2 de agosto 2021. El Espectador

 

Las preguntas alimentan la reflexión y mantienen en alerta amarilla la razón y el sentimiento; respetan la diversidad y se nutren de ella; no son cómodas ni perfectas, simplemente son, hacen pensar, levantan los cimientos de la sociedad y despiertan el switch de la crítica. No es posible ni obligatorio saber todas las respuestas, pero es un deber social preguntar para alentar la búsqueda de la verdad.

Hace pocos días hablábamos con unos colegas sobre la conveniencia o no, de exigir al ingreso de los lugares que aumentan los riesgos de contagio, la vacuna contra el COVID. ¿Algo conveniente/necesario desde la óptica de la salud pública, sería jurídicamente admisible? ¿Cómo se manejarían los choques religiosos y culturales y los mitos anti vacunas? Las tutelas saltarían como liebres, pero la obligatoriedad podría salvar de la muerte a miles de personas. Si a los niños les exigen carnet de inmunización para entrar al colegio, ¿por qué no hacer algo semejante con los adultos?

He sido una incorregible defensora de todo lo que suene a independencia. En general me enferman las imposiciones, me repelen los mandatos verticales y le temo a cualquier voz de autoritarismo.

Pero en el caso puntual de la vacunación –contra una enfermedad que en el mundo le ha costado la vida a más de cuatro millones de personas y solo en nuestro país ha matado a más de 120 mil–el libre albedrío para rechazar la vacuna le pisa los talones a la irresponsabilidad. Divina la autonomía, pero en su nombre no podríamos fusilar al vecino, volarnos los semáforos en rojo o asaltar el banco de la esquina. ¿Por qué entonces –en aras a la libertad individual– puede la gente negarse a ser vacunada, exponiendo así la propia vida (ok, es una decisión personal) y la vida de los demás (eso ya no es personal)?

Cualquier decisión que tomen los gobiernos locales o nacional, va a ser criticada; por blanda o por autoritaria, por fascista o por mamerta, por tardía o invasiva. Pero debemos al menos hacer y hacernos la pregunta, considerar las implicaciones de quedarnos quietos frente a decisiones individuales de alto impacto colectivo, y mirar si estamos dispuestos a pasarnos la vida viendo cómo se desbordan la muerte, la enfermedad y la pobreza.

A este bicho (y hoy estoy hablando del virus) hay que frenarlo en serio. Claro, para eso necesitamos disponibilidad de vacunas, recursos físicos y logísticos, y fortalecer la capacidad de llegada a los territorios. Sería otra garrafal inconsistencia dar una orden que fuera incumplible por stock insuficiente, o por incapacidad en distribución y aplicación a lo largo y ancho del país.

Pero si hay vacunas, si el músculo operativo es suficiente y capacitado y la población puede tener acceso a la inmunización, sería inmoral que las vacunas se perdieran sólo porque a la gente le horman mejor la irresponsabilidad y la indolencia, que la lógica del bien común… y mientras tanto y mientras tantos, la pandemia sigue matándonos,

Quizás baste con prometernos un contrato social entre el beneficio colectivo y las creencias individuales, entre la evidencia científica y las salidas en falso, entre la investigación y el tabú. Pero me temo que no sería suficiente porque el daño avanza a pasos agigantados. Necesitamos más decisiones y más conciencia colectiva, abrir preguntas y cerrarle la puerta al oscurantismo. Necesitamos comprender que, ante tanta fragilidad de la vida, también la condescendencia puede ser un arma letal.

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