«Si la justicia es indivisible, se deduce que nuestras luchas contra la injusticia deben estar unidas» — Angela Davis. 

«La imagen de estos oficiales de policía quitándole la vida a Floyd podría servir como una metáfora de la forma en la que las administraciones de los Estados Unidos han tratado durante generaciones con los países de los que muchos de nosotros venimos; a través de invasiones, ocupaciones, guerras, el apoyo a dictadores, la eliminación de gobiernos elegidos democráticamente, entre otras tácticas»  – Edwidge Danticat

Pasaron dos meses desde el brutal asesinato de George Floyd por quienes creen en la supremacía del hombre blanco, y ahora, nos enfrentamos a los aniversarios de dos de los actos más brutales de todo el espectro de dominación. En estos actos, la raza fue un factor que también los impulsó: Los 75 años de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, este 6 y 9 de agosto. Miles de personas -entre ellas muchos niños en edad escolar construyendo defensas frente a un posible futuro bombardeo y católicos en el distrito Urakami de Nagasaki- fueron vaporizadas por la bola de fuego. Otras decenas de miles de personas se quemaron hasta tornarse irreconocibles, ahogadas en ríos y cisternas mientras buscaban alivio, o fueron aplastados bajo las ruinas de casas y edificios. A finales de año, más de 200 mil personas -casi todas civiles- habían muerto. Muchas de ellas sufrieron muertes agonizantes. Hasta el día de hoy, las víctimas de las bombas siguen muriendo de cáncer y otras enfermedades relacionadas con este acontecimiento. Como una vez informó un funcionario del Departamento de Energía de los Estados Unidos, los  estudios médicos que la Comisión de Víctimas de la Bomba Atómica [ABCC por sus siglas en inglés] realizó acerca de los sobrevivientes de las bombas (Hibakusha en japonés),«se han utilizado para todo, incluido el diseño de nuevas armas nucleares».

Los bombardeos y las carreras armamentistas nucleares que han llevado repetitivamente a la humanidad al borde de la aniquilación, son expresiones de la continuidad lógica/ilógica de las campañas de la élite estadounidense para asegurar su dominio en el país y en el extranjero. El país se encuentra ahora inmerso en un debate y una lucha fundamentales acerca de la eliminación de los símbolos y fundamentos institucionales del pensamiento de la supremacía blanca, incluyendo la impunidad policial pero sin limitarse a este ámbito. Desde las patrullas de esclavos, las palizas y azotes, hasta Jim Crow; desde los linchamientos hasta la brutalidad policial, la línea roja y el complejo industrial de las prisiones, el pensamiento de la supremacía de la raza blanca ha dependido de un amplio espectro mortal y coercitivo de dominio.

No es casualidad que el dominio del espectro completo sea  también el mandato del Pentágono. Como David Blight escribió en su reciente biografía magistral acerca del abolicionista Fredrick Douglass: «Douglass argumentó que mientras el pensamiento de la supremacía de la raza blanca radicara en la raíz de los asuntos exteriores estadounidenses, el país nunca podría lograr sus nobles objetivos en el extranjero».

Las estatuas cuentan una historia

En todo el paisaje de Nueva Inglaterra, en los bienes comunales y los parques de las ciudades, la fusión de políticas extranjeras y militares se honra en los monumentos conmemorativos de la guerra hispanoamericana. Uno se encuentra en los márgenes de la Universidad de Harvard. En la parte superior del zócalo se encuentra un Cincinnatus anglosajón, el hombre de todos los tiempos, con su rifle a horcajadas, resueltamente preparado para la batalla.

La placa cuadrada del zócalo es aún más interesante. Representa a las mujeres desesperadas de rodillas, con los brazos extendidos, apelando a la salvación. Detrás de ellas aparece la imagen de los barcos de guerra de EE.UU., degollando a los guerreros blancos que fueron enviados para salvarlos. Bordeada en los cuatro lados de la placa están las palabras: Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Guam. Una repetición del tropo racista de salvar a la damisela en apuros de la peligrosa e invisible Gente de Color. Las fuerzas del G.I. Joe de la década de 1890 estaban salvando el día, no creando nuevas colonias imperiales en contradicción con la Guerra de Independencia anticolonial de su país. Estaba salvando a las mujeres y los niños, o eso es lo que las generaciones posteriores han creído.

