RELATO

 

―Doctor, ¿vio usted el alma de mi padre escapar del cuerpo?

Después de veintiocho años practicando autopsias, el doctor Mario Ceballos se enfrentaba al dolor de los familiares con el rol impostado de la comprensión. Pero aquella pregunta le alteró la pose.

―Nunca vi tal cosa.

El joven le agarró del brazo y le clavó su mirada varada en el asombro.

―¡Imposible! La sangre de los cuerpos aún está caliente cuando usted los raja. Tiene que haber percibido algo. Una luz, un escalofrío, algo. ¡Sea sincero! El alma de mi padre se le escapaba incluso en vida. ¿Qué le voy a decir a mi madre? Hable usted con ella. ¡Mienta si es necesario! Dígale que un inusual olor a nardos inundó la sala de autopsias. A mi padre siempre le gustaron los nardos en flor.

El doctor se zafó con suavidad del agarre del joven.

―Le puede decir a su madre ―acababa de recordar algo― que tras la muerte, las vísceras de los difuntos se aligeran del peso de la vida.

El doctor regresó a la sala de autopsias. Le esperaba el cuerpo de un joven suicida al que encontraron descoyuntado en los bajos de un viaducto. Trabajo rutinario para la ciencia forense.

 

El doctor compartía piso con Simón, un gato balinés de pelo blanco y sedoso. El carácter leal de esta raza solo aceptaba un dueño, así que durante los trámites del divorcio nunca se discutió la querencia del animal hacia su persona.

Una insólita profilaxis le unía con el animal. El jabón antiséptico de la clínica forense le provocaba una molesta urticaria en las manos. Simón arrastraba con sus lametones las células muertas de la piel, lo que calmaba el escozor y ayudaba a sanar las heridas.

Después de la cena se recostó en su sillón de masajes y ajustó un ciclo completo. El sillón, un armatoste con cuatro motores, lo adquirió en el centro comercial a una joven vendedora de voz acaramelada. Pero no fue la sensualidad de la muchacha lo que provocó la compra. Más perturbadora que la joven resultó sentirse elegido de entre el público que a esa hora atestaba el centro comercial. «A la gente de su edad, un masaje diario le resta años», aseguró la vendedora, con lo que certificaba la veteranía de su imagen.

―Claudiqué ante aquella jovenzuela ―dijo en voz alta mientras acariciaba el lomo de Simón, que también parecía saber apreciar las excelencias del armatoste. Luego se dejó lamer la urticaria de las manos con la lengua cónica del minino mientras su cabeza compensaba lascivamente el desaire de la vendedora.

De pronto, las imágenes libidinosas cesaron y dieron paso a la conversación que mantuvo con el hijo del hombre al que le gustaban los nardos en flor. «Las vísceras de los difuntos se aligeran del peso de la vida», una extraña respuesta impropia de su oficio. ¿Qué le llevó a afirmar tal cosa? Ahora, aquellas palabras le resultaban extrañas, como si hubiesen sido pronunciadas por otra persona.

―He rebuscado en las entrañas de cientos de cuerpos y jamás encontré el más mínimo atisbo de algo que lo pueda transcender. Si el alma existe, no es computable en términos forenses.

Este último pensamiento pareció tranquilizarlo y le predispuso para el descanso nocturno. Pero solo fue una pequeña capa de barniz espoleada por su educación científica. Un imprevisto la hizo saltar en mil pedazos a las pocas horas. Y es que, aquella noche, el corazón del doctor Mario Ceballos dejó de funcionar.

 

En un primer momento creyó que se trataba de una imagen onírica lanzada desde el sueño profundo. Pues tuvo la representación de que alguien le apoyaba un puño sobre su corazón y se lo retorcía. Pero el intenso dolor en el pecho le pareció demasiado real. Luego el dolor se extendió desde el corazón hasta la quijada y terminó por despertarle. Cuando el dolor reptó hacia el hombro izquierdo y se deslizó por ese brazo, comprendió que sufría un infarto agudo de miocardio.

Volvió a despertar en la sala coronaria del hospital provincial. Lo llevaron allí después de que él mismo consiguiese telefonear a los servicios de emergencia. Para él, todo eso forma parte del sueño. Lo único que recuerda de aquella noche ―aparte de ese puño retorciéndole el corazón― es la lengua cónica del minino lamiéndole la mejilla. El gato, así, se despedía de su amigo, y pudo tener un último gesto para con él al esbozar una mueca de sonrisa justo antes de perder el conocimiento.

