Más allá de lo que sucede en la política chilena, pero en buena medida a consecuencia de sus escándalos y malas prácticas, lo que se aprecia hoy en nuestro país es una descomposición severa en nuestras relaciones sociales. No solo en los noticiarios de la televisión y de la radio, en las conversaciones comunes de lo que más se habla es de asaltos, crímenes y de un conjunto cada vez más crudo de actos violentistas en contra de las personas y de los bienes públicos y privados.

Hay que reconocer que con el Estallido Social del 2019 proliferaron las acciones vandálicas al término de cada manifestación y marcha pacífica. Bien sabemos que de un momento a otro aparecían verdaderas bandas que no trepidaron en asaltar locales comerciales, destruir el mobiliario público, quemar edificios patrimoniales, incendiar estaciones del Metro y hasta asolar templos religiosos. Toda una escalada de despropósitos que logró desincentivar las genuinas protestas e instalar hasta el presente una ira que, de verdad, poco o nada tiene de justa y efectiva.

También se ha establecido el miedo en la población y hasta en los políticos y jueces que deben dictar leyes y aplicar justicia y reparación en las víctimas. Se asume ahora que la violencia poblacional está digitada por el narcotráfico que en sus cifras cotidianas hablan de casi total impunidad y volúmenes inmensos de droga que se producen y se tranzan en todas las poblaciones y barrios del territorio. Se colige, además, que las policías no dan abasto para garantizar la seguridad, cuando no se acepta que ellas están sobornadas por el crimen organizado, al igual que muchos jueces y fiscales.

La misma pandemia del Coronavirus que a diario cobra decenas de nuevas víctimas ha dado espacio a aquellas informaciones que hablan de horrorosos femicidios, crueles asaltos a niños y ancianos, robos de automóviles y ocupación de facto de propiedades y viviendas, generalmente de los más humildes. Tanto que se dice que en en la comuna de Vitacura se cometen la misma cantidad de delitos que en Dinamarca, mientras que en muchos otros barrios y ciudades hay tantos o más crímenes como los de la República de El Salvador.

Sabemos que lo de la Araucanía, pese a su enorme convulsión, se trata de una crisis profunda que se funda, por lo demás, en el despojo de los bienes mapuches, en el atropello constante a sus derechos y en las criminales acciones de los llamados guardianes del orden que, ahora, hasta incluye a las Fuerzas Armadas por decisión de Sebastián Piñera, quien prometió paz sembrando odio, represión y descontento. Entendemos, también, que con los inmigrantes han llegado al país verdaderas mafias de ladrones y homicidas, pero al mismo tiempo reconocemos que el establecimiento aquí de miles de personas ha sido un inmenso aporte a la producción, a la mano de obra e incluso a la educación, cuando miles de bolivianos, colombianos, venezolanos y otros nos vienen legando una correcta y rica forma de pronunciar nuestro idioma común tan deteriorado por los años de pobre escolaridad y vulgares hábitos.

La descomposición es transversal, aunque da cuenta que las malas costumbres están más arraigadas, todavía, en los sectores sociales más pudientes y de más elevada escolaridad. La apetencia por el dinero y la codicia habla de la falta de solidaridad de los grandes empresarios y chilenos más ricos, incapaces de aceptar siquiera un mínimo gravamen adicional en favor de los más pobres y segregados. Incluido entre estos a la llamada Clase Política, renuente a rebajarse los suculentos emolumentos que se otorgan a vista y paciencia de los millones de chilenos, hartos de todos sus abusos y cada vez más desencantados de la “democracia” tan prometida.

Toda una corrupción que se aprecia también a nivel de los comerciantes especuladores, de las empresas que nos vienen a succionar nuestras riquezas básicas y tampoco quieren compensar a nuestra esmirriada geografía con un modesto royalty minero. Desparpajo que todos pueden apreciar en la usura de la banca, los abusos del sistema de salud privado y, para qué decir, de las administradoras de fondos de pensiones, las AFP. Instituciones todas que durante la crisis sanitaria han podido ostentar las más suculentas utilidades en su inicua administración de los fondos previsionales.

No existe prácticamente institución que no esté acusada de fraude, de malos manejos, de cohecho y otras prácticas. Universidades, clubes deportivos y hasta algunos cuerpos de bomberos son motejados por sus incorrecciones luego, por supuesto, de las enormes defraudaciones e impunidad en las tres ramas de las FFAA. A cuyos máximos uniformados ni las autoridades que se van o llegan a La Moneda quieren tocar y cuestionar sus absurdos y onerosos presupuestos. Sin dejar de considerar la corrupción al interior de los partidos políticos, como los engaños perpetuados por ellos y sus múltiples candidatos ante el Servicio Electoral.

Constantemente surge la pregunta respecto de qué hacer. Es cierto que a las policías hay que transformarlas radicalmente, que a los altos mandamases del Estado hay que restringirlos en sus atribuciones y groseros beneficios por su “servicio público”. Que los Tribunales necesitan más recursos y autonomía respecto de los otros poderes del Estado. Pero lo que es más urgente es que los trabajadores y pensionados accedan a ingresos dignos. Que Chile debe abrirles efectivas y dignas posibilidades a la juventud, que nuestro territorio debe descentralizarse y ganar las regiones fecunda autonomía en sus decisiones.

Aunque lo más certero y de más efectivo aliento es implementar una profunda reforma educacional, para que las nuevas generaciones se empapen de las obras y de la ética que inspiró a nuestros mejores líderes y que hicieron de Chile un país que, sin las presunciones actuales, avanzaba sostenidamente en el propósito de repartir mejor el pan entre sus habitantes. Antes de que la extrema inequidad corrompiera nuestras relaciones y endureciera los corazones de tantos connacionales.

Nos parece oportuno insistir en que tenemos un país rico, con enormes reservas minerales, acuíferas y agrícolas. Un territorio que perfectamente podría darle excelente hospitalidad a todos los chilenos y a quienes se avecinan en todos nuestras regiones y pueblos. Tenemos una ínfima población en relación a nuestros recursos, pero que se hace necesaria una amplia rectificación si no queremos que el “odio y la violencia terminen matando el alma de Chile”, como lo temiera el cardenal Silva Henríquez que tanto trabajó por la dignidad de todos los seres humanos. Y, por lo mismo, acompañara a nuestras autoridades cuando se implementó la Reforma Agraria, la nacionalización del cobre, entre otras realizaciones que no causaron entonces tanto asombro como las soluciones que ahora de nuevo exigen nuestro progreso en justicia y libertad. Quizás porque entonces teníamos mandatarios con una sólida conciencia de nuestra soberanía.