En la mayoría de los casos, la política exterior de una nación está diseñada para servir a los «intereses nacionales» del país, sin embargo, el cómo puede forjarse en medio de tensiones populares y de la élite, no es de mucha relevancia. En el caso de los Estados Unidos, la expansión de la influencia y el poder de este país, modelada en gran medida a partir del colonialismo y el neocolonialismo europeos, pueden remontarse al decenio de 1870. Aunque pocos esclavos liberados recibieron sus prometidos 40 acres y una mula, en medio del genocidio continuo de los Primeros Pueblos del continente, la expansión hacia el oeste fue inexorable. Esto provocó el cultivo de muchas tierras, conduciendo a la sobreproducción, a los excedentes masivos de cultivos, al colapso de los precios de mercado y dificultades financieras y la ruina para miles de agricultores y sus familias. ¿La solución? Presionar al gobierno para que dirija su atención al sur en busca de mercados: a América Latina.

Estas fuerzas se edificaron sobre la siguiente generación. El profesor Jules Davids de la Universidad de Georgetown y el principal escritor fantasma de Perfiles de Coraje de John F. Kennedy, enseñó a futuros diplomáticos y líderes nacionales que la década de 1890 fue un punto de inflexión para los Estados Unidos. Para ese entonces, el imperio continental norteamericano se había consolidado. La mayor depresión económica en la historia de los Estados Unidos de entonces y el descontento laboral tenían a los líderes corporativos desesperados y deseosos de lo que ellos entendían con el “santo grial del capitalismo”: el mercado de China. Si los EE.UU. podían tallar mercados allí, creían que las fábricas de EE.UU. podían operar 24 horas al día, siete días a la semana, resultando en enormes beneficios y en ‘paz social’.

Pero había un gran obstáculo: las potencias coloniales europeas controlaban los «peldaños de Asia», las islas que servían como estaciones de carbón para los buques comerciales y de guerra de la era, impulsados por vapor. Estas islas no podían ser tomadas hasta que los Estados Unidos tuvieran buques de guerra capaces de competir con la marina más fuerte del mundo: la británica. Inspirados por las teorías de guerra naval del Almirante Mahan y presionados por el Secretario de Marina Theodore Roosevelt y el Senador Henry Cabot Lodge, los Estados Unidos construyeron esa marina en la década de 1890. El hundimiento en 1898 del U.S.S. Maine en el puerto de La Habana bajo circunstancias aún no determinadas, sirvió como un casus belli. Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Guam y Samoa fueron conquistados de España. Bajo el amparo de la guerra, Hawai fue anexado.

Contrario a la mitología comunicada por esas estatuas a través de Nueva Inglaterra, la gente de estas naciones conquistadas experimentó un cambio de sus opresores coloniales, no una liberación por completo. En Cuba y Filipinas, continuaron luchando por la independencia. Fueron derrotados en brutales guerras, alimentadas por el racismo de las fuerzas ‘arias’ de Estados Unidos, reforzado por la tortura, la creación de las despiadadas fuerzas policiales controladas por los Estados Unidos (el modelo que se consiguió durante las guerras de Vietnam, Afganistán e Iraq) y por las tecnologías de información de vanguardia de la época: el telégrafo y el sistema decimal de Dewey. Aunque el número de muertos cubanos todavía no está claro, se estima que unos 300 mil filipinos fueron asesinados por las fuerzas estadounidenses, algunos en masacres que evocan la matanza de los nativos americanos en Wounded Knee y que anticiparon la masacre de Mai Lai en Vietnam. De esta manera se establecieron los cimientos del imperio de ultramar de los Estados Unidos.

