Uno de los mayores contrasentidos radica en la idea de que con el poderío armado se puede garantizar la paz mundial y la sana convivencia entre las naciones. La carrera armamentista debe ser vista, en realidad, como la peor amenaza que enfrentan los países más desvalidos militarmente hablando. Los hechos evidencian que el principal enemigo de la humanidad ha sido en las últimas décadas Estados Unidos, si se consideran sus invasiones en territorio extranjeros, las víctimas que ha ocasionado especialmente en el Asia, así como los ingentes recursos que dilapida en acumular armas de destrucción masiva en desmedro de los enormes rezagos que sufren la mayoría de los habitantes del Orbe.

Asimismo, la invasión de Ucrania demuestra que es consecuencia de la superioridad militar de un Vladimir Putin que siente amenazada la seguridad o soberanía de su inmenso territorio por el poderío militar de la OTAN europea y del propio Estados Unidos. Del mismo modo que unos y otros están preocupados por la propia carrera armamentista de China, potencia que no descarta usar sus armas para anexar a Taiwán a su territorio, así como Rusia lo hace ahora con varias provincias de Ucrania que dicen ser rusoparlantes y naturalmente ligadas a la cultura que viene de los zares y la Revolución Bolchevique.

Lo obvio es que los enormes intereses envueltos en el gasto militar necesitan periódicamente de la existencia de guerras para justificar sus ingentes gastos. Las armas deben ir probándose y obsoletando con su uso bélico, y no como ocurre en varios países como Chile en que estos terminan constituyéndose en chatarra o malográndose en ejercicios militares en el Desierto de Tarapacá. Nada atenta más en contra la poderosa industria armamentista que la solución pacífica de nuestras controversias; de allí que los servicios secretos de las naciones más poderosas se empeñen en crearnos diferencias para poder vendernos más armas, así como alentar actos sediciosos, golpes de estado y otros para que nuestras fuerzas armadas las prueben en combatir a los denominados “enemigos internos”.

La verdad es que la superioridad política y moral de América Latina y otras naciones del Tercer Mundo quedan muy en evidencia al contemplar los horrores de la actual confrontación en el norte de Europa, luego de las espeluznantes y fratricidas imágenes del conflicto en los Balcanes, como de las últimas dos conflagraciones del siglo pasado que, en realidad, no fueron tan mundiales porque se ejecutaron especialmente en el viejo continente.

La condición humana es la misma en todo el mundo. No es que aquí seamos más civilizados que en Europa o Norteamérica, solo que cometemos otra cantidad de despropósitos, como los de la inequidad y la corrupción. Pero ciertamente que nuestras delimitaciones geográficas son menos vulneradas por el hecho de que no ejercitamos una carrera armamentista tan severa como la de los países desarrollados. De otra forma, también podríamos temer serias controversias y guerras entre nuestras naciones.

De allí que prefiramos el diálogo o la recurrencia de instancias como el Tribunal Internacional de la Haya para arbitrar nuestros diferendos. Aunque, a decir verdad, acicateados por los vendedores de armas, gastamos también ingentes recursos en pertrechar a nuestras ociosas fuerzas armadas, cuyos oficiales lucen más escarapelas que las que portan los oficiales de aquellos continentes que viven incesantemente en guerra. Nuestros soldados se han hecho expertos en enfrentar a sus connacionales pobres e inermes más que a los ejércitos extranjeros. Y del todo son ineficientes, sino cómplices, en la supuesta lucha contra el narcotráfico y la delincuencia organizada que asola a nuestra región y, ahora, muy especialmente a todo Chile.

Lo correcto sería que, con lo que ocurre entre rusos y ucranianos, con Estados Unidos y los países de la OTAN atizando el fuego, desde nuestros países surgiera una iniciativa para superar a la tan inservible Organización de las Naciones Unidas. En cuyo Consejo de Seguridad, entre tantos espectadores que solo van a parar el dedo, se enseñorean las grandes potencias mundiales con su poder de veto y grotescas justificaciones de su vandalismo universal.

