Pero quizá las demostraciones más patentes de la continuación del atávico antisemitismo vaticano las dio Pío XII en 1943 luego de la deposición de Mussolini en Italia por el mariscal Pietro Badoglio, el armisticio con los Aliados y la posterior invasión nazi. Antes que nada, es importante resaltar que Pío XII reafirmó en esa ocasión su racismo en contra de los soldados de raza negra, que ya había demostrado luego del fin de la primera guerra mundial cuando se desempeñaba como nuncio en Alemania. Así, en abril de 1920, Eugenio Pacelli se había hecho eco de denuncias efectuadas por algunos obispos y feligreses alemanes respecto de la conducta de soldados franceses de ocupación en Renania: “Pacelli había informado a (Pietro) Gasparri (secretario de Estado) de que soldados negros franceses estaban violando mujeres y niños en Renania, y que debería emplearse la influencia de la Santa Sede ejerciendo presión sobre el gobierno francés para que retirara esos soldados” (John Cornwell.- El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005; p. 113).

A su vez, el cardenal arzobispo de Breslau (Wroclaw), Adolf Bertram, le escribió una carta a Gasparri, el 31 de diciembre de 1920 en que le expresaba que “Francia prefería emplear soldados africanos, quienes debido a su salvaje carencia de cultura y de moral han cometido indecibles asaltos a las mujeres de la región, llegándose a una situación conocida como ‘vergüenza negra’” (Ibid.; pp. 113-4). Y le manifestaba mayor preocupación por el hecho que, según él, los franceses planeaban enviar más tropas “africanas” a la región.

Entretanto, una investigación del gobierno alemán declaraba haber reunido abundantes pruebas de “los crímenes cometidos por esos soldados: todo un catálogo de abusos sádicos, violaciones y horrendos asaltos a mujeres, y muestras de crueldad con los niños, entre otras cosas” (Ibid.; p. 114).

En una contestación a Gasparri, del 16 de enero de 1921, el embajador francés ante la Santa Sede rechazaba totalmente las alegaciones de Pacelli y Bertram, describiéndolas como “odiosa propaganda” inspirada por Berlín. Especificaba que sólo había un puñado de soldados norteafricanos en la región, la mayoría de los cuales “provenían de una antigua civilización, contándose entre ellos muchos cristianos” (Ibid.). Entretanto, se desarrolló una campaña internacional contra los soldados negros y sus supuestas atrocidades. Incluso, “en Estados Unidos, bajo una andanada de peticiones abiertamente racistas, el Congreso encargó una investigación que desmintió las acusaciones alemanas” (Ibid.).

Pero Pacelli siguió sin convencerse, y el 7 de marzo escribió de nuevo a Gasparri “urgiendo al Papa a intervenir en defensa de los niños y mujeres alemanas agredidos. Gasparri no hizo nuevos reproches al gobierno francés, pero las acusaciones sobre la ‘vergüenza negra’ siguieron resonando hasta que esos territorios fueron finalmente ‘liberados’ por Hitler” (Ibid.). Pero el racismo continuó en Pacelli, a tal punto que “veinticinco años más tarde, cuando los aliados estaban a punto de entrar a Roma, pidió al embajador británico ante la Santa Sede que rogara al Ministerio de Asuntos Exteriores británico que ‘no hubiera soldados de color aliados entre los pocos que quedarían acuartelados en Roma tras la ocupación’” (Ibid.). Sin duda, “el Papa pensaba que los
soldados negros eran más propensos a violar civiles que los soldados blancos” (Gerald Posner.- God’s Bankers. A history of money and power at the Vatican; Simon & Schuster, New York, 2015; p. 106)…

Y con la caída de Mussolini en julio de 1943 se abrieron las posibilidades de terminar con las estructuras y leyes fascistas, incluyendo, por cierto, las leyes antisemitas. Más todavía cuando era un hecho cierto que dicho antisemitismo estaba culminando con el exterminio de todos los judíos de Europa. Pero además, el Vaticano estaba en contra de las provisiones de dichas leyes que afectaban a católicos de etnia judía. Dado esto, el representante extraoficial del Vaticano ante el nuevo gobierno, el jesuita Pietro Tacchi Venturi -dos semanas después de la deposición de Mussolini, el 10 de agosto- le escribió al secretario de Estado, Luigi Maglione, sugiriéndole aprovechar la caída del viejo régimen para lograr cambios en las leyes raciales italianas. “pero lo que el emisario vaticano tenía en mente no era una revocación general de las leyes antisemitas. En lugar de ello –reflejando las preocupaciones de Pío XI de cinco años antes- propuso que el Vaticano adoptara acciones para lograr borrar aquellas disposiciones discriminatorias de los católicos convertidos del judaísmo” (David Kertzer.- The Popes against the Jews. The Vatican’s role in the rise of modern anti-semitism; Vintage Books, New York, 2002; p. 289).

Maglione le respondió entusiastamente el 18 de agosto que hiciese todo lo que pudiese para lograr sólo tres cambios en dichas leyes: “1. Que las familias formadas por parejas consistentes en un católico de nacimiento y un judío convertido al catolicismo deberían considerarse de ahora en adelante totalmente ‘arias’; 2.- Que los individuos que habían estado en el proceso de convertirse en católicos en el momento en que las leyes raciales entraron en vigor (1938) y que fueron después bautizados, deberían considerarse católicos y no judíos; y 3.- Que los matrimonios celebrados desde 1938 por una persona nacida católica y por un católico que había nacido judío deberían considerarse legalmente válidos” (Ibid.).