La Doctrina Monroe, que declaraba que el hemisferio occidental era un elemento inexpugnable de la ‘esfera de interés’ de los Estados Unidos, se aplicó con guerras mortales y repetitivas, intervenciones militares y golpes de estado. (Nicaragua, Granada, Guatemala, Chile, Honduras y la República Dominicana acaban de empezar la lista). En los años 30 y 40, porciones significativas del imperio británico se convirtieron en colaterales para los préstamos de Franklin Delano Roosevelt de ayuda a Gran Bretaña. Con el colapso de los imperios británico y francés de la posguerra, seguido de subvenciones políticas, golpes de estado e intervenciones militares que incluyeron amenazas nucleares en el norte de África y el Oriente Medio, el «centro geopolítico de la lucha por el poder mundial» de la guerra fría, que por cierto era rico en petróleo, cayó en la esfera de los Estados Unidos.

Imperialismos competitivos

Asia era diferente. Con el tiempo, el teatro del Pacífico en la Segunda Guerra Mundial se entendería menos como una guerra antifascista y más como la guerra entre potencias imperiales que se encontraban compitiendo. En 1905, cinco décadas después de que los Barcos Negros del Capitán Perry ‘abrieran’ Japón, las dos potencias imperiales, Tokio y Washington, hicieron un trato al margen de las negociaciones del Tratado de Portsmouth tras la guerra ruso-japonesa. Washington reconocería el control colonial de Tokio sobre Corea, que había sido recientemente conquistada, a cambio de que Japón respetara el control colonial estadounidense sobre Filipinas. Durante las décadas siguientes, las dos potencias emergentes y Gran Bretaña gestionaron sus tensiones, sobre todo a través de la Conferencia Naval de Washington de 1920-21, que estableció límites proporcionales al tamaño de las fuerzas navales de cada una de las potencias en el Pacífico.

La paz armada de Asia y el Pacífico se rompió por un cisma que surgió en la élite japonesa.  La facción ‘militarista’ no se sentía contenta de tener un papel secundario para los imperios anglosajones, especialmente en China. Otros, dolorosamente conscientes de que la economía del Japón era solo una décima parte de la de los Estados Unidos, argumentaron que el Japón debía expandir su imperio bajo el paraguas de las esferas imperiales de Washington y Londres. Los ‘militaristas’, que consiguieron todo el poder, optaron por ‘absolutamente todo’. Las provocaciones militares japonesas abrieron el camino para una invasión a gran escala, y en poco tiempo Japón controló Manchuria y muchas de las principales ciudades de China.

En 1941, incluso cuando sus fuerzas estaban cada vez más sumidas en China, las tropas japonesas amenazaban los intereses coloniales y económicos occidentales en Asia y sus cuotas de mercado en China. Roosevelt reaccionó, incautando los activos japoneses en los Estados Unidos y, como una amenaza mayor, imponiendo un embargo de petróleo al Japón. Sin un suministro adecuado de petróleo para proseguir su guerra prolongada en China, los dirigentes del Japón optaron por invadir Indonesia y atacar Pearl Harbor simultáneamente. Indonesia podría ser el proveedor de petróleo. Y al hundir gran parte de la flota estadounidense del Pacífico, los líderes japoneses confiaban en que podían ganar tiempo para su guerra en China mientras que los Estados Unidos estaban preocupados con su guerra más importante contra los nazis de Hitler en Europa.

La Guerra del Pacífico fue alimentada por el racismo y las ambiciones imperialistas de cada lado. Como escribió el historiador John Dower en War Without Mercy, «Para decenas de millones de participantes, la guerra fue también una guerra racial. […] el tardío surgimiento de Japón como potencia dominante en Asia […] desafió no sólo la presencia occidental sino toda la mística del pensamiento de la supremacía blanca sobre la que habían descansado siglos de expansión europea y americana». Se lanzaron campañas de propaganda racista a ambos lados del Pacífico para alimentar el espíritu de lucha de sus tropas y para reforzar el apoyo público a todos los sacrificios que fueran necesarios para continuar la guerra.

