Cuando un Gobierno pierde la percepción del país real, corre el riesgo de impulsar medidas que poco y nada tienen que ver con las necesidades de la gente. Esto es exactamente lo que ha pasado desde el estallido de octubre. Si en ese convulsionado momento el Presidente y su equipo no lograron entender lo que Chile entero estaba demandando: terminar con los abusos en todos los ámbitos del quehacer nacional, que podemos esperar ahora con la pandemia del COVID-19, donde al drama social se agrega la emergencia sanitaria.

El virus y su expansión descontrolada ha dejado al descubierto la precaria situación de millones de familias evidenciando las deplorables condiciones de vida de un segmento importante de la población y mostrando a su vez la total desconexión del Gobierno con esa dura realidad. Esta distancia de la clase dirigente, muy bien retratada en la sorpresa del ex ministro Mañalich ante la cantidad de pobres y sus condiciones de hacinamiento, lleva a quienes gobiernan a actuar según sus propios intereses y no de acuerdo a las reales necesidades de la gente, lo que se traduce en un comportamiento errático que pone en riesgo a la población e impide responder con claridad y rapidez a sus urgentes demandas.

Ambos, estallido y pandemia, mostraron una realidad que nada tiene que ver con el ilusorio Chile próspero que envasaron y mostraron por décadas al mundo como ejemplo del éxito del modelo neoliberal. Si por años se vanagloriaron de sus cifras macroeconómicas, presentándolas como la prueba irrefutable de su brillante gestión, ahora quedó al descubierto “el fracaso del éxito”, la otra cara de este modelo inhumano que ha socavado la confianza de la gente y ha dejado al descubierto un país de abusados y maltratados, un país con millones de endeudados, trabajadores mal pagados, jubilados con pensiones miserables, informales invisibles a las estadísticas, inmigrantes hacinados y clase media precarizada.

Es que las engañosas cifras que entregan las estadísticas ocultan lo que en décadas anteriores se llamara “crisis orgánica”, disfrazando la crisis estructural de un sistema que acomoda los números sin explicar la monstruosa concentración de riqueza que nos ha llevado a niveles altamente peligrosos para nuestra convivencia. Esta aguda desigualdad, nos ha convertido en un país de castas diferenciadas y rasgos xenófobos, un lugar en el que conviven solo a un par de cuadras Noruega y Angola, como ocurre en Lo Barnechea con La Dehesa y Cerro 18 y en tantas otras comunas a lo largo del país. Resumiendo, estos señores nunca entendieron (o entendieron muy bien y a pesar de ello se resisten a tomar medidas), que las familias no se alimentan de cifras macroeconómicas sino de un sueldo o una pensión, que hoy no alcanzan a cubrir las necesidades básicas para la sobrevivencia.

Lo anterior explica la reacción en cadena que produjo el estallido de octubre, donde la protesta se detona por el alza del Metro y se traslada rápidamente a la demanda por anular el CAE, mejorar la salud, recuperar el agua, reconocer al pueblo mapuche, legislar sobre el matrimonio igualitario, terminar con las AFP y mejorar las pensiones. Todas estas demandas responden a lo mismo: un país cansado de abusos y maltrato que se une para terminar con el punto germinal de todas las injusticias: la constitución de Pinochet.

Hace 20 años, y aprovechando los escasos segundos de la franja presidencial, tiramos la Constitución de Pinochet a la basura. Este gesto simbólico logró escandalizar a unos pocos profesores de derecho constitucional, pero aparte de ellos, pocos se movilizaban en ese entonces por terminar con la Constitución del ’80. Pues bien, algo muy profundo cambió en el país y a partir del 18 de octubre para millones de chilenos (as) se hizo evidente que ese escrito constituye el pilar institucional que sustenta esta sociedad mezquina y desigual.

A partir de ese momento todo se concentró en la demanda por una nueva Constitución, con tal fuerza que la derecha tuvo que ceder y aceptar un proceso constituyente que, si bien no cumple con todas las condiciones que debe tener para ser considerada una verdadera Asamblea Constituyente, de todas maneras abre un camino para terminar definitivamente con el engendro creado en dictadura. De este modo, el pilar institucional del modelo comenzaba a derrumbarse.

Asimismo, las AFP, el pilar financiero que ha permitido a unos pocos concentrar la riqueza de Chile a niveles nunca antes imaginados, comenzó también a desmoronarse con la histórica votación del ocho de julio recién pasado. Finalmente ha quedado claro que ahí está “la madre del cordero”. En ellas radica el mecanismo a través del cual mes a mes los grandes grupos económicos se embolsan los recursos de los trabajadores a tasas bajísimas, con el agravante de no tener que devolverlos nunca, en un verdadero esquema Ponzi sin fin.

La verdad es que las AFP nunca fueron diseñadas realmente como un sistema de seguridad social para entregar pensiones a quienes se jubilan. Desde su origen fueron pensadas como la máquina perfecta para dotar de capital barato a bancos, compañías de seguros y grandes empresas. ¡Y qué bien les funcionó! Más de 200 mil millones de dólares que han salido de los bolsillos de trabajadoras y trabajadores y jamás retornarán. Y los verdaderos dueños de esos fondos, es decir los trabajadores y jubilados, han tenido que conformarse con pensiones de hambre y asumir que la grotesca promesa de pensiones iguales a los sueldos para el 2020 fue una vulgar mentira.

La derecha en pleno se opone tenazmente cuando le tocan sus AFP y apelando a la sacralidad de la propiedad privada cierran filas ante la amenaza de perder el “botín”.  Si bien estuvo dispuesta a “ceder oreja” entregando la ya maltrecha Constitución, aunque cuidando de controlar muy bien los quórums para la nueva, ahora se trata de una cuestión mayor. Una cosa es la institucionalidad, que por lo demás siempre puede romper si las cosas no van como quieren, y otra muy diferente es soltar esta verdadera “gallina de los huevos de oro”

A no extrañarse entonces si Gobierno y empresarios, CPC, Sofofa, Enade y Centros Académicos, ministros y segundo piso, todos juntos claman al cielo por evitar “este horroroso atentado a las bases mismas del orden vigente”. Han ganado demasiado y saben que tienen mucho que perder.

Pero a estas alturas, la gente tiene claro que, para salir de esta pandemia social, necesitamos ir a la raíz del problema y demoler estos dos pilares que sostienen el modelo económico político y social que los ha precarizado y humillado. Ha llegado la hora de producir cambios profundos y avanzar hacia un país más democrático, justo y sobre todo más solidario.