Es posible sostener que la historia de la élite se encuentra directamente asociada a la historia política del país, por lo menos hasta mediados del siglo XX. Dado que la producción chilena era básicamente agraria, el primer símbolo distintivo y excluyente en la sociedad se configuró en torno a la posesión de grandes extensiones de tierra. Poseer un latifundio era sinónimo de poder, en vista de que suponía que el dueño lideraba un ámbito de la producción de alimentos, dominaba a un número importante de inquilinos y, junto con ello, controlaba una parte del territorio nacional. La figuración política de los miembros de este grupo privilegiado se produce solo cuando deciden organizarse formalmente para oponerse a las fracciones realistas y luchar por la independencia del país. Asumiendo de ahí en adelante las responsabilidades asociadas a su liderazgo, rápidamente adoptaron los mecanismos de dominación sumando el desempeño de cargos políticos: presidentes, ministros, parlamentarios, etc. Tanto el dinero como el poder fueron monopolizados por unos pocos en detrimento de los muchos; estos últimos al carecer de capital económico y de una instrucción educacional mayor, no tenían posibilidades de disputar estos recursos. Considerando que en este período la mayoría de los chilenos se encontraba subordinado a la autoridad de un patrón, resulta factible suponer que la ejecución de estas prácticas obedeció a una estrategia planificada y orientada a fijar el control social en una minoría ilustrada.

Probablemente la calidad moral de la élite no hubiese sido tan respetada sino hubiera sido por su férreo apego a la religión católica y la rigurosa adopción de su doctrina. El matrimonio pasa a ser una de las responsabilidades centrales de las mujeres de esta cofradía, al ser el mecanismo de exclusión que se encuentra bajo su dominio. Si los hombres determinan quienes califican económica y políticamente para vincularse con ellos, las mujeres imponen sus criterios de selección para extender las redes familiares y así, velar por la pureza y distinción del clan. Utilizando la terminología de Bourdieu, es posible afirmar que el género masculino se encuentra encargado de la reproducción del capital económico, mientras que el femenino, procura transformarlo en capital cultural y social para sus hijos, mediante el reconocimiento y la valoración de los símbolos distintivos del mayor estatus y prestigio social.

En 1938 la elección del primer presidente radical marcó el inicio de la decadencia política de la élite, al posicionar la lucha contra la pobreza y las desigualdades sociales como eje central de su gobierno. Así, los esfuerzos de este “selecto grupo” por contrarrestar la efervescencia popular fueron insuficientes y no pudieron contra la Reforma Agraria, que esperaba redistribuir las tierras productivas del país. La irrupción social fue de tal envergadura que tampoco pudo evitar la toma de sus principales empresas, ni el que una fracción de la Iglesia Católica se volviera en su contra. Al sentirse injustamente atacada, la élite se retiró de la vida pública y decidió dedicarse plenamente a sus actividades e intereses privados. Siendo la formación espiritual y académica de sus hijos una de sus principales preocupaciones, se afilió a congregaciones católicas más conservadoras como el Opus Dei y los Legionarios de Cristo para confiarles la tutela de su descendencia.

La concentración de los hijos de la élite en establecimientos educacionales dirigidos por estos movimientos ha significado el desplazamiento de un conjunto de colegios que tradicionalmente habían formado a los líderes políticos y económicos de Chile. Actualmente ningún integrante de la élite corporativa, menor de cuarenta años ha estudiado en el Instituto Nacional, ni ha matriculado a sus hijos en este liceo de excelencia. Los nuevos colegios de la élite han ganado cada vez más credibilidad y prestigio social, en vista de que, “entre los líderes egresados de los colegios ‘Ivy league’ chilenos, cinco de cada diez líderes provienen de colegios de iglesia o pertenecientes a movimientos religiosos para el caso de los mayores de 60 años, cifra que aumentó a siete de cada diez para los de entre 40 y 60 años, para disminuir levemente a 6,2 de cada diez en los menores de 40” (Revista Capital). Los nuevos colegios en los que se educan sus hijos no solo son funcionales a las expectativas formativas de sus padres, sino que además se constituyen como espacios de socialización que permiten incrementar y desplegar el capital social de este grupo. Así, la familiaridad que provee este entorno facilita la socialización temprana de los niños en las lógicas de pensamiento y los modos de conducta propios de la élite, a su vez que refuerza las redes sociales que posteriormente pueden llegar a traducirse en una contratación o un matrimonio. Desde este punto de vista, no habría porqué suponer que la composición de este segmento social y sus mecanismos de distinción han variado de forma sustantiva en el tiempo.

