El periodista y poeta mexicano sostiene que no se debe comparar la dictadura Ortega-Murillo con “regímenes revolucionarios desgastados pero auténticos, como Cuba o Venezuela”, y tampoco con la “ola progresista” latinoamericana. Por el contrario, la revolución popular degeneró en un “populismo clientelar” y corrupto que se ha convertido, de hecho, en una dictadura familiar.

Por Hermann Bellinghausen Y Otras Miradas

Ningún país debería expulsar y quitar la nacionalidad a su gente. Ni siquiera a los criminales. A veces los expulsados son algunos de sus mejores hijos, como sucedió con la Alemania nazi y la España franquista. Denota mezquindad, abuso, extravío de la razón de Estado. Ahora lo vemos en Nicaragua. Si no fuera tan terrible y aberrante el régimen retro-sandinista, movería a risa la dupla Daniel Ortega-Rosario Murillo con su obsesión bananera por el poder, vagamente pintada de izquierda, merced a la historia heroica y digna de la revolución liberadora que el comandante y su círculo usurparon hace muchos años.

En realidad, después de 1979 la revolución sandinista fue un breve verano. Una década o poco más. Luego, en vergüenza, debió convivir con sus opositores de centro y derecha. Como de costumbre, en aquello pesaba la intervención descarada de Estados Unidos contra un régimen “comunista” para desestabilizarlo (en este caso mediante la “Contra”) desatando los demonios de una guerra civil. A la larga se hicieron del poder los peores de entre los que parecían los mejores. El síndrome de Camboya.

El presunto “antiimperialismo” del gobierno nicaragüense actual permite que todavía se lo traguen observadores de izquierda en Latinoamérica y Europa, y volteen al otro lado mientras continúan empobreciéndose la libertad, la vida cultural, política y material del país.

Resulta ocioso comparar el orteguismo con regímenes revolucionarios desgastados pero auténticos como Cuba o Venezuela, así como es inútil equipararlos con la “ola progresista” y democrática que, con sus vaivenes, caracteriza hoy a la región. Lo de Nicaragua hace mucho que dejó de tener vestigios de revolución popular, mal disfrazada bajo un populismo clientelar que, desde sus buenos y ochenteros tiempos, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) tuvo a mal imitar al priísmo mexicano y naufragó en la bochornosa “piñata”. A la vuelta del tiempo y los cambios el gobierno secuestrado por Ortega degeneró en una red de privilegios corruptos, que acentúa esa desigualdad que la revolución sandinista prometía eliminar.

Atrapada en la dictadura familiar orteguista, la nación centroamericana padece una penosa comedia dictatorial; ni El Salvador de Bukele, ni la Guatemala de Giammattei lucen tan desoladores, mientras las poco exploradas ligas del orteguismo con el narcotráfico internacional hacen de Nicaragua santuario y trampolín para el trasiego de drogas hacia el norte.

Las últimas andadas de Ortega (y miren que lleva tantas, de violador serial a ladrón de elecciones, traidor a sus ideales, perseguidor de estudiantes y etnocida de los pueblos originarios) confirman el desastre. Mediante el encarcelamiento arbitrario e ilegal de sus oponentes políticos (incluyendo en el colmo del descaro ¡a los otros contendientes para su cargo!) borró los últimos vestigios de democracia y elecciones libres que pudieran quedar. Destruyó periódicos, apagó radiodifusoras, prohibió partidos políticos, desmanteló organismos civiles, montó linchamientos mediáticos y políticos a quienes cuestionan su régimen.

Ahora ha designado “co-presidenta” a su consorte y cómplice Rosario Murillo, paródica Lady Macbeth de un Estado convertido en negocio personal. Esa autocracia pareciera la maldición histórica de Nicaragua, y no sólo por la dinastía Somoza; la tradición se remonta al siglo XIX. Hasta un filibustero gringo –antepasado de los Bush- fue presidente, lo cual convierte a Nicaragua en el único país, aparte de Estados Unidos, que ha sido gobernado por un estadounidense.

Finalmente, el pasado 9 de febrero excarceló a 222 presos políticos, les retiró la nacionalidad con el aval palero de su Congreso, y luego amplió con 94 más la lista de “desnacionalizados”. La decisión de Ortega no tiene precedente en el hemisferio occidental por su volumen y su alcance, según analistas y expertos legales.

