Por Edgardo Ayala

SAN LUIS LA HERRADURA, El Salvador, 26 mar 2021 (IPS) – La septuagenaria María Luz Rodríguez colocó el queso sobre la lasaña de carne que estaba preparando, al aire libre, la introdujo en su horno solar y echó una mirada al sol del mediodía, para estar segura de que había suficiente energía para cocinarla.

“Ojalá no se ponga muy nublado más tarde”, dijo María Luz, de 78 años, a IPS. Luego chequeó que el termómetro ubicado en el interior del horno midiera los 150 grados Celsius, la temperatura ideal para comenzar a hornear.

Ella reside en el caserío El Salamar, una localidad costera donde viven 95 familias, localizada en la jurisdicción de San Luis La Herradura, un municipio del central departamento de La Paz, que aglutina unos 30 000 habitantes al borde de un ecosistema impresionante: los manglares y espejos de agua que componen el Estero de Jaltepeque, una reserva natural cuya cuenca alcanza los 934 kilómetros cuadrados.

Transcurridos varios minutos, el queso comenzó a derretirse, señal inequívoca de que el proceso iba marchando bien dentro del horno solar, que no es más que un cajón con una tapa que funciona como espejo, que dirige la luz solar al interior, que está cubierto de láminas de metal.

“Me gusta cocinar lasañas cuando hay alguna ocasión especial”, señaló María Luz, con una sonrisa.

Tras el paso de la tormenta tropical Stan por América Central, en 2005, a El Salamar llegó dos años después un pequeño fondo de emergencia que con el tiempo fue el arranque de un proyecto de desarrollo sostenible mucho más ambicioso, que terminó incluyendo a más de 600 familias.

Los hornos solares y cocinas de alta eficiencia energética aparecieron como uno de los componentes importantes del programa.

El proyecto fue financiado por el Programa de Pequeñas Donaciones, del Fondo para el Medio Ambiente Mundial (FMAM y GEF, en inglés), y más tarde se unieron a El Salamar otros caseríos hasta totalizar 18. La inversión global superó los 400 000 dólares.

Además de los hornos solares y cocinas de alto rendimiento energético, llamadas fogones rocket, se trabajó en la reforestación del manglar y en el manejo sostenible de la pesca y agricultura, entre otras medidas. Justamente, la agricultura y la pesca es la principal actividad de estos caseríos, además de los trabajos temporales en la zafra de la caña.

Mientras María Luz se encargaba de la lasaña, su hija, María del Carmen Rodríguez, de 49 años, cocinaba otros dos platos: una sopa de frijoles con vegetales y res, y un poco de arroz, pero no en un horno solar sino en uno de los fogones rocket.

Esa estufa es una estructura circular de 25 centímetros de alto y unos 30 centímetros de diámetro, cuya base presenta una apertura en la que se introduce una pequeña parrilla metálica que sostiene unas ramitas de madera de no más de 15 centímetros de largo, que sacan de la especie madre cacao (Gliricidia sepium). Así se promueve el uso de cercas vivas energéticas, para evitar dañar el mangle.

La cocina logra mantener buen fuego con poquísima leña, debido a su alto rendimiento energético, a diferencia de las cocinas tradicionales, que requieren de varios leños para elaborar cada comida y la combustión produce un humo dañino para la salud.

Con el fogón rocket basta para cocinar cualquier cosa, pero está concebido para que funcione con otro mecanismo de complemento, para lograr la máxima eficiencia energética.

Una vez alcanzada la ebullición de los guisos o sopas, las preparaciones se colocan al interior de la cocina “mágica”: una caja circular de unos 36 centímetros de diámetro hecha de poliestireno o durapax, como se conoce localmente, un material que retiene el calor.

Los alimentos se dejan ahí, tapados, para que se terminen de cocer con el vapor llevado ahí por la olla caliente, como una especie de vaporera.

“Lo bonito de esto es que uno puede dedicarse a otras cosas mientras la sopa se está cocinando sola en la cocina mágica”, explicó María del Carmen, que tiene cinco hijos y se dedica principalmente a las tareas de su hogar.

La tecnología de ambas cocinas fue traída a estos caseríos costeros por un equipo de chilenos financiado por el Fondo Chile contra el Hambre y la Pobreza, establecido en 2006 por el gobierno de ese país sudamericano y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para promover la cooperación Sur-Sur.