El supuesto bajo perfil que cultiva la élite en la actualidad no se debe a una pérdida de su capacidad de dominio, sino más bien a un nuevo modo de resguardar sus intereses y su integridad moral. Su invisibilización ha sido favorable al despliegue de sus prácticas excluyentes que, al no ser denunciadas, los libran de las críticas y de la sobreexposición que generan y que tanto daño le hicieron en el pasado, al cuestionar su ejercicio del poder, imponiéndose ahora más bien por la concentración del capital, la manipulación mediática y los conocimientos expertos.

Por otra parte, Chile suma 120 años de desigualdad extrema y es uno de los países con más diferencias socioeconómicas de América Latina, alertó un prestigioso informe difundido por la Escuela de Economía de París este martes 7 de diciembre.

El estudio, encabezado por el World Inequality Lab -dependiente de la institución académica-, señaló que la mitad de la población con menos recursos acumula una riqueza aproximada al 0 por ciento del total, mientras que el 1 por ciento más rico posee casi la mitad de ella (49,6 por ciento).

De hecho, la riqueza acumulada del 50 por ciento menos rico es negativa, del -0,6 por ciento, por la cantidad de población endeudada en este sector, agregó el centro de investigación.

«El país es uno de los más desiguales en América Latina con niveles comparables a la desigualdad de Brasil», apuntó el documento, coordinado por varios economistas emblemáticos entre los que destacan Thomas Piketty y Gabriel Zucman.

En cuanto a los ingresos, la mitad de la población más pobre acumula el 10 por ciento, mientras que el decil más rico aglutina un 60 por ciento y el 1 por ciento más pudiente acumula el 26,5 por ciento de las entradas.

El ingreso laboral femenino es el 38 por ciento del total, lo que implica un «significativo descenso» de la desigualdad en los últimos 30 años y se acerca a otros países vecinos como Argentina (37 por ciento) o Brasil (38 por ciento). Sin embargo, el 10 por ciento superior (grupos millonarios) gana casi 30 veces más que el resto de la población, lo que equivale a una cifra de 82,9 millones de pesos.

La desigualdad en Chile ha sido extrema en los últimos 120 años, incluso después del fin de la dictadura militar de Augusto Pinochet (1973-1990), lo que provocó (en 2019) una ola de protestas sociales, señaló el estudio.

Chile es, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), uno de los países más desiguales de la región -solo por detrás de Costa Rica- y es también la nación que más quiere que el Estado reduzca su nivel de desigualdad de la región.

La mitad de la población con menos recursos acumula una riqueza aproximada al 0 por ciento del total, mientras que el 1 por ciento más rico posee casi la mitad de ella.

Pierre Bourdieu en su Los estudiantes y la cultura (1964), masivamente conocido como Los Herederos, señaló, entre otras cosas, que la educación francesa produce y reproduce el privilegio, por lo tanto, la meritocracia es solo una ilusión.

En diciembre de 2016, Seth Zimmerman, economista de Yale y profesor de la facultad de negocios de la Universidad de Chicago, publicó en el National Bureau of Economic Research una investigación en que queda al desnudo el mito de la meritocracia en nuestro país.

El estudio muestra que en Chile, asistir a una universidad de élite aumenta las probabilidades de una persona de ascender a puestos de alta dirección en las grandes empresas e ingresar al grupo del 0.1% más rico, pero solo teniendo como prerrequisitos el haber asistido a uno de los ocho colegios privados más exclusivos antes de la universidad.

En otras palabras, una educación de élite sólo sirve para amplificar unos orígenes de élite. El estudio reconoce que las personas procedentes de entornos desfavorecidos se benefician al recibir una buena educación, pero por regla general en Chile no ascienden tan alto como sus homólogos privilegiados.