Para los estadounidenses, la cordura japonesa no debía ser «medida por nuestros propios estándares de lógica». Los japoneses fueron tratados como «extranjeros irracionales y no blancos». La revista LIFE mostró que los japoneses, como el Primer Ministro Tojo, « Manifiestan la intensidad sin sentido del humor, de lo implacablemente místico». Los periódicos de Hearst proclamaron que las guerras en Asia y Europa eran diferentes porque Japón era una «amenaza tanto racial como cultural y religiosa». Una victoria japonesa resultaría en una «guerra perpetua entre los ideales orientales y los occidentales». La propaganda del Departamento de Guerra fue diseñada para mostrar a los japoneses como «alimañas que debían ser destruidas». Esta deshumanización del enemigo, que tiene sus raíces en el racismo euroamericano, hizo posible que los ataques con bombas incendiarias del General LeMay quemaran a 100 mil residentes de Tokio hasta la muerte en una sola noche, que quemaran 66 ciudades japonesas hasta los cimientos y que, en última instancia, desataran armas nucleares contra las «alimañas» de Hiroshima y Nagasaki.

 

Hiroshima y Nagasaki

En la máxima expresión de la dominación de espectro completo del poder y el terrorismo estatales, Hiroshima y Nagasaki fueron atacadas con armas nucleares. Las bolas de fuego de las bombas estaban a tres millones de grados centígrados. En el primer segundo, se irradiaron todas las personas en un radio de dos millas. A esto le siguió la onda expansiva que destruyó casi todas las estructuras en un radio de dos millas (una milla en el caso de Nagasaki debido a su terreno montañoso.) A esto le siguió la ola de calor que quemó a la gente y los escombros indiscriminadamente.

Dower resumió los testimonios de los supervivientes de la bomba atómica, escribiendo que la gente de Hiroshima experimentó lo que ellos entendieron como el Infierno, un: «infierno ardiente poblado de monstruos y cuerpos desnudos atormentados […] Un infierno furioso, calles llenas de criaturas monstruosamente deformadas; un dolor insoportable, permanente, y sin medicina contra ello… Los contornos de los cuerpos estaban permanentemente grabados como sombras blancas en un nibus negro en las calles o paredes, pero los cuerpos mismos habían desaparecido […] Había innumerables cadáveres sin heridas aparentes. Hubieron partes de los cuerpos que se mantuvieron en el suelo, como dos piernas cortadas por debajo de las rodillas, aún en pie. Muchos de los muertos fueron convertidos en estatuas, algunos en estatuas sólidas y otros en estatuas, esperando a desmoronarse al tocarlas».

Para comprender la amenaza existencial que significan, disparada por estos primeros ataques nucleares de- espectro total de dominio, hay que tener en cuenta que el promedio de las armas nucleares estratégicas de hoy en día es veinte veces más potente que las bombas A de Hiroshima y Nagasaki. Como han informado los Médicos para la Responsabilidad Social, incluso un pequeño intercambio de 50 a 100 de las 3720 armas estratégicas desplegadas en el mundo, según se estima, podría provocar la muerte de hasta 2 mil millones de personas a causa de las explosiones, la radiación, las tormentas de fuego y el humo que causaría el enfriamiento mundial y hambrunas masivas.

Para escapar del juicio moral del pueblo y la historia de los Estados Unidos, el Presidente Truman mintió sobre la razón por la que ordenó los ataques nucleares, diciendo que eran necesarios para evitar que el millón de tropas estadounidenses que se estaban preparando para la invasión del Japón sufrieran bajas.

De hecho, durante meses, los diplomáticos japoneses habían estado pidiendo la paz en los términos que Truman aceptó DESPUÉS de los bombardeos atómicos: que se permitiera al emperador Hirohito permanecer en su trono. El Secretario de Guerra Stimson había aconsejado a Truman que la rendición de Japón podía arreglarse «en términos aceptables» para los Estados Unidos y que él «no quería que los Estados Unidos obtuvieran la reputación de superar a Hitler en atrocidades». El General Eisenhower, quien más tarde se convirtió en Presidente, se opuso a los bombardeos atómicos diciendo: «Los japoneses estaban listos para rendirse, no era necesario golpearlos con esa cosa tan horrible». El Almirante Leahy, Presidente del Estado Mayor Conjunto estuvo de acuerdo, diciendo «El uso de estas armas bárbaras en Hiroshima y Nagasaki no fue de ninguna ayuda concreta a la guerra». Y el general LeMay, que dirigió la campaña de bombardeo, estaba convencido de que sin una invasión en grupo, Japón se rendiría en noviembre cuando ya no quedaran objetivos por atacar.