Del mismo modo, sería muy conveniente que los ciudadanos del mundo tomaran conciencia de que la guerra en ningún caso se justifica y que siempre significa una grave violación de los derechos humanos y de los pueblos. En este sentido, no podemos entender que algunos observadores y columnistas de izquierda mantengan una nostálgica afinidad con la potencia que se convirtió en un nuevo referente capitalista y cuyo mandamás ahora aspira a recobrar los territorios autonomizados de la Unión Soviética. Con los mismos aires imperiales de los antiguos zares.

En el mundo actual, deben considerarse ilegítimas todas las guerras, tanto como repudiables aquellos gobernantes que, de cualquier color político, renuncian al diálogo y a la resolución pacífica de sus controversias. Aunque es evidente que el actual presidente ucraniano es responsable de reprimir brutalmente y por años a las minorías rusas en su país, así como empeñarse en una guerra en evidente desventaja. Sin embargo, nada justifica las toneladas de bombas que hoy ciegan brutalmentela vida a miles de sus habitantes, además de destruir sus ciudades y fuentes de trabajo.

La misma OTAN debiera estar extinguida si se considera la disolución ya en 1991 del Pacto de Varsovia. Por más que los gobiernos europeos se escandalicen de las bombas de Putin, no se puede dejar de reconocer que la simple existencia de esta entente militar es una provocación a Rusia y un verdadero acicate a la carrera armamentista de sus propias naciones. Las que, para colmo, se muestran totalmente supeditadas a los Estados Unidos.

Especialmente Gran Bretaña debiera estar avergonzada de haber colaborado con las invasiones dispuestas por la Casa Blanca y el Pentágono a Irak y Afganistán.  Como el haber recurrido a la guerra para consolidarse imperialmente en las Islas Malvinas, territorio de América distante a miles de kilómetros del reino isabelino. Una mortífera ocupación en que la primera ministra Margaret Thatcher contó con la colaboración de Augusto Pinochet y de quien el tirano chileno se ufanara de su amistad.

No sería extraño que, con los años, dos gobernantes tan sanguinarios y fratricidas como Putín y Zelenski sean reconocidos como héroes nacionales, tal como Europa y Estados Unidos mantienen culto hasta hoy a otros genocidas. A excepción, todavía, de Hitler, Mussolini y Stalin que, sin embargo, parecen ahora recobrar vida en varios de sus sucesores. Entre ellos, en el obsecuente Tony Blair y el frívolo y mentiroso Boris Johnson.

De la misma manera como en Estados Unidos los gobernantes demócratas y republicanos se turnan para consolidar idénticas políticas colonialistas y criminales, desde las bombas en Hiroshima y Nagasaki, pasando por Vietnam, Libia, Siria, Yemen y Somalia, entre tantas naciones, además de los dos países asiáticos antes nombrados. Con la hipócrita excusa actual de perseguir el terrorismo y la existencia de armas de destrucción masiva. Y a fin de alimentar la tan lucrativa carrera armamentista, cuando en la actualidad menos de un tercio de las ojivas nucleares en manos de las grandes potencias bastarían para destruir todo el planeta.

Abochorna la actitud de gran parte de la prensa mundial y transnacional, su incapacidad de guardar distancia respecto de los dos regímenes en pugna. Las pobres convicciones de editores y reporteros que informan solo con un ojo y un oído el horror que hace responsable y victimiza a ambas naciones comprometidas por el conflicto. Así como su pusilanimidad ante aquellas potencias que se lavan las manos y ya empiezan a especular con la enorme demanda por armas que provocará esta nueva tragedia. Tanto en el propio escenario bélico, como en los lugares más distantes del conflicto. De ello hablan los tanques alemanes enviados a Ucrania, los millones de dólares donados a este país por Joe Biden y que, como siempre, tendrán como destino final a los poderosos fabricantes de armas.