Despertó al caer la tarde, cuando los hospitales se vaciaban de visitas y el personal médico se reducía a lo imprescindible. La primera persona que le informó de lo sucedido fue la enfermera del turno de noche. Dijo llamarse Nona. Debía de ser extranjera. En su acento se apelotonaban los dejes de varias lenguas.

―Estuvieron aquí su mujer y sus hijos.

Mario torció con desdén la cabeza hacia el monitor de constantes vitales y observó la frecuencia cardiaca.

―Mi corazón parece cansado ―murmuró.

―Entonces piense en aligerarlo antes de que sea demasiado tarde ―dijo la enfermera.

Mario se giró hacia ella:

―¿Aligerar el corazón? Es curioso que usted lo mencione. Hoy mismo hablé yo de esa posibilidad. Pero me refería a las vísceras de los muertos.

La enfermera se acercó a la cama y le arropó para el descanso.

―El corazón es la gran víscera de los vivos. Aunque existen otras que también cuentan ―dijo―. Doctor Ceballos, usted trabaja con restos, con lo que resta de la vida cuando esta decide partir. Mi especialidad es otra. A esta unidad llegan personas que visitaron el umbral sin llegar a traspasarlo. Esto los coloca en situación de ventaja.

―¿Ventaja? ¡Menuda ventaja sufrir un ataque al corazón!

La enfermera se acercó hasta la puerta y apagó la luz. Antes de abandonar la habitación, le habló entre penumbras:

―Por mi trabajo, he ayudado a muchos moribundos en los días previos. Sé de lo que hablo. ¿Sabe usted que las contradicciones, las frustraciones y los resentimientos se reflejan físicamente en el cuerpo? Cuando algo nos produce miedo solemos sentir un extraño cosquilleo en el estómago. El odio exacerbado a otra persona se nos agarra en el hígado. Las cosas que nos dan asco nos remueven las tripas y nos hacen vomitar. Las prisas nos producen acidez; las indecisiones, estreñimiento; la inseguridad, diarrea. Y así siguiendo. Todo se refleja en el cuerpo, se sobreimpresiona en él como si fuese una película fotográfica. Algunas vísceras son determinantes en este proceso. En ellas se atenazan las contradicciones más profundas, los odios insalvables, los resentimientos más intensos. Y con esa carga es imposible partir. Algunos pueblos antiguos intuyeron esto. Recuerde el mito egipcio sobre el juicio final. El difunto se presentaba con el corazón en la mano ante la balanza de las almas. Solo si su corazón pesaba menos que una pluma podría seguir el camino ascendente por el reino de los muertos. En fin, trate de descansar. Mañana vendrán sus familiares.

La enfermera cerró la puerta. Mario, no obstante, creyó seguir escuchando su voz de acento inescrutable:

―Reconciliarse con los seres queridos es como volver a nacer. Entonces nos volvemos ligeros como una pluma. Siéntase afortunado por saber esto.

 

Aquella noche, Mario soñó con su hija cuando aún era una inocente y preciosa niña. Hoy, la abogada penalista Mercedes Ceballos defendía a poderosos delincuentes de cuello blanco sin el candor de la infancia, y su rostro, hierático ante el tribunal, se aceraba con el paso de los años. Mario soñó con sus interminables abrazos junto al columpio del jardín, cuando para ella él era el mejor papá del mundo. El columpio lo construyó él mismo en un alarde de bricolaje que sorprendió a su mujer ―que siempre le recriminó su dejadez para los arreglos domésticos―, pero esa niña tan querida bien se lo merecía. En el sueño, después de los arrumacos que Mercedes le prodigaba y que tantos celos provocaron en su hermano, la balanceó en el columpio al son de una canción que inventaron en secreto y que en vigilia ya le resultaba imposible tararear. El columpio ganó en velocidad al ritmo del estribillo y terminó por salir despedido hacia el cielo, llevándose a la niña. Su mujer observaba la escena desde la ventana de la casa como si fuese una estatua de sal.

Se despertó en mitad de la noche con esa mirada escrutadora de su mujer y con la visión de la hija balanceándose en las nubes.

―Te alejaron de mí, y eso es irreconciliable ―susurró con lágrimas en los ojos.

Pulsó el botón del interfono y solicitó la presencia de la enfermera. De pronto, sentía una fuerte necesidad de hablar con ella.