El racismo contribuyó a la decisión de atacar con bombas atómicas las ciudades con «casas de trabajadores que estaban realmente habitadas». Otros factores que contribuyeron a ello fueron el impulso burocrático y el temor de Truman de que si los votantes estadounidenses se enteraban de que se habían gastado 2 mil millones de dólares (28 500 millones de dólares en 2020) para crear la bomba atómica pero que no se había utilizado, podría ser vencido en las elecciones presidenciales de 1948. Pero el factor decisivo fue articulado por el Secretario de Estado Byrnes cuando dijo «Queríamos pasar la fase japonesa de la guerra antes de que los rusos entraran». Como escribió el historiador Barton Bernstein en las páginas de Foreign Affairs en la víspera del 50 aniversario de los bombardeos aéreos, el consenso entre los historiadores es que la fuerza determinante detrás de los bombardeos aéreos fue el compromiso de poner fin a la guerra inmediatamente. El objetivo era evitar tener que compartir la influencia con la Unión Soviética en el norte de China, Mongolia y Corea. Y, como Truman señaló en su diario, con la bomba atómica, tenía «un martillo sobre esos muchachos», es decir, Stalin y su camarilla en Moscú.

Las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki no fueron las últimas armas nucleares que se utilizaron en los Estados Unidos. Como nos enseña Daniel Ellsberg, autor de las doctrinas de lucha contra la guerra nuclear de Kennedy y Johnson, durante las crisis y guerras internacionales se han utilizado repetidamente de la misma manera que un ladrón armado apunta un arma a la cabeza de su víctima. Tanto si se aprieta el gatillo como si no, el arma ha sido utilizada. En más de 30 ocasiones, los dirigentes de los Estados Unidos se han preparado y han amenazado con iniciar una guerra nuclear: cuatro veces en relación con Vietnam, tres veces en relación con China, doce para Corea y una docena para mantener la hegemonía de los Estados Unidos sobre el Oriente Medio, que es rico en petróleo.

No debemos olvidar que dentro del ejercicio dominante y racista de Washington murieron tres millones de indochinos, durante lo que conocemos como la guerra de Vietnam, y muchos de ellos deshumanizados al ser llamados ‘los amarillos’. Murieron 500 mil niños iraquíes que la Secretaria de Estado de Clinton, Madeline Albright, dijo que valía la pena sacrificar,  y los incontables negros del desierto y los monos de la arena muertos en las interminables guerras de este siglo en el gran Medio Oriente.

 

Pensando y actuando sistemáticamente

 

Ya es hora de pensar sistémicamente. Hace años, el movimiento pacifista israelí tenía un eslogan que decía que los crímenes y corrupciones infligidos fuera de los muros de la fortaleza inevitablemente volverían y corromperían a Israel. Lo mismo se aplica ciertamente al imperio de los EE.UU., y es aún más visible cuando los guerreros que regresan se convierten en la base de nuestras fuerzas de policía con el excedente de materiales de guerra, desde chalecos antibalas hasta tanques.

Desde el comienzo del genocidio de los nativos americanos, la construcción de la economía americana sobre las espaldas y la sangre de los esclavos, la conquista de las colonias, la creación de nuevas colonias y los holocaustos de Hiroshima y Nagasaki, el racismo y el dominio de espectro completo han servido como cimientos del imperio que se refuerzan mutuamente.

Mientras los manifestantes en nuestras calles y los ancianos Hibakusha protestan, construir otro mundo, otra América, es posible. El camino que se aleja del racismo institucionalizado y del dominio asesino de todo el espectro, conduce a un profundo cambio social, económico, político, espiritual, intelectual y militar. En primer lugar, debemos enfrentarnos a nuestra historia y a nosotros mismos. Los aniversarios de Hiroshima y Nagasaki, a la sombra de las muertes de George Floyd y de tantos otros, se encuentran entre los lugares más importantes para empezar.


Traducción del inglés por Alanissis Flores