La conducta papal reacia a defender a los judíos continuó hasta el final de la guerra con el caso de Hungría. Recordemos que el propio Pío XII –como Eugenio Pacelli en 1938 al inaugurar el Congreso Eucarístico- había apoyado las leyes antisemitas que estaba aprobando en ese momento el Parlamento Húngaro; aprobación que además contó con la aprobación de dos miembros eclesiásticos del Congreso: el cardenal Jusztinian Seredi y el obispo Gyula Glattfelder. Luego, el gobierno autoritario de derecha húngaro de Miklos Horthy que se había establecido en 1920, fue un aliado poco confiable de Hitler durante la segunda guerra mundial. Siempre buscó sacar las máximas ventajas posibles de su vínculo con los nazis, pero sin romper todos los puentes con los Aliados, más aún cuando las perspectivas de la derrota del Eje se vislumbraban cada vez más claras. El hecho fue que finalmente los nazis ocuparon Hungría en marzo de 1944, dejando todavía unos meses a Horthy en la presidencia.

Dado todos los precedentes era evidente que Alemania procedería e exterminar a todos los judíos húngaros (cerca de 750.000) que pudiese. Como hemos visto, eso lo sabía perfectamente el Vaticano
desde 1942. Y considerando, además, que Hungría era un país mayoritariamente católico y que ¡ya era claro que los nazis serían derrotados!, los efectos de una denuncia pública de las atrocidades de los nazis y de un llamado a los católicos húngaros y de toda Europa a defender a los judíos, podía haber tenido particular eficacia en este caso. En previsión de ello el 24 de marzo la Oficina de Estados Unidos para los Refugiados de Guerra (US. War Refugee Board) le solicitó a Pío XII su intervención en favor de los judíos (ver John Cornwell.- El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005; p. 359), pero Pío XII continuó en silencio…

Finalmente en mayo comenzó una masiva y rápida deportación de los judíos húngaros a los campos de la muerte; organizada por el propio Adolf Eichmann. Frente a ello, el representante de Estados Unidos en el Vaticano, Harold Tittmann, “le rogó a Pacelli el 26 de mayo que recordara a las autoridades húngaras (muchas de ellas católicas) las implicaciones morales de los ‘asesinatos en masa de hombres, mujeres y niños desamparados” (Ibid). También el delegado apostólico en El Cairo recibió peticiones de dirigentes judíos en Palestina para que Pío XII hiciera uso de “su gran influencia con el fin de evitar el diabólico plan de exterminar a los judíos de Hungría” (Ibid.). Y ese mismo mes de mayo dos judíos eslovacos escapados de Auschwitz hicieron un informe (“Protocolos de Auschwitz”) de que se estaba acondicionando el campo para recibir a los judíos húngaros, el cual hicieron llegar a los Aliados. El nuncio en Eslovaquia, Giuseppe Burzio, también la recibió y la envió el mismo mes de mayo al Papa (ver Gerald Posner.- God’s Bankers. A History of Money and Power at The Vatican; Simon & Schuster, New York, 2015; p. 106). Asimismo, el nuncio en Turquía, Angelo Roncalli, la recibió de un amigo miembro de una organización humanitaria judía: “El futuro Papa lloraba mientras la leía”; y “expresó su frustración y su enojo respecto de la inacción de sus
superiores del Vaticano” (Ibid.).

Más grave aún –si cabe la expresión- fue el silencio vaticano a la luz de las tácticas de los nazis de aprovechar los atávicos y odiosos mitos antisemitas promovidos desde el Vaticano. Así, “Himmler (…) le escribió a (Ernst) Kaltenbrunner, jefe de la Oficina de Seguridad del Reich, instruyéndolo para que difundiera la propaganda del asesinato ritual (judío, de niños cristianos) en Hungría, de modo que fuese más fácil obtener (de la población mayoritariamente católica) sus judíos” (Michael Phayer.- The Catholic Church and the Holocaust 1930-1965; Indiana University Press, Bloomington, 2000; p. 8).

Ante la inminencia de la tragedia, “los gobiernos occidentales, líderes protestantes y países neutrales como Suiza acosaron a Pío con urgentes súplicas para que invocara su autoridad moral para tratar de salvar a los judíos húngaros” (Posner; p. 106). Incluso el nuncio en Estados Unidos, el arzobispo Amleto Cicognani, “le envió una directa súplica de cuatro prominentes rabinos que advertían que las vidas de posiblemente un millón de judíos estaban en juego (…) El principal rabino de Palestina le hizo un ruego similar” (Ibid.). Sin embargo, en la primavera de 1944, Pío XII estaba mucho más preocupado de que algún bombardeo aliado afectase a Roma que de la culminación del Holocausto. De este modo, cuando bombarderos aliados erróneamente destruyeron la abadía benedictina de Montecasino a unos 130 kilómetros de Roma “Pío les dijo a los estadounidenses y británicos que ‘ellos serían culpables de matricidio ante el mundo civilizado y ante el eterno juicio de Dios’ si bombardeaban Roma” (Ibid.).