Peter J. Spiro, profesor de Derecho Internacional en la Universidad de Temple, señaló que quitar la ciudadanía en este contexto incumple un tratado adoptado en 1961 en la Organización de las Naciones Unidas por varios países, incluida Nicaragua, y que fijaba normas claras para evitar apátridas (Los Angeles Times 13/2/23). Dicho tratado establece que los gobiernos no pueden “privar a ninguna persona o grupo de personas de su nacionalidad por motivos raciales, étnicos, religiosos o políticos”. Para Spiro, “esto es un destierro, y el destierro es la antítesis del concepto moderno de derechos humanos”.

Algo que no pretendieron los revolucionarios en Cuba, Venezuela, ni la misma Nicaragua, ante el éxodo de las burguesías (los “gusanos”) y los enemigos de sus revoluciones. Dictadores tipo Franco, Pinochet o Videla no pudieron quitar a sus exilados lo español, lo chileno, lo argentino. A la larga, tampoco Ortega-Murillo podrán sostenerlo. ¿Cómo arrebatarle Nicaragua a Sergio Ramírez y Gioconda Belli, escritores muy queridos y admirados en el ámbito hispánico, inseparables de su tierra en vida y obra? Viven y vivirán cuando los Ortega sean detritos de la historia.

Tan pobres son moralmente los dos dictadores de Nicaragua que se atreven a empobrecer más la cultura y la historia de un país de suyo desigual y sufriente. Tierra de poetas espléndidos, para envidia de la muy limitada poeta que alguna vez fue Rosario Murillo, seguirá siendo cantada y rescatada por la palabra de sus hijos verdaderos.

En los análisis recientes se considera que estas expulsiones (y la atrocidad política de encarcelar y “desnicaragüizar” al obispo Rolando Álvarez, el apátrida más connotado del mundo actual, a quien ni el Estado Vaticano ha podido rescatar) muestran síntomas de debilidad internacional e interna del orteguismo. No necesariamente es así. La tibieza de los gobiernos latinoamericanos progresistas ante los hechos, tanto como la aparente inacción de Washington, indican poca presión sobre el dictador.

Una importante portavoz del sandinismo traicionado, Mónica Baltodano, escribía sobre el etnocidio de indígenas poco antes de la declaración de apátridas a los oponentes de Ortega: “Reunidos el pasado 5 de enero en Bilwi, cabecera de la Región Autónoma del Caribe Norte (RACN), catorce representantes de pueblos originarios Misquitus y Mayagnas firmaron una Proclama denunciando agresiones a sus lenguas, culturas, costumbres, tradiciones y a sus tierras legítimas, por los gobiernos de turno, deteniéndose, en particular, en lo que están sufriendo desde 2007 con la llegada del dictador Daniel Ortega al poder”.

“La invasión de las tierras indígenas comenzó en la década de 1990, cuando se entregó terrenos a desmovilizados del Ejército y de la Resistencia (Contra), enfrentados en la década revolucionaria, pero el incremento de ocupaciones y la violencia con decenas de muertos inició desde el año 2012”.

Baltodano recuerda enseguida las protestas masivas de hace un lustro: “En 2018, el régimen de Ortega fue señalado como responsable de crímenes de lesa humanidad. En respuesta, expulsó a funcionarios de la CIDH, ilegalizó a las principales organizaciones de defensa de derechos humanos y capturó cientos de personas en ciudades del Pacífico y centro de Nicaragua” (Desinformémonos, 28/1/2023).

Las dictaduras, por escandalosas e impresentables que aparezcan a los ojos del mundo, pueden durar mucho. La de Ortega ya lleva rato. Al interior del país, las bases leales al “sandinismo” oficial, capaces de llenar las plazas y de apalear a los inconformes, así como la lealtad (o el control) de las fuerzas armadas, parecieran suficientes para mantener el régimen por un tiempo indeterminado, aún con un país en bancarrota y con las cárceles llenas de perseguidos políticos.

Finalmente, todas las perversiones dictatoriales y golpistas del último medio siglo latinoamericano han terminado cuando es el propio pueblo el que dice basta. ¿Están ya dadas las condiciones para que los nicaragüenses se liberen de su viejo comandante “liberador”? ¿O hasta cuándo?


Este trabajo es parte del especial Sueños Robados. La decadencia de la tiranía en Nicaragua. Trabajo de periodismo colectivo coordinado por la alianza Otras Miradas con la colaboración de: Desinformémonos de México, los medios nicaragüenses Divergentes, Despacho 505, Expediente Público, Agencia Ocote de Guatemala y Público de España.

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