Tacchi Venturi le formuló una propuesta en tal sentido al ministro del Interior el 24 de agosto (ver Susan Zuccotti.- Under his very Windows. The Vatican and the Holocaust in Italy; Yale University Press, New Haven, 2002; p. 140). El 29 de agosto, el jesuita le informó a Maglione que “desde su última nota había sido contactado por un grupo de judíos italianos que estaban viviendo con gran temor de una cercana arremetida nazi en Italia. Escribió que le habían rogado por ‘el completo retorno a la legislación que había sido introducida por los regímenes liberales y que había estado en vigor hasta noviembre de 1938’. En suma, le pidieron que intercediera para que se restablecieran las leyes que les garantizaban igualdad de derechos a los judíos. Pero (…) él rechazó sus ruegos. Al preparar su petición al nuevo ministro del Interior italiano, ‘me limité, como se suponía, sólo a los tres puntos especificados por Su Eminencia en su loable mensaje del 18 de agosto. Me cuidé de no pedir una total derogación de la ley (leyes raciales), las que, de acuerdo a los principios y tradición de la Iglesia Católica, contiene ciertamente algunas cláusulas que deben ser abolidas, pero que claramente contiene otras que tienen mérito y deberían ser confirmadas’” (Kertzer; p. 289).

Es decir, cuando ya estaba más que claro para todos que se estaba efectuando el Holocausto, y cuando se estableció un precario gobierno con finalidades democráticas en Italia (que lamentablemente tuvo que huir el 9 de septiembre de Roma, dado el avance de los nazis), ¡el Vaticano mantuvo sus mismas atávicas posturas en favor de la discriminación de los judíos! Su odiosa actitud antisemita permaneció incólume, pese al exterminio que estaban sufriendo…

Todo ello tuvo una todavía peor confirmación con la indolente posición asumida por Pío XII respecto de la deportación hacia la muerte de los judíos romanos decidida por los ocupantes nazis a mediados de octubre.

El Vaticano fue avisado con anticipación de la inminencia de la deportación por el propio embajador alemán, Ernst von Weizsäcker, quien además de ser católico, “temía que la deportación de los judíos de Roma dañaría la imagen de Alemania y ayudaría a la propaganda enemiga. Una protesta papal dejaría aún peor las cosas, avergonzaría a los alemanes, disminuyendo en el futuro las posibilidades de un compromiso de paz negociado por la Santa Sede, y desatando quizás la Resistencia Italiana, el desorden público e incluso una invasión alemana del Vaticano” (Zuccotti; pp. 156-7).

Por lo tanto, “el embajador estaba ansioso de conseguir que los judíos fuesen privadamente advertidos y dispersados de su principal barrio (en el antiguo gueto) antes que pudiesen ser arrestados” (Ibid.; p. 157).

Sin embargo, el Vaticano no hizo nada para contribuir a impedirlo. Y cuando comenzaron las deportaciones ¡ni siquiera envió una nota diplomática de protesta! Lo único que hizo el cardenal secretario de Estado, Maglione, fue citar a Weizsäcker para pedirle que tratara de salvar a los judíos de Roma. Y de acuerdo a las notas del cardenal del 16 de octubre de 1943, publicadas en 1975 en Actes et Documents du Saint Siege Relatifs a la Seconde Guerre Mondiale, Weizsäcker: “me preguntó: ¿Qué haría la Santa Sede si los sucesos continúan? Le contesté: La Santa Sede no desearía ser
obligada a expresar una palabra de desacuerdo. El embajador observó: Por más de cuatro años he seguido y admirado la actitud de la Santa Sede. Ha tenido éxito en guiar el barco entre escollos de todo tipo y tamaño sin chocar y, aun teniendo más confianza en los Aliados, ha sabido cómo mantener un perfecto equilibrio. Me pregunto si ahora que el barco está llegando a puerto es apropiado poner todo en peligro. Estoy pensando en las consecuencias que un paso de ese tipo de la Santa Sede podría provocar… ¿Me dejaría Su Eminencia en libertad de no informar esta conversación oficial? Repliqué que le rogaba que interviniera apelando a sus sentimientos de humanidad. Y que le dejaba a su juicio si mencionar o no nuestra conversación, que ha sido tan amistosa. Quise recordarle que la Santa Sede, como él ha percibido, ha sido tan prudente de modo de no dar al pueblo alemán la impresión de que ha hecho o querido hacer la más mínima cosa contra Alemania
durante esta terrible guerra. Pero también tengo que decirle que la Santa Sede no debiese ser puesta en la necesidad de protestar; si alguna vez la Santa Sede es obligada a hacerlo, confiará en la divina Providencia por las consecuencias. Entretanto, le repito: Su Excelencia me ha dicho que usted tratará de hacer algo por los desdichados judíos. Se lo agradezco. En cuanto a lo demás, se lo dejo a su juicio. Si usted piensa que es más oportuno no mencionar nuestra conversación, que así sea” (John Morley.- Vatican diplomacy and the Jews durind the Holocaust 1939-1943; Ktav Publishing House, New York, 1980; pp. 180-1).

Claramente, aquello no constituyó una nota diplomática de protesta, en la medida que dejó completamente a discreción del embajador alemán, si daba a conocer o no a su gobierno el contenido de la conversación. Es decir, quedó simplemente como una emotiva gestión privada; que no tuvo consecuencia alguna en favor de los judíos romanos, ni complicó eventualmente para nada las muy buenas relaciones vaticano-alemanas…