El 4 de julio 1976 en Argel fue proclamada la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos, que fue el resultado de un proceso complejo que coincidió con la época del surgimiento de muchas nuevas naciones en África y Asia, fruto del anhelo de autodeterminación de los pueblos que cimentó la caída de la dominación colonial.

Como señala el sitio web del Tribunal Permanente de los Pueblos, la Carta de Argel nació de la colaboración de juristas, economistas y personalidades políticas, de un gran número de representantes de los movimientos para la liberación de los pueblos y muchas organizaciones no gubernamentales, estando entre sus principales promotores la Fundación internacional Lelio Basso para el derecho y la liberación de los pueblos, junto a la Liga internacional para los derechos y la liberación de los pueblos.

La elección de Argel se debió a que era un punto de referencia estratégico para los países no alineados, la capital de una nación que tuvo que luchar fuertemente para emanciparse de la dominación colonial en un continente con muchos países que se encontraban en lucha por su independencia política y económica.

Por otra parte, la fecha de la firma de la Carta coincidía simbólicamente con el bicentenario de la Declaración de Filadelfia, por medio de la cual los representantes de las trece colonias inglesas de América del Norte aprobaron la Declaración de independencia de los Estados Unidos, proclamando el derecho de ser libres e independientes de la Corona británica.

Firmada por más de 80 personalidades de la política y de la cultura de todo el planeta, la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos señala la “convicción que el respeto efectivo de los derechos del hombre implica el respeto de los derechos de los pueblos”. Sus 30 artículos breves explican y codifican esta ampliación colectiva de derechos individuales: derecho a la identidad nacional y cultural; derecho a la autodeterminación política y económica; derecho a la cultura, al medioambiente, a los recursos comunes; derecho de las minorías y las garantías necesarias para hacer efectivos estos derechos.

En la introducción de ese importante documento, que ha servido de base para la actuación posterior del Tribunal Permanente de los Pueblos, puede leerse un contexto que aún hoy, varias décadas después, no ha perdido totalmente su vigencia.

«El imperialismo, con procedimientos pérfidos y brutales, con la complicidad de gobiernos que a menudo se han autodesignado, sigue dominando una parte del mundo. Interviniendo directa e
indirectamente, por intermedio de las empresas multinacionales, utilizando a políticos locales
corrompidos, ayudando a regímenes militares que se basan en la represión policial, la tortura y la
exterminación física de los opositores; por un conjunto de prácticas a las que se les llama neo-
colonialismo, el imperialismo extiende su dominación a numerosos pueblos.»

Y al igual que entonces, la imposición de esquemas injustos, sea por la fuerza bruta o a través de herramientas más sutiles, no cuenta con la ciega aceptación de los pueblos. A pesar de todas las maniobras, retrocesos, demoras o aun errores de coyuntura, nada puede frenar la intencionalidad de los pueblos hacia su emancipación.

En un marco de acelerada mundialización, signado por la plena conexión e interdependencia, ese impulso de liberación debe traducirse en la actualidad en colaboración y convergencia, dejando atrás todo trazo de dominación o competencia. Aunque cueste hoy un gran esfuerzo ver las señales de un mundo que nace y un nuevo momento de la Historia, la civilización planetaria ha comenzado y muestra ya el plano del futuro: la construcción de una Nación Humana Universal.