Ya sea que se imponga el apruebo o el rechazo en el próximo plebiscito de salida para definir nuestro futuro constitucional, todo augura un pésimo panorama si consideramos que en cualquier caso lo que se va a imponer es el triunfo de la intransigencia y del sectarismo. Especialmente, cuando ya todos aceptan que cualquiera sea la opción que se imponga en las urnas ésta será por una discreta ventaja. Muy distinto de lo que ocurriera en el referéndum de hace un año cuando la opción ganadora se impuso casi por un 80 por ciento de las preferencias.

La división es profunda y no admite matices, por mucho que el sentido común indique que el nuevo texto constitucional adolece de algunas falencias, errores y contradicciones y la inmensa mayoría estime que sigue siendo necesaria una nueva Constitución. Esto es, que en ningún caso prevalezca la Carta Magna heredada de la Dictadura con las enmiendas realizadas posteriormente, sobre todo durante el gobierno de Ricardo Lagos.

Aunque recién se inicia el período de campaña electoral, los ánimos están completamente encendidos y ya no aparece posible formula alguna de avenimiento que permita evitar la absurda dicotomía que deberán enfrentar los ciudadanos. Los partidos toman posiciones tal como lo hacen muchas figuras públicas, mientras que no pocos actores públicos prefieren guardar silencio antes de verse expuesto a un fuego cruzado. Dirigentes que hasta hace poco tenían sus partidarios o detractores, como es el caso del propio Lagos y de varios más, hoy son vilipendiados por expresar sus dudas respecto del proceso y soslayar su sufragio definitivo. Al mismo tiempo que desde la derecha se busca allegar opositores al texto constitucional propuesto, simulando un repentino interés por una institucionalidad de la cual por décadas se opusieron a derogar y refundar. La palabra “democracia” es voceada y manoseada por unos y otros, muy especialmente por quienes no tuvieron remilgos en derrocar a un gobierno como el de Salvador Allende y echar abajo la Constitución de 1925.

Ciertamente que, hasta el Estallido social del 2019, el grueso de la clase política no hizo los esfuerzos necesarios para reemplazar un texto que claramente defendía el estado subsidiario, consolidaba el orden económico social neoliberal, restringía los derechos fundamentales de la población, sacralizaba el lucro en la educación y la salud, además de provocar la más profunda desigualdad social de nuestra historia.

Impelidos el Gobierno y los legisladores por la severa protesta social es que “entre gallos y medianoche” convinieron una salida política en favor de una Convención Constitucional que impuso la paridad de sus integrantes y la posibilidad de que oficiaran como constituyentes un conjunto de organizaciones y personas de muy variopinto espectro ideológico y social, entre los cuales también destacaron un conjunto de aventureros y referentes que mucho contribuyeron a que el país le perdiera la confianza a esta Convención y, en materia de resultados, se impusiera un texto casi interminable, de muy improbable lectura popular, además de normas que resultan demasiado disímiles con las características de nuestras anteriores constituciones. Entre ellas, la disolución del Senado de la República y la supresión de algunas atribuciones del Presidente de la República.

El compromiso de Gabriel Boric con el “apruebo” es indisimulable, pero ha puesto al gobernante en la incómoda posibilidad de que muchos chilenos, al rechazar la nueva Constitución, aprovechen de castigar a un gobierno que decae en las encuestas y al que muchos ya dudan de su izquierdismo y disposición a hacerle frente a la desigualdad, la implacable inflación y a tantas demandas de nuevo frustradas. Por algo el Partido Comunista se ha visto forzado en los últimos días a reclamarle a La Moneda el otorgamiento de un bono de invierno o algo parecido que alivie la situación de los más pobres o vulnerables, como prefieren llamarlos. Iniciativa que, en esta intolerancia existente, tiene enfurecido a los otros aliados del Presidente.

Para la anécdota, consignemos aquella vieja costumbre que tenían los demócrata cristianos de dirigir cartas a sus camaradas rematándolas con un saludo a la “fraternidad” partidaria. Dudamos mucho que hoy prevalezca esta costumbre dentro de la profunda división que reina en la Falange y que ha llevado a su senador Francisco Huenchumilla a proponer la disolución de esta colectividad en los términos más armoniosos posible. Anotemos el hecho de que cualquiera sea la postura que adopte esta colectividad respecto del plebiscito de septiembre, se asume que cada militante va a hacer lo que se le antoje, según muchos ya lo proclaman. Lo mismo ocurriría entre los socialistas, los PPD, los radicales y otros, con los que más se encuentra en crisis la disciplina partidaria.

Curiosamente, es la derecha donde en este momento es posible encontrar más coherencia y disposición a votar por el rechazo al texto constitucional. Pero es justo señalar que no es rigurosamente la Carta Magna lo que más le preocupa a este sector, ni tampoco su vocación democrática. Para esta y los gremios empresariales, lo que está en peligro es el modelo económico, la disolución de las AFP y de las isapres, así como la pérdida de algunos privilegios tributarios. En este sentido, cabe recordar la famosa frase de Diego Portales, un ex dictador considerado como “estadista” y que la derecha y otros sectores admiran tanto: “De mi sé decirle que con ley o sin ley, esa señora que llaman Constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremas”.

Esto del sufragio secreto, la posibilidad de votar en blanco o anular la papeleta, cuando las convicciones difieren de las dos únicas opciones del Plebiscito, en realidad resulta un derecho muy cuestionado actualmente por la ilegítima presión que se le hace cotidianamente a los sufragantes, especialmente a través de las redes sociales. Un apremio que no respeta, incluso, la independencia que reclaman los propios periodistas y ciertamente, los funcionarios públicos.  En esto, claramente se violan derechos humanos también esenciales. Tal como en otros momentos dramáticos de nuestra existencia ciudadana, hasta las familias se afectaron tanto por la intolerancia ejercida contra nuestra convivencia.

De hacerse más irreconciliable las posiciones, de agudizarse más las tensiones en la macro zona sur y otras regiones del país, no habría que descartar el peligro permanente de la insurrección castrense. Cuando ya tenemos miembros de la llamada “familia militar” que no descartan nuevos pronunciamientos que desafíen la institucionalidad democrática y la debida obediencia a las autoridades republicanas. Así como constan desde el propio mundo político las primeras voces de empatía en favor de la intervención uniformada.