Para mayor abundamiento, ingresar a Derecho, Ingeniería Comercial o Ingeniería Civil en la Universidad de Chile o en la Pontificia Universidad Católica (PUC) mejora notablemente las posibilidades de llegar a la élite empresarial y económica. Esa probabilidad se incrementa aún más si estas personas fueron estudiantes del St. George, The Grange School, El Verbo Divino, Colegio Manquehue, Tabancura, San Ignacio y el Craighouse.

Asimismo, el estudio revela que los ingresos promedio de los egresados de esas tres carreras de la PUC y la Universidad de Chile son de aproximadamente US$ 79.000 al año.

De acuerdo al diario La Tercera (2018): “Con el 0,3% de los alumnos totales del sistema, los egresados del Instituto Nacional coparon el 10% de los programas universitarios de élite, pero luego obtuvieron sólo el 7% de las posiciones de liderazgo (gerencias y directorios) en las principales empresas chilenas. Los egresados de colegios privados de élite representaron el 0,5% del total de estudiantes y se llevaron el 19% de los cupos universitarios de excelencia. La gran diferencia vino después: ellos acapararon ¡el 53%! de los 3.759 altos puestos directivos considerados”.

Amén a lo anterior, un estudio del sociólogo de la Universidad Católica Sebastián Madrid, de 2016, expuso las prácticas que son habituales al interior de los colegios de élite. Para eso entrevistó a exestudiantes de 18 colegios de élite ubicados en cuatro comunas del sector oriente de Santiago. Aunque son muy homogéneos en cuanto al nivel socioeconómico de sus alumnos, el estudio identifica tres tipos de colegios de élite en Chile: los fundados por congregaciones católicas tradicionales (Jesuitas, Padres Franceses y Holy Cross); los influidos por los nuevos movimientos católicos (Legionarios de Cristo, Opus Dei y Schoenstatt) y los fundados por inmigrantes, siendo los más influyentes los anglosajones.

“Deliberadamente seleccionan a ‘iguales’ y se establecen redes de contacto activas basadas en amistad y parentesco“, afirma el estudio, que califica este hecho como una “endogamia particular”. Los principales cedazos son los altos aranceles que cobran, que pueden llegar hasta US$20 mil por estudiante al año (con matrícula, cuota de incorporación y mensualidad). La cifra supera el ingreso per cápita de Chile y es casi cinco veces el salario mínimo de un año. Ninguno entrega becas. Además, casi todos (90%) seleccionan también por habilidades cognitivas, a través de pruebas. Según el estudio, ésta sería “una forma de asegurarse a los estudiantes más fáciles de educar“. Sin embargo, advierte que, pese a que figuran en los rankings nacionales, en las pruebas internacionales como PISA obtienen resultados mucho más bajos que alumnos de similares condiciones de la OCDE, y en Latinoamérica solo superan a los estudiantes de la élite peruana.

Al estar en contacto principalmente con personas iguales, estos estudiantes tendrían un “aislamiento” del resto de la sociedad, una especia de burbuja, y para la mayoría “la universidad es el momento en que la sociedad emerge frente a ellos“.

Ortega y Gasset siempre creyó que la sociedad se fundaba en un proyecto colectivo a futuro; ergo, qué clase de inclusión y sociedad democrática pretendemos construir, si a la luz de lo ya expuesto continuaremos viviendo en una sociedad segregada, en que algunas de las principales herramientas de socialización, como son los colegios y algunas universidades top, pertenecen de forma casi exclusiva a la élite endogámica de este país.

