Notablemente, no solo una inmensa cantidad de católicos húngaros –incluyendo sacerdotes y religiosas- manifestaron durante la segunda guerra mundial actitudes de manifiesto amor a los judíos, incluyendo conductas de arriesgar la propia seguridad y la vida en la tarea autoimpuesta de contribuir a salvarles la vida.

Ella se dio, en mayor o menor grado, en todos los países de Europa. En la misma Alemania nazi se conoce de varios casos en ese sentido. Quizás los más destacados fueron los del propio obispo de Berlín, Konrad von Preysing; de sus estrechos colaboradores: el sacerdote Bernhard Lichtenberg y Margareta Sommer; y, por
otro lado, del jesuita Alfred Delp y de Gertrud Luckner. Lichtenberg, con el respaldo de Preysing creó la Ayuda Especial de la Diócesis de Berlín, con la finalidad de ayudar a los judíos y perseguidos del nazismo en general.

Y además se convirtió en uno de los pocos sacerdotes que siempre alzó la voz para condenar los crímenes nazis. Como resultado de ello, fue finalmente detenido en 1941 y condenado en 1942; muriendo en 1943, durante su traslado al campo de concentración de Dachau.

Margareta Sommer fue quien le sucedió en la labor de dirección de la Ayuda Especial de la diócesis, una vez que Lichtenberg fue detenido. Alfred Delp se distinguió por su ayuda a judíos a huir de Alemania; y por participar en grupos disidentes. Por lo mismo fue finalmente ejecutado en febrero de 1945. También cumplió
una labor muy destacada la trabajadora social Gertrud Luckner, quien viajó por el país organizando “una red clandestina de apoyo a través de las células de Cáritas (organización católica de beneficencia)”; y, al mismo tiempo, “continuó con su trabajo en Friburgo, pasando de contrabando judíos a través de los cercanos límites
de Suiza y Francia y manteniendo a aquellos que no podían emigrar” (Michael Phayer.- The Vatican and the Holocaust 1930-1965; Indiana University Press, Bloomington, 2000; p. 115). Fue arrestada por su labor en marzo de 1943 y llevada al campo de concentración femenino de Ravensbrück, donde fue maltratada y enfermó gravemente. Sobrevivió largamente a la guerra convirtiéndose en una destacada líder europea del diálogo católico-judío (ver ibid.; p. 117).

Respecto a Polonia, “el historiador Lawrence Baron afirma que miles de polacos fueron ejecutados, como el sacerdote Maximilian Kolbe, o murieron en campos de concentración por tratar de ayudar a judíos” (Ibid.; p. 113). Además, en ese país se creó la organización Zagota conformada por católicos laicos liderados por la
escritora Zofia Kossac-Szczucka y que fueron ayudados por muchos sacerdotes y monjas como Matylda Getter, quien fue Superiora de las Hermanas Franciscanas de la Familia de María en Varsovia. A su vez, Getter dispuso, por propia iniciativa, los conventos y orfanatos de su congregación para ocultar a los judíos y asistirlos con comida y ropas. Ayudó también a los judíos de los guetos y proveyó de falsos certificados de bautismo para salvarlos de los nazis. Asimismo, “varias otras hermandades actuaron de propia iniciativa para rescatar judíos: las Ursulinas, las Hermanas de la Caridad, las Siervas de María y la Orden de la Inmaculada Concepción (…) Muchas hermanas pagaron con su vida la ocultación de judíos. Ocho siervas de María fueron ejecutadas por negarse a entregar judíos. Los nazis ejecutaron a Ewa Noyszewska, Madre Superiora de la Orden de la Inmaculada Concepción, por la misma razón” (Ibid.; pp. 121-2).

