Un martes alrededor de las 6 de la tarde yo volvía de la universidad en Bogotá. Faltándome una calle para llegar a mi casa una patrulla de la policía se detuvo y me obligó a subir en ella sin ningún motivo salvo su abuso de autoridad. Me llevaron a un CAI* en el que una mujer policía se dedicó a vaciar por completo mi mochila y cinco policías hombres me desnudaron. La violencia y la tortura tienen mirada, era la de esos cinco funcionarios públicos vestidos con el uniforme de la patria mientras me observaban desnuda y completamente aterrada a mis 17 años.

Me obligaron a permanecer durante horas desnuda, en un frío casi tan miedoso como ellos, de pie, en un rincón, bajo la orden de tener las manos visibles y a los costados del cuerpo. Se turnaban para mirarme, darme vuelta, como quien elige ganado en medio de una venta. Con las manos me tapaba cuanto más podía y me advirtieron que si lo seguía haciendo me iban a esposar. En un momento grité infructuosamente y les dije que si me ponían un dedo encima nos moríamos todos juntos, uno de ellos se me acercó a la boca y tocándome con sus labios me dijo que sabían cómo neutralizar a las que se ponían bravas, y que si volvía a hacerlo me iban a violar todos y cada uno, dándome así un verdadero motivo para gritar.

El CAI olía a café, del que se hace en olleta y en aguapanela, había estampitas de santos y una velita encendida en lo que era un improvisado altar. Los santos a los que los torturadores adoraban eran los mismos a los que yo les pedía no ser violada y poder volver a casa. Ilusamente revisé con la mirada todas las opciones posibles de escape y busqué inútilmente cualquier artefacto al alcance para defenderme. El miedo paralizante posó mi mirada durante horas en la llama de esa vela que le alumbraba el rostro a un San Judas Tadeo. En mi imaginario llegué a ensoñar que podría incendiar todo pero sabía que era imposible.

Los pasados 9 y 10 de septiembre Colombia asistió a unos de sus habituales hechos: abusos de autoridad, detenciones ilegales, desaparición, tortura y asesinato por parte de la fuerza pública. La masacre que vivió Bogotá no es algo nuevo, es lo que desde hace décadas se vive en regiones a las que el Estado sólo ha decidido llegar con plomo y droga. La diferencia es clara, sucedió en plena capital y en la época de los teléfonos inteligentes y los hashtags.

La masacre no nació de un repollo. Justamente luego de ser filmado uno de esos abusos sobre Javier Ordoñez, un ciudadano al que luego la policía asesinó en un CAI, el pueblo, con esta herida abierta que implica ser colombiano o colombiana, salió a la calle a protestar. La respuesta de los servidores públicos a la legítima indignación fue asesinar a 12 personas más.

La tortura de Javier fue filmada y quien lo hizo les advertía a los agentes de policía que lo estaba haciendo como mecanismo que los persuadiera para que no lo torturaran más. A los policías no les importó y sólo se detuvieron hasta que lo mataron en un CAI. La impunidad es más grave de lo que suponíamos, nunca se detuvieron a pesar de estar siendo filmados y de que Javier, completamente reducido a punta de pistola taser, desde el asfalto suplicó por su vida. Días después y con la herida abierta y ardiendo en el pueblo, el presidente de Colombia apareció en un CAI con el uniforme de policía puesto y tomándose fotos. El mensaje del oficialismo colombiano es claro, tanto, que para muchas personas se hace transparente.

A pesar de las horas de grabaciones con imágenes aterradoras de la violencia institucional por parte de la policía, desde el gobierno sostienen que el delito es grabar videos y twittear, dando inicio a lo que tan bien saben hacer: construir alteridades. Con las FARC como partido político necesitan fortalecer y crear nuevos enemigos enmarcados en categorías mediocres y vacías, inventadas pero pegadizas (neosocialistas, neocomunistas, neochavistas, castrochavistas, etc). Construyendo la narrativa de lo otro que implica no ser como ellos, quienes además se autodenominan “personas de bien”. La violencia institucional hace parte de la agenda de gobierno que los sectores dominantes necesitan seguir manteniendo, porque ha sido únicamente a fuerza de instalar imaginarios de enemigos y un desteñido, trasnochado y mentiroso patriotismo, que se sigue sosteniendo el vacío argumentativo de la seguridad democrática, que aunque es un discurso que destila ignorancia es sumamente peligroso, porque justamente en esa carencia de pensamiento crítico radica su mayor peligro y su mayor arenga.

Estamos repitiendo una película que ya vimos: necesitan generar caos y miedo fortaleciendo la idea del enemigo interno para venderle al pueblo seguridad democrática en el 2022 (año de las próximas elecciones presidenciales en Colombia).

Los días siguientes a la masacre a la que asistimos en streaming, las y los bogotanos se autoconvocaron a tomarse los CAI que habían sido exorcizados por la rabia justa del pueblo para convertirlos en centros culturales y bibliotecas. El mensaje por parte de la ciudadanía también es claro, no hay perdón que alcance, no hay olvido posible, este miedo que tenemos todas las personas que hemos sido torturadas por policías nunca se nos va a ir del cuerpo, las vidas que pierde Colombia por causa de excesos obscenos de su fuerza pública son tragedias irreparables. Mientras esas sedes barriales de tortura que son los CAI sigan existiendo, seguirá nuestra rabia y no habrá ningún tipo de resarcimiento.

En mi mochila sólo había cigarrillos, fotocopias y cuadernos, nunca encontraron marihuana. Alguna urgencia del orden policial los hizo salir corriendo. Debatieron unos minutos antes qué hacer conmigo, si me dejaban ahí hasta que volvieran o me soltaban. El que se quedaba encargado del CAI pidió que me dejaran. Yo temblé de nuevo. Otro le respondió que no era justo, que donde comía uno comían todos, hasta que la mujer policía les dijo que me soltaran, que por lo que había revisado en mis cosas se notaba que si pasaban más horas una familia iba a empezar a buscarme, que era mejor no hacer de eso un problema. Volví a mi casa pasada la media noche caminando muchas calles de distancia y sin un solo peso. Me vaciaron la billetera como castigo por haberlos increpado, muerta del miedo, hecha un manojo de rabia y llanto y a pesar de todo, agradeciendo que no me habían violado.

Durante años la eficacia de la memoria selectiva ante hechos traumáticos se encargó de postergar este recuerdo, y es que no hay mejor mecanismo de supervivencia cuando se es colombiano. Pero emergió con la rabia y la furia con la que la gente salió a la calle a protestar, porque en Colombia muchas veces muchas personas hemos sido en algún momento Javier Ordoñez. El rosto del santo alumbrado con la vela, las miradas y las manos en mi cuerpo de los que juraron cuidarnos, la banderita nacional en el lugar en el que me estaban torturando, el frio y el miedo en el cuerpo. Volvieron también el dolor y la rabia, los pensamientos que tuve en ese momento: esperé 20 años para ver hecha realidad la imagen de un CAI prendido fuego. Esos lugares no pueden existir más.


* Comando de Atención Inmediata de la Policía Nacional de Colombia