El de este año no fue un 16 de junio más para recordar el bombardeo a la Plaza de Mayo. Esta vez estuvo atravesado por la politización de la pandemia, que en el fondo replica algo que dejó picando en el lado opaco de la historia argentina ese hecho fundante de una república fallida. Una república entre comillas. Ese bombardeo estuvo inspirado en el odio sin fondo que había provocado el peronismo. El golpe puso todo de nuevo en el orden que el antiperonismo concibe como el único posible, con las elites al comando. Ese orden restaurado a partir de esa barbarie de aviones atacando con catorce kilos de explosivos a población civil que estaba circunstancialmente en la plaza.

Ese tajo histórico, que fue el principio de la proscripción del peronismo durante 18 años, intentó cortar de cuajo no una ideología sino una idiosincrasia, una identidad, un modo de aspirar a vivir y que se resumía en otro orden, el de las mayorías trabajadoras representadas y protegidas desde el Estado. Privilegiados eran los niños y derechos eran los que obtenían los trabajadores. En marzo del año siguiente, en 1956, Aramburu firmaba el decreto 4161, que prohibía “la utilización, con fines de afirmación ideológica Peronista, efectuada públicamente, o propaganda peronista, por cualquier persona”. Se prohibía además “la utilización de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios peronistas o sus parientes, el nombre propio del Presidente depuesto, el de sus parientes; las expresiones ‘peronismo’, ‘peronista’, ‘justicialismo’, ‘justicialista’, tercera posición, la abreviatura PP, las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las composiciones musicales Marcha de los Muchachos Peronistas y Evita Capitana, y los discursos del presidente depuesto o de su esposa, o fragmentos de los mismos”.

Habían empezado con el bombardeo sobre esos cientos de hombres, mujeres y niños que quién sabe si eran o no peronistas. Ese agravio feroz a sus compatriotas nunca fue reparado sino todo lo contrario: tres décadas después, los peronistas engrosaron mayoritariamente las listas de detenidos-desaparecidos. La muerte y sus aledaños siempre fue el recurso que usaron para bloquear los intereses populares.

Siempre se trató de intereses, pero para sostenerlos era necesario investir al peronismo de un estigma imborrable, investirlo de una apropiación ilegal, de chorros que les habían quitado sus privilegios a ellos. Había que acompañar la pelea por sus intereses con un relato salpicado de clichés que la emergente clase media acunó desde entonces como una composición propia. Las elites solas no lo hubieran logrado. Los pobres se convirtieron en negros. Negros de mierda es su síntesis. El rictus del desprecio acompaña la pronunciación.

Ahora, en esta coyuntura global dramática, la derecha inercialmente convertida en ultraderecha ensaya en todo el mundo el aprovechamiento del descontento y de la desesperación que legítimamente sienten los trabajadores no esenciales o los que han perdido sus empleos o nunca los han tenido, y juega su carta fascista –tal como comentaron esta semana por teléfono Julian Assange y Yanis Varoufakis en su conversación de nueve minutos– intentando boicotear las estrategias de cuarentena en muchos países del mundo. Un nuevo indicio de ese fenómeno apareció en la mañana del jueves, cuando desde España llegaba un video de ultraderechistas tirando a blancos que tenían pegadas las fotos del presidente y del vicepresidente del país, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, y las de algunos y algunas miembros de Unidas Podemos.

Acecha la pandemia y la violencia de quienes usan políticamente la muerte, otra vez. Y aunque Cristina Pérez le haya dicho al presidente Alberto Fernández que decir que “el problema es la pandemia, no la cuarentena” es “retórico”, no tiene nada de retórico. Lo que tiene es lógica. Si de algo debe deshacerse rápidamente la ultraderecha es de la lógica, que acaba uno por uno con todos sus supuestos.

El de la superioridad de clase o de “raza”, por ejemplo. Una posición energúmena, la supremacista, que ya ha sido barrida en sus cimientos desde el surgimiento del genoma humano. Si el más blanco de los neonazis o los miembros del Klan se tomaran el imposible trabajo de rastrear del todo su genealogía, se vería a sí mismo emerger del Cuerno de Africa.

Hay protestas contra el racismo no sólo en Estados Unidos, que ha hecho de la subordinación de los afrodescendientes primero y de los latinos luego algo constitutivo de su idiosincrasia. Hay protestas en Francia, en España, en Gran Bretaña. Caen las estatuas de los traficantes de esclavos, y hasta cae en Boston la de Colón. De pronto, la opresión ancestral del pueblo afrodescendiente y de los pueblos originarios confluyen en una desnaturalización vertiginosa que no da tiempo a la elaboración.

Malos tiempos para cerrar grietas. Las imágenes del 16 de junio de l955 nos retrotrajeron a ese tajo profundo que está a punto de traernos una vez más la muerte. Todos los días nos dan señales de ese odio de clase que nunca se dejó de fomentar y de nutrir con mitos sobre cierto tipo de barbarie que nunca han protagonizado las mayorías y sí, en cambio, han permitido a las clases medias aborrecer a los sectores populares.

Es un año interesante para verle la cara racista al gorilismo, porque en rigor, es el ladrillo racista el primero que colocaron para levantar el edificio de mentiras, ocultamientos, crímenes y delitos. No solemos llamar racistas a los que en estos años han humillado sin límites, uno por uno, a quienes salieron a defender sus intereses arrasados. Los han echado de sus trabajos, los han gaseado aunque fueran jubilados, los han matado en el sur y en el norte, los han prohibido, les han dicho que nadie que nazca en una villa sería capaz de llegar a la universidad, irse de vacaciones, comprarse un celular. Sin esa perspectiva como punto de vista desde un departamento de dos ambientes en Caballito, ellos no podrían ser todo lo ricos que son.

El antiperonismo es una forma clara de racismo. Es hora de verlo así.

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