El concepto de “fórmula política” esgrimido por Gaetano Mosca en su trabajo sobre las elites en el poder, permite comprender cómo sus mecanismos de dominio penetran en los espacios más íntimos de las personas, logrando convencerlas de que sus líderes están en lo cierto y que, por ende, son merecedores de todos sus privilegios. Los argumentos que suelen generar este efecto en la población tienden a aferrarse a ideologías y a hitos históricos que exaltan los valores y la integridad moral de los miembros de la minoría. De ello se desprende que algunas corrientes religiosas sean funcionales a los intereses de la élite, en la medida que permiten justificar las desigualdades, a partir de la convicción de que la vida terrenal es un pasaje acotado de sus vidas, siendo la vida espiritual el espacio en el que se revierten las desigualdades y se extienden los privilegios. Así, es muy probable que las cúpulas elitarias no solo estén compuestas por líderes políticos y económicos, sino que también se materialicen en figuras eclesiásticas. De acuerdo a Mosca, “en las sociedades donde las creencias religiosas tienen mucha fuerza y los ministros del culto forman una clase especial, se constituye casi siempre una aristocracia sacerdotal, que obtiene una parte más o menos grande de la riqueza y del poder político. Los sacerdotes, además de cumplir con los oficios religiosos, poseían también conocimientos jurídicos y científicos y representaron a la clase intelectualmente más elevada”. En consecuencia, es posible sostener que dogmas como el cristianismo se posicionan como mecanismos idóneos para promover la legitimación de la élite.

Esta apreciación es compartida por Charles Wright Mills al sostener que, “las personas que gozan de ventajas se resisten a creer que ellas son por casualidad personas que gozan de ventajas, y se inclinan a definirse a sí mismas como personas naturalmente dignas de lo que poseen, y a considerarse como una élite natural, y, en realidad, a imaginarse sus riquezas y privilegios como ampliaciones naturales de sus personalidades selectas. En este sentido, la idea de la élite como compuesta de hombres y mujeres que tienen un carácter moral más exquisito constituye una ideología de élite en cuanto estrato gobernante privilegiado, y ello es así ya sea esa ideología obra de la élite misma o de otros”.

Los argumentos presentados por ambos autores permiten comprender el protagonismo social de la élite como el resultado de dos procesos simultáneos; por un lado su autoconvencimiento de constituir un grupo virtuoso, y por el otro, el refuerzo popular de esta creencia, a través de la convicción de que sus miembros son los únicos capaces de asumir las responsabilidades de gobierno. Si tradicionalmente estos procesos se expresaron mediante la creencia en la investidura divina de los soberanos y de los nobles, actualmente tienden a materializarse en los tecnócratas moralmente intachables.

Considerando que en Chile la educación de mejor calidad se encuentra en manos de instituciones privadas y que no existe un establecimiento de educación superior gratuito, es posible sostener que esta reorientación valórica ha contribuido a reforzar las diferencias sociales entre la élite y el resto de la población. De esta manera, el poder de la élite tiende a reproducirse circularmente porque si la mayor posesión de capital económico permite acceder a la mejor formación académica y ésta, a su vez, es premiada con los puestos de trabajo de mayores responsabilidades e ingresos, no es de extrañar que sus cuotas de poder se mantengan o que incluso, hayan aumentado en el último tiempo.

Los niveles de endogamia y las estrechas relaciones familiares entre los dueños y los altos ejecutivos de las mayores empresas, bancos y corporaciones agrarias del país, parecen probar este supuesto, en la medida que, el valor de los apellidos y la familiaridad siguen siendo criterios relevantes al momento de realizar una contratación o ampliar las redes de poder y parentesco. Junto con ello, la persistencia de una moral extremadamente católica y un modo de vida rigurosamente conservador, permiten sostener que los modos de distinción de la élite criolla, siguen operando conforme a la lógica del período colonial. El autoconvencimiento de los miembros de este “selecto” grupo respecto de su superioridad moral es el principal argumento para fundamentar sus privilegios. Distinguirse en términos morales tiene implicancias que superan las meras consideraciones valóricas, ya que equivale a un medio que justifica las desigualdades materiales en la sociedad. Ser “moralmente mejor”, otorga el derecho a acceder a la mejor educación y a las mejores ocupaciones, junto con posibilitar las mayores recompensas económicas y todos los beneficios asociados a este estilo de vida. Ahora bien, la aceptación generalizada de estas diferencias se basa en la legitimidad social con la que cuenta la élite por sus facultades de dominio que, a su vez, son movilizadas para reforzar las diferencias sociales y en consecuencia, distinguir entre semejantes e inferiores, y que estos últimos acríticamente acepten esta aberración como fidedigna.