La semana pasada Colombia se posicionó en el top ten mundial de los índices de contagio de COVID19 superando las 470.000 personas y alcanzando una cifra de más de 15.300 personas fallecidas a causa del virus al momento de cerrar esta columna. En el 2019 ocupó el primer lugar del mundo con los 64 asesinatos de personas defensoras del medio ambiente (y se esfuerza para no perder el podio en el año en curso). Cuenta 10 indígenas Awá asesinados en cuatro meses, a su vez, trascendió que miembros de las fuerzas militares colombianas violaron en manada una niña indígena emberá. La misión de derechos humanos de la ONU en ese país contabiliza 41 asesinatos a exguerrilleros, 97 asesinatos de defensores de derechos humanos y 33 masacres en lo que va del 2020, en el cual también suma 184 líderes sociales asesinados, y como quien se esfuerza para batir todos los records, agregamos que el pasado 8 de agosto Cristian de 12 años y Maicol de 17 fueron al colegio a dejar una tarea que no pudieron enviar por internet y los asesinaron, que tan solo tres días después, el 11 de agosto, encontraron los cuerpos torturados y asesinados de cinco chicos, amigos ellos, de entre 14 y 15 años y que cuando aún la sociedad colombiana no salía de su consternación, el 16 de agosto conoció la masacre de 8 jóvenes más.

Sin embargo, las preocupaciones de su gobierno son otras.

En Colombia hay un derramamiento de sangre y de exacerbación de frivolidad que asustan y que en las últimas horas nos han dejado casi sin aliento. Resulta muy difícil poder dilucidar qué hacer, cómo seguir y cómo detener esta oleada de violencia a la que las decisiones políticas del oficialismo colombiano han arrojado nuevamente a su pueblo.

Sólo una cosa puede ser más violenta que toda esa violencia, y es su naturalización.

Queda claro que la muerte no es un fenómeno que despierte empatía alguna en el gobierno de Iván Duque, su gestión rompe records en muerte y abandono estatal, su pueblo muere por una pandemia que ha gestionado profundamente mal y a la que ha decidido combatir con medidas que han ido desde la convocatoria masiva y multitudinaria a la ciudadanía, en plena pandemia, para que compre (probablemente cosas innecesarias) en cuotas y sin IVA; hasta las emisiones televisivas diarias en las que no dice nada pero adorna la escenografía con la bandera nacional y una botellita de alcohol en gel.

Mientras tanto su pueblo es asesinado frente al silencio cómplice de las instituciones alcanzando índices exorbitantes de impunidad, ante lo cual, el mandatario colombiano ha decidido actuar bajo el mismo modus operandi ineficaz con el que ha gestionado la crisis sanitaria. Es así que ha apelado a encomendarse él y encomendar al país a los santos y vírgenes más populares, en un grotesco gesto de indolencia y negación de la realidad que está viviendo Colombia, pero a través del cual le tira un trozo de pan a quienes en medio de la violencia y la matanza siguen aferrados a una fe, cualquiera que sea, como única alternativa posible al infierno en el que han vuelto a convertir a Colombia desde la actual gestión y su partido de gobierno. Éste, en respuesta a una decisión judicial e independiente en contra de su máximo líder (el expresidente Álvaro Uribe Vélez), insólitamente propuso una constituyente –repito, una constituyente– mientas la población corre el riesgo de morir acribillada por la violencia o asfixiada por la pandemia, o las dos.

En la misma línea de podredumbre y en connivencia con la ráfaga de muerte, se encuentran los medios de comunicación dominantes de ese país (como es habitual en América Latina), avergonzando cada vez más no sólo al oficio, sino a un pueblo encerrado en la impotencia, el miedo y la tristeza, condenado a la intemperie del Estado y sin saber ante tanta muerte qué camino seguir.

Y finalmente se encuentra Colombia con una parte de su población a la que la muerte se le acomodó en la casa, y con ella toma el café por la mañana. Al igual que a su gobierno actual, no le inmuta el sufrimiento y la injusticia que vive otro. Porque en medio de tanta desolación quizá lo más doloroso sea la ausencia de dolor, la negación de lo que es evidente y peor aún, la justificación de tanto sufrimiento. Posiciones que se resguardan bajo los paraguas discursivos y clasistas del “algo habrán hecho”, “no estarían recogiendo café”, “hay que ver cómo iba vestida” y “eso les pasa por violar la cuarentena”. ¿Qué le pasa a una sociedad a la que no le pasa nada con la tortura, decapitación, violación, bombardeo, asesinato y desaparición de sus niñas, niños y jóvenes?

Colombia está encerrada en un laberinto que tiene su única salida taponada por el temor, una pila de cadáveres y una hueca pero peligrosa narrativa de miedo, seguridad y heroísmo. El país ha tocado un fondo al que se creyó que nunca se volvería, pero eso ha sido posible gracias al lastre de su actual gobierno y su necesidad imperiosa de seguir instaurando la violencia, porque en el desmantelamiento de su naturaleza, ante su vacío argumentativo y los escándalos por vinculaciones con narcotráfico, fraude electoral y corrupción, es evidentemente que lo único que lo sigue manteniendo en pie es la muerte, y que su única y mejor máscara para mostrar es la de un mandatario contándole inútilmente las horas de gobierno al presidente vecino y arrodillado rezando mientras decapitan niños en los cañaduzales. Puro pan y circo.

Cambiar el rumbo de las cosas es doloroso pero más doloroso es seguir igual. En ese intento de cambio en el que se busca imperiosamente la paz, Colombia sigue pagando con lo más valioso que tiene: la vida de su gente. Y requerirá de la ayuda de la comunidad internacional y de la madurez política suficiente para elegir y apostarle a un modelo de gobierno que priorice un derecho tan elemental y escandalosamente prioritario: que al pueblo no lo sigan matando.

Y para ello es menester que como sociedad nos miremos a nosotros y entre nosotros, quizá el mayor y principal acto de resistencia sea no permitir que la muerte se nos instale como una comensal más en la mesa. Que nos duela, que nos afecte, que nos incomode, que nos indigne; porque cada vez que cualquier colombiano o colombiana permanece indiferente ante un asesinato, le ayuda a la impunidad y a la muerte a que nos maten absolutamente a todos, cada vez, un poquito más.