En 2016 cuando, increíblemente, Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos, pensé: este es el signo inconfundible del principio del fin de la democracia liberal representativa. Un personaje absolutamente antidemocrático, que movía abiertamente sentimientos xenófobos, racista, clasistas, machistas, sexistas, homofóbicos, etc., llegó a la administración del Estado, referente planetario de la democracia liberal. Algo sucedía, la democracia liberal en su época de la globalización neoliberal, es decir de radicalización de los valores liberales, llevó a la presidencia del imperio al personaje más antidemocrático en el marco de su propia democracia liberal burguesa.
Que un personaje antidemocrático, en el sentido de los valores liberales de igualdad, tolerancia, permisividad social, etc., que acompañaron la globalización neoliberal y además pronacionalista, se encargue de la dirección del capitalismo globalizado, era un contrasentido que anunciaba la fractura del imperio. En estos cuatro años de su mandato, a pesar de su posición xenófoba frente a la migración, sobre todo la latinoamericana, los migrantes (en el tiempo del imperio romano los bárbaros) dejaron de ser el peligro para la unidad de los estados que forman el imperio capitalista. La fisura entre los estados demócratas y los estados republicanos, tan visible en estas elecciones del 2020, se transformó en una enorme fractura que amenaza con la balcanización y la guerra civil en el centro imperial. La paradoja liberal burguesa está quebrando la hegemonía estadounidense. Por su parte, los republicanos conservadores apoyan el libre mercado, póngase atención en el mercado de armas, y, al mismo tiempo, radicalmente rechazan la cultura y las costumbres liberales que engendran esa economía. Por la otra, los demócratas que hipócritamente rechazan el mercado, con vehemencia refuerzan la ideología que engendra ese mismo mercado. Republicanos y Demócratas contrahechos ideológicamente se enfrentan en unan feroz y paradójica disputa que ha llegado a las calles de todo el gran país, con niveles de violencia que no conocían varias generaciones de estadounidenses que vivieron la época dorada del “sueño americano”.
El chivo expiatorio extranjero –comunismo soviético, terrorismo islámico, narcotráfico latinoamericano, dragón chino, bárbaros migrantes- que concentraba el mal y permitía la unidad de los estados que forman el imperio, estrategia que les funcionó muy bien, sobre todo a los demócratas, ya no funciona. El odio hacia el otro (extranjeros, bárbaros) se encuentra en el seno de su población entre republicanos y demócratas, que además y peligrosamente están armados. El enemigo está en casa, la gran nación se ha fracturado por dentro. En los meses previos a este último proceso electoral, las divisiones y odios internos se acrecentaron, evidenciando la paradoja liberal. Por un lado, el movimiento Black Lives Matter que levantó la ira social y salió con violencia a defender los valores liberales y, por el otro, el crecimiento de grupos paramilitares de extrema derecha que salen con armas a defender sus valores conservadores amparados en la libertad de portar armas. Al final, el proceso electoral de la democracia modelo ha estado viciado de denuncias de fraude, de intento de golpes de estados, de malos manejos, de insultos, de amenazas. Según como va el conteo de votos habrá impugnaciones gane uno u otro; que, dicen, se resolverán en las instituciones democráticas competentes. Según como ha venido desarrollándose la crisis política interna, parece que las elecciones se resolverán en las calles y con violencia. No estamos hablando de Estados y democracias fallidas y obscenos populismos en África, América latina o Asia, estamos hablando del imperio estadounidense, entonces, la situación es otra.
A este deterioro de la democracia liberal estadounidense, se suma un creciente empobrecimiento de su población y el ensanchamiento de la desigualdad social; gente sin vivienda, sin comida, sin futuro y obscenas concentraciones de riqueza. El incremento del desempleo, la deuda interna y externa, la destrucción de su industria nacional, etc., es decir, los problemas de cualquier país del llamado tercer mundo.
Con todos los reparos, distancias y diferencias históricas, voy a arriesgarme a comparar a Donald Trump con Nerón, el emperador más perturbado y megalómano que recuperó las viejas tradiciones romanas, ofreciendo diversión y juegos al pueblo, en los que el mismo participaba, por lo cual fue aclamado en las clases populares. El emperador que incendió Roma. Donald Trump es el presidente más extraño, megalómano, políticamente incorrecto y antidemocrático que ha gobernado Estados Unidos, que prometió recuperar la “grandeza de América para los americanos” ofreciendo repatriar los capitales a Norteamérica y así fortalecer la industria nacional y el empleo, empresa en la que él mismo participaba como empresario que es, por lo cual los sectores de trabajadores blancos norteamericanos empobrecidos, por la política del libre mercado impulsada por los demócratas, lo aclamaron. El presidente que incendió y dividió a los Estados Unidos.
Obviamente, la historia no es la historia de los hombres sino el devenir complejo y contradictorio de las sociedades y, obviamente, todo imperio tiene un principio y un fin.