―¿Quién es usted? ―preguntó decepcionado cuando se presentó otra persona―. ¿Podría avisar a su compañera? Una tal Nona.

―¿Nona? Será mejor que descanse. Mañana vendrán sus familiares. Están muy preocupados. Su hija se ha llevado un buen disgusto.

La enfermera le ofreció un somnífero. Los sueños, si los tuvo, ya no le perturbaron.

 

Por la mañana se despertó con un rictus de clarividencia. Los problemas en sus pulmones, una pequeña insuficiencia respiratoria que le ahogaba en los esfuerzos, lo relacionó con la añoranza de la hija.

―Los pulmones, como alas de mariposa que baten el viento.

Cerró los ojos y dejó que su hija, convertida en mariposa, volara alegremente.

―Es hora de despertarse, doctor Ceballos ―le interrumpió la enfermera del turno de mañana―. Tiene visita.

La primera en entrar fue Fabiola, su exmujer, que portaba la bandeja del desayuno. Le acompañaba su marido, el hombre que lo sustituyó.

―¡Qué disgusto nos has dado, Mario! ¿Cómo te encuentras?

Llegaba adornada y maquillada en exceso, tal como a ella le gustaba.

―Te aconsejo que guardes esas joyas tan pomposas durante mis exequias. La gente puede pensar que te alegras de mi muerte ―ironizó Mario.

Fabiola se acercó a la cama y colocó la bandeja en la mesa auxiliar.

―Tengamos la fiesta en paz. Los niños andan muy preocupados.

Entraron Mercedes y Alfonso, sus dos hijos.

―Papi, ayer soñé contigo ―dijo Mercedes acercándose a la cama y besándole con ternura en la frente―. Luego mamá telefoneó y me contó lo sucedido.

Hacía muchos años que su hija no se dirigía a él con ese calificativo. Cuando se quedó a vivir con su madre tras el divorcio, la pequeña Mercedes erigió una barrera que el tiempo se encargó de asentar.

―¿Soñaste con mariposas? ―preguntó Mario.

―¿Cómo lo sabes? ―la hija se sorprendió―. Todo sucedía en la sala de vistas del juzgado. De pronto, el fiscal y el juez se envolvían en sus togas y se convertían en arañas negras. Iban a devorarme cuando una mariposa sobrevoló la sala. ¡Eras tú, papá! No sé cómo, pero yo también me transformé en mariposa y juntos pudimos escapar. Parece una pesadilla, pero me desperté descansada y feliz.

Alfonso se acercó a su padre y amagó un saludo con la mano.

―Yo no sueño con mariposas. Será porque llevo toda la noche sin pegar ojo. Los médicos se temían lo peor. Ha faltado muy poco para que hoy te encontrases en la mesa de disección de alguno de tus colegas.

―No seas bruto, Alfonso ―le recriminó su madre.

―Pareces idiota ―dijo Mercedes―. Se te están pegando las groserías de tus alumnos.

―Dejadle en paz ―intervino Mario―. Alfonso habla con las tripas. Pero no es culpa suya. No del todo. Siempre tuvo celos de ti. ―Torció el gesto hacia Mercedes―. Según la enfermera del turno de noche, eso termina por enmarañar los intestinos. Ahora entiendo lo delicado de estómago que fue desde niño. ―Se giró hacia su hijo y le habló con cariño―. Terminarás con una úlcera si no le pones remedio.

―¡Déjalo, papá! No sigas por ese camino ―protestó Alfonso.

―Puedes empezar ahora ―insistió Mario―. Suelta las tripas. ¡Dile a tu padre lo cabrón que fue contigo! Dile lo despreciado que te llegaste a sentir. Cuéntales a tu madre y a tu hermana el día que tu padre te convirtió en el hijo invisible.

―Déjalo papá ―balbuceó Alfonso con la voz tomada.

Mario extendió la mano y agarró con fuerza la de su hijo. Alfonso siempre huyó de los roces y nunca antes tuvieron un contacto así.

―Acércate, Alfonso. Quiero decirte una cosa.

El hijo se inclinó por la fuerza del padre, que le estiraba de la mano.