Y luego de la liberación de Roma el 5 de junio, “representantes aliados ante el Vaticano (…) llamaron su atención de nuevo respecto de las masivas deportaciones que ocurrían en Hungría. Pío le dijo a (Francis d’Arcy) Osborne (embajador británico) que él no estaba seguro por qué todos parecían tan agitados solamente sobre los judíos en Hungría. ¿Qué hay respecto de las atrocidades soviéticas contra los católicos en Polonia? Incluso Osborne, acostumbrado a los muchos modos por los que Pío evitaba tomar cualquier acción responsable respecto de los asesinatos masivos de judíos, fue sorprendido con este último bulo. Le dijo al Papa que los británicos no tenían evidencia de crímenes rusos, pero que cualquier cosa que pudieron haberle hecho a los católicos no se comparaba con la sistemática matanza de judíos” (Ibid.; p. 107).

Recién el 25 de junio Pacelli telegrafió por fin al presidente Horthy pidiéndole que ‘hiciera uso de toda su posible influencia a fin de interrumpir el sufrimiento y tortura que mucha gente está padeciendo simplemente a causa de su nacionalidad o raza” (Cornwell; p. 359). Pero incluso tardíamente solo usó un canal privado y ni siquiera fue más allá del lenguaje eufemístico, ¡el mismo que había usado en su mensaje radiofónico de Navidad de 1942! Además, al día siguiente el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, “envió un mensaje al gobierno húngaro, vía Suiza, advirtiéndole que de no interrumpir inmediatamente las deportaciones de judíos sufriría las consecuencias. Ese mismo día, Horthy informó al Consejo (de Gobierno) que ´las crueldades de las deportaciones’ iban a cesar inmediatamente” (Ibid.; p. 360); aunque sólo cesaron el 8 de julio. Evidentemente que la amenaza del principal país aliado tiene que haber sido mucho más relevante que la privada, eufemística y tardía petición papal…

Y, en todo caso, ya entonces fue muy tarde para la mayoría de los judíos húngaros. De acuerdo al historiador británico, David Cesarani, “entre el 15 de mayo y el 7 de julio, 473.000 judíos fueron detenidos y enviados al campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau, en la Alta Silesia. De la porción seleccionada para el trabajo forzado, sólo unos miles sobrevivieron” (Ibid.). Y, peor aún, los obispos húngaros leyeron una carta pastoral en julio diciendo que “los obispos estarían contentos de ver eliminada la influencia judía en Hungría, pero no a través de deportaciones ilegales” (Phayer; p. 106). Incluso, el arzobispo de Eger, Gyula Czapik, les había aconsejado anteriormente a los demás obispos “no hacer público lo que les está pasando a los judíos; ya que lo que les está pasando a ellos hoy no es nada más que el castigo apropiado por sus fechorías del pasado” (Posner; p. 105).

Además, cuando el pro-nazi Partido de la Cruz Flechada depuso a Horthy en octubre (ya que éste empezó a negociar una rendición a los rusos) se reactivaron las deportaciones de judíos a Auschwitz. Y “los Aliados le pidieron al Papa otra nota, ya que el liderazgo de la Cruz Flechada era mayoritariamente católico. Pío se negó. Se mostró resentido de que había sido presionado en su primer llamado a Horthy. Decidió que una vez era suficiente. Y aunque el nuncio papal, Angelo Rotta, continuó enviando al Vaticano un constante flujo de espantosos detalles, Pío no reaccionó de nuevo” (Ibid.; p. 108)…

Pero es importante resaltar que en el caso húngaro hubo muchas e importantes excepciones católicas en defensa de los judíos. De partida quien hizo todo lo que pudo en favor de ellos fue el nuncio Rotta quien ya había intercedido por los judíos eslovacos ante el Vaticano. Rotta fue, junto con Andrea Cassulo (Rumania), Angelo Roncalli (Turquía) y Eugene Tisserant (Curia), una de las pocas excepciones positivas en los altos grados de la curia y la diplomacia vaticanas que fueron mucho más allá de las tibias instrucciones oficiales.

Así, desde que los nazis ocuparon Hungría, “Angelo Rotta hizo frecuentes visitas a los ministros, preocupándose por la suerte de los judíos detenidos” (Cornwell; p. 358). Asimismo, el 15 de mayo, Rotta envió una dura nota al gobierno condenando el trato que se les daba: “La Oficina del Nuncio Apostólico (…) pide una vez más al gobierno húngaro que no prosiga su guerra contra los judíos más allá de los límites prescritos por las leyes de la naturaleza y los Mandamientos divinos, y que evite cualquier acción contra la que la Santa Sede y la conciencia de todo el mundo cristiano se verían obligados a protestar” (Ibid.; p. 359).

Por otro lado, Rotta “repetidamente arriesgó su vida para oponerse a las órdenes nazis ayudando a los judíos al proveerles certificados de bautismo y pasaportes” (Posner; p. 105); y escondiendo judíos sin instrucciones de la Santa Sede (ver Phayer; p. 106). Lo mismo hicieron –impulsados por Rotta- múltiples conventos e instituciones religiosas, de tal manera que sobrevivieron a la guerra cerca de 120.000 judíos (ver Susan Zuccotti.- Under his very Windows. The Vatican and the Holocaust in Italy; Yale University Press, New Haven, 2002; p. 294). Sobresalió en esta labor de defensa y apoyo de los judíos Margit Slachta que luego de ser diputada -¡en 1920!- había fundado en 1923 las Hermanas del Servicio Social (ver Phayer; p. 121). Asimismo hubo tres obispos húngaros que protestaron públicamente en contra de las deportaciones: Los obispos Aron Marton (Alba Julia), Vilmos Apor (Györ) y Endre Hanvas (Csanád) (ver ibid.; p. 107).