Por Andrew Firmin*

Las elecciones en Turquía no han producido el cambio que muchos pensaban. Ahora, grupos de mujeres, personas LGBTIQ+ y periodistas independientes se encuentran entre los que temen lo peor.

Recep Tayyip Erdoğan, que ha dirigido el país durante dos décadas, primero como primer ministro y después como presidente, se impuso en la segunda vuelta electoral del 28 de mayo, con 52,2 % de los votos, frente a su oponente, Kemal Kılıçdaroğlu, con 47,8 %.

Las elecciones representaron la mayor prueba electoral de Erdoğan. Los preparativos estuvieron dominados por la crisis por la elevación del coste de la vida. Muchos señalaron a las políticas económicas poco ortodoxas en las que insistió Erdoğan como responsables de su empeoramiento, tales como bajar las tasas de interés en lugar de subirlas en respuesta a la inflación.

También desataron la ira la reacción a los devastadores terremotos que sacudieron Turquía y Siria en febrero, causaron más de 50 000 muertos y dejaron sin hogar a cerca de 1,5 millones de personas en Turquía. Se acusó al gobierno de lentitud en la respuesta y de haber pasado por alto las normas de construcción.

Erdoğan ha superado estos obstáculos, aunque con una ajustada victoria. La apretada votación demuestra que muchos turcos querían un cambio. Pero tras unas elecciones profundamente polarizadas, no hay indicios de que Erdoğan vaya a moderar su forma de gobernar.

El dominio mediático

Erdoğan se impuso a pesar de enfrentarse a una oposición unida en la que seis partidos dejaron de lado sus diferencias. Su objetivo era poner fin a la forma de gobierno híper presidencialista de Erdoğan y volver a convertir a Turquía en una democracia pluralista en la que el parlamento pueda actuar como control del excesivo poder presidencial.

Un enfoque similar se intentó en Hungría el año pasado, cuando los partidos se unieron para tratar de derrocar al autoritario Viktor Orbán, y también fracasaron.

Algunos de sus retos eran similares. Ambos se vieron obligados a luchar en un panorama mediático muy desigual, en el que los medios de comunicación -estatales y privados, propiedad de empresarios estrechamente relacionados con el gobierno- se centraban casi exclusivamente en el partido en el poder y privaban de tiempo de emisión al aspirante opositor.

Los observadores de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa concluyeron que, si bien las elecciones habían sido competitivas, el terreno de juego no estaba nivelado, y que las restricciones a la libertad de expresión y la parcialidad de los medios de comunicación daban a Erdoğan una ventaja injustificada.

A lo largo de sus 20 años, el presidente turco ha concentrado el poder en su persona y ha reprimido la disidencia. En 2017, Erdoğan impulsó cambios que convirtieron un sistema parlamentario en uno intensamente presidencialista, poniendo en sus manos poderes prácticamente ilimitados.

Y los ha utilizado. Turquía es ahora el cuarto país del mundo que más periodistas encarcela, con cargos de terrorismo aplicados comúnmente, y el número de juicios y la duración de las sentencias van en aumento.

El deterioro del clima para la disidencia quedó patente tras los terremotos, cuando se detuvo a personas por criticar la respuesta del gobierno. Durante la campaña electoral se denunciaron varias agresiones y obstrucciones a periodistas.

Carrera a la baja

En las pasadas elecciones, Erdoğan hizo campaña sobre su historial económico. Pero esta vez, la crisis económica y la destrucción causada por el terremoto le impidieron insistir en esos puntos, por lo que recurrió a otra arma, desplegando una táctica que los nacionalistas y populistas utilizan en todo el mundo: la retórica de la guerra cultural.

La oposición fue constantemente difamada por su supuesto apoyo a los derechos de las personas LGBTIQ+, mientras Erdoğan se posicionaba como firme defensor de la familia tradicional. Este mensaje persistió a pesar de que la oposición tenía poco que decir sobre cómo revertir los ataques del presidente candidato contra los derechos de las mujeres y de las personas LGBTIQ+.

La estrategia de guerra cultural se combinó con un fuerte llamamiento nacionalista. Los oponentes políticos fueron presentados como extremistas y aliados de terroristas. Esto se vio reforzado por vídeos falsos de la campaña -uno de los muchos ejemplos de desinformación de la campaña- que afirmaban mostrar a miembros de una organización terrorista prohibida apoyando a Kılıçdaroğlu.

También se atacó a los refugiados sirios. En Turquía hay 3,6 millones de ellos. Han cruzado la frontera huyendo de la brutal guerra civil de 12 años y de las grotescas violaciones de los derechos humanos. Pero el declive económico de Turquía ha provocado un aumento de la xenofobia, que ha alimentado la violencia, exacerbada por la retórica política.

Quien ganara las elecciones prometía ser una mala noticia para los refugiados. La oposición reaccionó a los ataques de Erdoğan prometiendo ser aún más dura con el retorno de los refugiados. En el último tramo de la campaña, ambos bandos se lanzaron mensajes discriminatorios e incendiarios.

La apelación más auténtica al nacionalismo y a los valores socialmente conservadores de Erdoğan acabó imponiéndose. El presidente parece haber convencido a un número suficiente de personas de que es la única persona capaz de sortear la crisis actual. Al igual que en otros países, como Hungría y El Salvador, la mayoría de los votantes han abrazado el autoritarismo.

¿Y ahora qué?

Sin duda, el espacio cívico fuertemente restringido de Turquía y el panorama profundamente sesgado de los medios de comunicación desempeñaron un papel importante. Pero incluso reconociendo estas barreras, la oposición tendrá que hacer un examen de conciencia antes de las elecciones municipales del próximo año si espera mantener el control de los gobiernos de las principales ciudades.

Al haber fracasado la estrategia de imitar la retórica de Erdoğan sobre los inmigrantes y el terrorismo, deben encontrar una forma de conectar con los votantes con un mensaje más positivo.

Erdoğan también tiene ante sí retos inmediatos, como la situación de la economía. El reelegido presidente pudo ofrecer algunos incentivos preelectorales, como el aumento del salario mínimo y el suministro temporal gratuito de gas, respaldado por el apoyo de Estados no democráticos, como Rusia, con la que ha entablado relaciones más cálidas.

El gobierno ha reducido significativamente sus reservas de divisas y oro para tratar de apuntalar la lira turca, que alcanzó un mínimo histórico tras confirmarse la victoria de Erdoğan.

Es de esperar que el presidente reaccione ante nuevas dificultades económicas intensificando su autoritarismo para intentar silenciar a los críticos. Los que ya están en el punto de mira -refugiados, personas LGBTIQ+, mujeres, activistas kurdos y la sociedad civil que defiende sus derechos y periodistas independientes que informan de sus historias- seguirán en la línea de fuego.

Pero los 25,5 millones de personas que votaron contra Erdoğan merecen tener voz. El gobernante tiene que cambiar los hábitos de toda una vida, mostrar cierta voluntad de escuchar y crear consenso. Los aliados democráticos de Turquía deben alentarle para que vea que le conviene hacerlo.

 

*Andrew Firmin es redactor jefe de Civicus, codirector y redactor de Civicus Lens y coautor del Informe sobre el Estado de la Sociedad Civil de la organización.

 

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