―Te volviste invisible, es cierto ―le susurró al oído para que nadie en la habitación escuchase lo que tenía que decir―. Cuando tu madre me dio la patada, eché mucho de menos a tu hermana. Ya sabes lo unido que estábamos. Pero con el paso de los años tu hermana y tu madre dejaron de ser reales y se convirtieron en sombras. Si cerraba los ojos, me costaba hasta imaginarlas. Pero en esos años de desesperación siempre aparecías tú subido a aquel maldito árbol. Seguro que lo recuerdas. Te subiste al árbol y te negaste a bajar. Quizás otro padre hubiese escalado, o buscado una escalera. Yo te lancé piedras hasta hacerte descender.

Mario dejó que una solitaria lágrima resbalase mejilla abajo.

―Son muchas las noches que he subido a ese árbol a rescatarte, hijo mío.

Alfonso se derrumbó sobre su padre y lloró como el niño que fue, como si en ese momento lo rescatasen de aquel árbol infantil. Al inclinarse, los estómagos del padre y el hijo permanecieron juntos durante unos segundos.

―Puede que a partir de ahora mi estreñimiento mejore y tu acidez deje de amargarte las comidas ―dijo Mario mientras abrazaba fuerte a su hijo.

Después de unos minutos se separaron y descubrieron que se encontraban solos en la habitación.

―Deben de estar fuera. Si quieres les aviso ―dijo Alfonso tras secarse las lágrimas con las mangas de la chaqueta.

―Mejor será que descanse. Ahora mi corazón se sobresalta con facilidad. Dile a tu madre que venga esta tarde. ¡Pero que no se traiga al pingüino con el que se casó!

 

Su condición de doctor le permitió algunas prebendas en el hospital. Pudo elegir un menú acorde con sus gustos y sustituir la pieza de manzana por una porción de tocino de cielo. También le permitieron cambiar la pastilla tranquilizante por una infusión de manzanilla. Y es que sentía la necesidad de tener la cabeza despejada.

Después de comer leyó los mensajes del teléfono móvil. Amigos y colegas se interesaban por su estado de salud. Uno de los mensajes se lo enviaba su exmujer. Le avisaba de que esa tarde no podría ir al hospital. «Pero rezo por ti», concluía el mensaje.

Fabiola siempre fue beata de misa y rosario. Este fue uno de sus muchos desencuentros durante el matrimonio. Ella trató de inculcar en sus hijos esos valores, que a él se le antojaban cada vez más lejanos según avanzaba su educación científica. Ya desde los tiempos de la facultad, donde se conocieron, ella estudiaba Historia y creía ver en los grandes acontecimientos humanos la intención última de un destino mayor. A él, por su parte, los profesores le enseñaron a remendar cuerpos o a destriparlos, y los tratados médicos nunca documentaron que un bisturí rajase el alma de algún paciente. Esa educación religiosa de ella no le impidió pedir el divorcio y volver a casarse, lo que para Mario fue una confirmación de la falsedad con la que vivía su fe. Así se lo dijo un día y pasaron varios meses sin dirigirse la palabra.

Se adormiló con estos pensamientos y trató de buscar en sus vísceras el lugar donde anidaba el resentimiento hacia su esposa, tal como le sugirió esa extraña enfermera llamada Nona.

Se despertó de la siesta con hambre. Una de las auxiliares le avisó de que aún faltaba media hora para la merienda. Aprovechó para telefonear a su exmujer.

―Pensé que te encontraría en mi hígado, junto a la bilis ―le soltó en un silencio que se creó después de una breve conversa banal.

―¿De qué hablas? ¿Te ocurre algo?

―Pero no. Nunca estuviste allí. Desde que me enamoré de ti en la facultad siempre has circulado por mi sangre, dándome el oxígeno cuando lo necesitaba. Incluso después de la separación.

―Dices cosas extrañas. ¿Te dieron alguna pastilla?

―Yo te sigo queriendo, Fabiola. A pesar de todo. Necesito que lo sepas.

Mario escuchó la respiración entrecortada de su mujer al otro lado del teléfono.

―Ya lo sé, Mario. Yo también necesitaba escucharlo de ti.

―¿Sabes a quién encontré en el hígado? Me encontré a mí mismo. ¡Ya ves! Así que nada debo perdonarte.

―Cuídate mucho, Mario. Mañana iré con los niños y nos reiremos de este susto que nos has dado.

―Claro, Fabiola. Mañana nos veremos.

 

Una nueva enfermera del turno de noche se presentó en la habitación, le tomó la temperatura y anotó las constantes vitales en el parte diario. A pesar de haber cenado bien, Mario pidió una infusión con galletas y rechazó el somnífero.