En Francia se creó también una organización católica, Amitié Chretienne –y con su periódico clandestino Cahiers du Temoignage Chretien- fundada por laicos liderados por la estudiante Germaine Ribiére y que recibió el apoyo de un grupo de jesuitas –“rebeldes” contra su jerarquía ultra-conservadora- liderados por
Pierre Chaillet y sin ningún apoyo vaticano (ver ibid.; p. 127). También es importante resaltar que cuando en 1942 comenzaron las deportaciones de judíos para su exterminio hubo tres obispos que protestaron públicamente: el cardenal arzobispo de Lyon, Pierre Gerlier; el arzobispo de Tolouse, Jules-Gerard Saliege; y el obispo de Montauban, Pierre Théas (ver John Morley.- Vatican diplomacy and the Jews during the Holocaust 1939-1943; Ktav Publishing House, New York, 1980; pp. 57 y 59). Y fue notable el compromiso de muchos sacerdotes en defensa de los judíos y de los perseguidos en general, que repercutió en que en el país “231 sacerdotes fueron ejecutados por los nazis” (Phayer; p. 131). A su vez, en la labor de apoyo sacerdotal a los judíos sobresalió el monje capuchino Marie Benoit, que en Marsella “transformó su monasterio en un centro de rescate, ayudando a centenares de judíos y de refugiados antinazis a ocultarse o escapar del país” (Susan Zuccotti.- The Italians and the Holocaust. Persecution, Recue and Survival; Peter Halvan, London, 1987; p. 209). Luego de la ocupación de toda Francia por los alemanes, se trasladó a Niza (ocupada por los italianos) donde siguió trabajando por los judíos. Y después de la caída de Mussolini –en julio de 1943- se trasladó a Roma, donde con el nombre de Maria Benedetto ¡se hizo cargo de la sección romana de la agencia judía Delasem (Delegazione per l’Assistenza agli Ebrei Emigranti)!

En Roma la hizo operar en el monasterio capuchino de Vía Sicilia: “Los archivos de Delasem fueron escondidos allí, las reuniones se hicieron regularmente y los refugiados eran citados y conducidos a sus hogares de ocultación a través de la ciudad. El padre Benedetto y sus asistentes, generalmente otros sacerdotes, arrendaban habitaciones en hoteles y pequeñas casas de huéspedes y proveían a los fugitivos con documentos. Y, lo más peligroso de todo, los visitaban a menudo para llevarles alimento, ropa, dinero y apoyo moral. En una ciudad llena de tropas de las SS y espías fascistas nadie estaba a salvo. Los correos disfrazados de cualquier manera eludían a sus perseguidores y muchas veces se escapaban apenas” (Zuccotti; p. 210). Además de los fondos propios, contó con el apoyo financiero de la organización judía humanitaria estadounidense American Joint Distribution Committee y “el padre Benedetto no recibió dinero del Vaticano” (Ibid.).

Pero sin duda que, proporcionalmente hablando, fue Italia el país europeo donde, lejos, los católicos más ayudaron a los judíos. Así, de 37.000 judíos italianos, se deportaron 4.439 (12%); y de los 8.100 judíos extranjeros, 1.915 (23,6%). Y es importante resaltar que la mayor parte de estos últimos –la mitad de los cuales había llegado después de 1938- no tenían dinero, documentos ni conocidos; y ni siquiera la posibilidad de hacerse pasar por católicos dada la barrera idiomática, siendo completamente dependientes de los no judíos. De este modo, la bondad italiana hacia los judíos fue superada en Europa solo por la luterana Dinamarca (ver ibid.; p. 146).

En concreto, “hubo miles de corajudos no judíos que arriesgaron todo para ayudar a sus compatriotas judíos. Algunos pagaron con sus vidas y con la vida de sus seres queridos” (Ibid.; p. 224). Así, por ejemplo, “Pío Troiani, de Borbona di Rieti, fue fusilado con su hijo y su hermano por refugiar a una variedad de fugitivos: judíos, prisioneros de guerra británicos y ex soldados italianos. Torquato Fraccon, un activo laico católico de Vicenza, fue deportado con su hijo de dieciocho años por ayudar a judíos. Ninguno retornó (…)

Giuseppe Sala, presidente de la Sociedad San Vicente de Paul (…) sufrió torturas y privaciones por dos meses en la cárcel San Vittore en Milán. Antes y luego de su arresto ayudó a centenares a encontrar lugares para ocultarse, y enviarles alimentos, dinero y ropas a través de una red clandestina de apoyo” (Ibid.; pp. 224-5).

