resulta imperioso cambiar la mentalidad de los chilenos”.

Es decir, los 17 años no fueron improvisados, sino respondían a un diseño donde se desmanteló el Estado y en buena parte se cambió el ADN social del país. Se impuso una dictadura militar cruel y corrupta, con la connivencia de civiles y de la Casa Blanca en la primera década, hasta que dejaron de ser funcionales al sector privado y a la política exterior de Estados Unidos.

Luego, engolosinados con el poder, el dictador y su gobierno tuvieron que buscar una salida al ver que Washington no solo le quitaba el apoyo, sino buscaba el término de la dictadura. Fue lo que hicieron en 1988, cuando el pueblo chileno masivamente puso término al drama que costó la vida de miles, muchos de los cuales continúan desaparecidos hasta el día de hoy.

 

*ex embajador chileno en Vietnam