―¿Trabaja con ustedes alguna compañera que se llame Nona? ―preguntó Mario cuando la enfermera se presentó con la infusión.

―No me suena.

―Lo imaginaba ―dijo Mario mientras se disponía a soplar sobre la taza.

―Si quiere lo consulto en el cuadrante de turnos. Por aquí pasan muchas estudiantes para las prácticas.

―No hace falta.

La enfermera esperó a que Mario acabase con la infusión y las galletas. Luego recogió la bandeja y bajó la intensidad de la luz.

―Nona es un nombre muy extraño hasta para una enfermera. ¿No le parece? ―dijo antes de abandonar la habitación.

 

Llevaba todo el día comiendo y durmiendo, así que se sentía especialmente lúcido. Sin otro entretenimiento a mano, se pasó cerca de una hora con la vista fijada en el techo. Algunos estudios hospitalarios sugerían decorar las paredes de las habitaciones con pinturas de motivos alegres y relajantes. Pero a nadie se le ocurrió que los pacientes se pasan horas mirando el techo. Y a falta de obras de arte, crean las suyas propias. A algunos le salen verdaderos monstruos y terminan tirándose por las ventanas. Él bien lo sabía por sus autopsias.

Esta asociación artística le llevó a telefonear a su hijo.

―¿Qué te dice el nombre de Nona? Tú eres profesor de Arte. Algo sabrás ―dijo sin preámbulos cuando su hijo atendió la llamada.

―¿Papá? ¿Eres tú?

―Claro que soy tu padre. Espero no haberte despertado. ¿Qué te sugiere el nombre de Nona?

―¿Sucede algo? Es muy tarde. Deberías estar descansando.

―Me respondes y luego descanso. Ya sabes que soy muy cabezón y no pienso dejarte en paz hasta que me cuentes lo que sepas.

El hijo suspiró hondo. Conocía a su padre y sabía que hablaba en serio.

―¿Nona? Deja que piense… Ahora lo único que recuerdo es a una santa. Santa Nona, mártir del cristianismo. Su hijo fue el célebre San Gregorio de Nacianzo, obispo y doctor de la Iglesia.

―Eso no me sirve. Quizás a tu madre le sirvan los santos ―se impacientó el padre.

―Bueno, también está el mito romano de las tres Parcas. Ya sabes, Nona, Décima y Morta. Tres hermanas hilanderas muy fastidiosas, ya que simbolizaban el destino y la duración de la vida de cada ser humano. Nona representaba el nacimiento e hilaba las hebras; luego llegaba Décima y enrollaba el hilo en un carrete, asignando el destino y el futuro a cada mortal; al final aparecía Morta con su balanza y sus tijeras. Ella era la encargada de cortar el hilo de la vida, sin distingos de edad, sexo o poder. Algunos de los que prueban las tijeras de Morta acaban en tu clínica forense, así que a partir de aquí sabes más que yo.

―«Reconciliarse es volver a nacer» ―recitó Mario en voz alta―. Quizás por eso Nona, que representa el nacimiento, tenga mucho que decir en el momento de la muerte. ¿No crees, hijo mío?

El hijo resopló al otro lado del teléfono.

―Me pierdo, papá. Es muy tarde.

El padre le agradeció a su hijo la información y le prometió descansar.

―¿Seguro que te encuentras bien, papá? ¿Quieres que pase la noche contigo?

El padre se despidió con una frase inquietante:

―Quédate en casa. Las Parcas se pasean por la planta de este hospital y podrían equivocarse de persona.

 

Consultó el reloj del teléfono móvil. Marcaba las tres de la madrugada. Curiosamente le costaba recordar si todo el tiempo que transcurrió desde que habló con su hijo lo pasó despierto o llegó a dormir en algún momento. El monitor de constantes vitales parpadeaba y emitía un sonido desquiciante. Se incorporó y desconectó el aparato.

En la penumbra de la habitación escuchó que la puerta se abría y luego se cerraba. Intuyó unas sombras dentro de la habitación.

―¿Eres tú, Nona?

―Sí.

―¿Vienes sola?

―Ya sabes que no.

Mario se recostó y observó por última vez el techo pelado de la habitación. Le hubiese gustado encontrar allí a la Gioconda riéndose de la estupidez humana.

―Hermanas, sed bienvenidas. Me encontráis preparado. Ligero como una pluma, como debe ser. Por favor, acercaos.