A su vez, la gran labor de sacerdotes y religiosos en ocultar y sustentar a los judíos, por propia iniciativa, tuvo también un alto costo: “Al menos 170 sacerdotes fueron asesinados en matanzas de represalia durante la ocupación (alemana) por ayudar a antifascistas y judíos. Varios fueron golpeados o torturados de otra forma hasta la muerte, o con disparos en la nuca, o colgados o degollados por alemanes e italianos. Centenares fueron deportados” (Ibid.; pp. 208-9).

A título ejemplar merece resaltarse el caso del puerto de Ancona en que un intento de redada de judíos programado para el 9 de octubre de 1943 “falló en producir resultados cuando un sacerdote católico, Don Bernardino, le avisó al rabino Elio Toaff. A su vez el rabino le aconsejó a su congregación de no ir a los servicios del Yom Kippur en la sinagoga ese día. Una simultánea redada en el viejo gueto de Ancona no encontró a nadie en casa. Ancona fue verdaderamente afortunada. Pese al hecho de que por su tamaño su comunidad judía de 1.031 personas la ubicaba décima en la nación de acuerdo al censo de 1938, solo diez judíos de la ciudad fueron deportados durante el Holocausto y uno de ellos retornó” (Ibid.; p. 155).

Además, a diferencia de los demás países europeos, hubo en Italia numerosos obispos y sacerdotes adjuntos que trabajaron firmemente en defensa de los judíos en la Italia ocupada por los alemanes. Por ejemplo, el cardenal arzobispo de Génova, Pietro Boetto y Francisco Repetto. En Turín, el arzobispo Maurilio Fossati y Vincenzo Barale. En Florencia, el cardenal arzobispo Elia Dalla Costa con la ayuda del dominico Cipriano Ricotti y del párroco Leto Casini. En Milán, el cardenal arzobispo Ildefonso Schuster y Paolo Liggeri. En Asís -donde no había organizaciones judías- el propio obispo, Giuseppe Plácido Nicolini, tuvo la iniciativa con el apoyo del canónigo Aldo Brunacci y del franciscano Rufino Nicacci. Y en Trieste, el obispo Antonio Santin, pidió incluso públicamente el respeto de los judíos en presencia de autoridades nazis y fascistas, sin suscitar represalia alguna. Además, también apoyaron a los judíos los obispos de Lucca, Foligno y Carpi. Todos ellos asumieron su tarea con total independencia del Vaticano (ver ibid.; pp. 210-12; y Susan Zuccotti.- Under his very Windows. The Vatican and the Holocaust in Italy; Yale University Press, New Haven, 2002; pp. 234-64 y 277-90).

Y mención especial requiere la labor de salvación de judíos efectuada por el nuncio (“delegado apostólico”) en Turquía, el arzobispo Angelo Roncalli, futuro Papa Juan XXIII. Además de insistir infructuosamente para que el Vaticano diseñara políticas en ese sentido, su intercesión salvó a miles de judíos húngaros, croatas
y búlgaros, asistiéndoles en su emigración a Palestina ayudado por ¡el embajador alemán, Franz von Papen!, quien había cumplido un importante rol en la ascensión de Hitler al poder en 1933, pese a haber pertenecido al Partido Católico del Centro. El propio Roncalli puso en conocimiento público el apoyo de von Papen al declarar ante el Tribunal de Nüremberg que “no quiero interferir con ningún juicio político de Franz von Papen; yo sólo quiero decir una cosa: me dio la posibilidad de salvar la vida de 24.000 judíos” (Peter Hebblethwaite.- Pope John XXIII. Shepherd of the Modern World; Doubleday, New York, 1985; p. 196).

Y como reveló el escritor y periodista australiano, Desmond O’Grady, en la causa de beatificación de Juan XXIII “se conoció que el dinero que Roncalli (…) usó para comprar la libertad de los judíos ‘venía del embajador de Hitler en Turquía (…) un católico que no quería que los nazis ganaran la guerra’” (James Carroll.- Constantine’s Sword. The Church and the Jews; A Mariner Book, New York, 2002; p. 685).