Los chilenos enseñaron a un grupo de jóvenes de varias de esas comunidades cómo fabricar los componentes de los fogones rocket, hechos a base de arcilla, cemento y un sellador o pegamento comercial.

Con el uso de esas estufas “se ha reducido al menos en 50 por ciento las emisiones de dióxido de carbono (CO2) si lo comparamos con las cocinas tradicionales”, explicó a IPS el coordinador en El Salvador del Programa de Pequeñas Donaciones del GEF, Juan René Guzmán.

Alrededor de 150 familias usan los fogones rocket y las cocinas mágicas, en 10 de los caseríos que formaron parte del proyecto, que finalizó en 2017.

“La gente adquirió su kit de cocina, y de contrapartida tenían que ir a sembrar mangle, o a recolectar plástico, no quemar basura, etc. Pero no todas las personas estaban dispuestas a trabajar en favor del medio ambiente”, dijo a IPS la joven Claudia Trinidad, de 26 años, oriunda de El Salamar y estudiante del último año de Administración de Empresas en la Universidad Luterana de El Salvador, que por la pandemia de covid cursa virtualmente.

Quienes trabajaron en la reforestación del manglar sumaron horas laborales, que se contabilizaron como una contrapartida ofrecida por las comunidades, y que totalizó más de 800 000 dólares.

En la zona del proyecto se han conservado o restaurado 500 hectáreas de manglares y puesto en marcha prácticas sostenibles en 300 hectáreas de ecosistemas marinos y terrestres.

Petrona Cañénguez, de la localidad San Sebastián El Chingo, es una de las que sí trabajó. Preparaba también una sopa de frijoles para el almuerzo, en su fogón rocket, cuando IPS visitó su vivienda durante el recorrido realizado a la zona.

“La cocina me gusta porque uno siente menos calor cuando está preparando la comida, además es bien económica, unas ramitas y ya”, contó Petrona, de 59 años.

La sopa de frijoles, un platillo infaltable en la mesa de las familias salvadoreñas, estaría lista en una hora, dijo. Usó dos libras (908 gramos) de esa leguminosa y con ese caldo se alimentarían ella y sus cuatro hijos durante unos cinco días.

Sin embargo, ella echó mano únicamente del fogón rocket, sin la cocina mágica, más por costumbre que otra cosa. “Siempre tenemos a la mano las ramitas de madre cacao», contó, lo que facilita el uso del fogón..

Si bien el horno solar es el que ofrece la solución más limpia, son pocas las personas que aún lo conservan, según pudo constatar IPS.

Eso se debe a que la madera con que fueron construidos no fue de la mejor calidad y las condiciones del clima de playa y las polillas pronto terminaron deteriorándolos.

María Luz es de las pocas personas que todavía lo conserva, no solo para su lasaña de carne, sino para una amplia variedad de recetas, como el pan de naranja.

No obstante el proyecto no solo son cocinas y hornos solares.

Las familias beneficiadas recibieron además cayucos (embarcaciones más pequeñas que las canoas y de suelo plano) y redes para la pesca, apoyo para montar viveros de crustáceos como el cangrejo azul y moluscos propios de la zona, como parte del componente de pesca con enfoque de sostenibilidad, en esta región que mira al océano Pacífico.

Varias familias abrieron estanques que son llenados con el agua del estero, cuando la marea está alta, y ahí han criado peces que les han provisto de alimento en momentos de escasez, como sucedió durante la cuarentena impuesta en el país, en marzo de 2020, para contener el avance del coronavirus.

Se promovió además la siembra de maíz y frijoles con semillas nativas, así como de otros cultivos: tomate, pepino, ayote y rábanos, para los cuales se usó abono y herbicidas orgánicos.

El presidente del Comité de Desarrollo Local de San Luis La Herradura, Daniel Mercado, contó a IPS que durante la emergencia sanitaria de la covid-19 las personas de la zona recurrieron al trueque para poder abastecerse de los alimentos requeridos.

“Si una comunidad tenía tomate y otra pescado, entonces hacíamos un intercambio, aprendimos a sobrevivir, a convivir”, narró Daniel. “Fue como el comunismo de los primeros cristianos”, acotó.

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