por Javier Tolcachier

En una suerte de ciclotrón fenomenológico, la irrupción del Covid-19 ha expuesto y acelerado un sinnúmero de cuestiones estructurales, muchas de ellas opacadas por el virus de deformación mediático (ViDeM[1]), propio de las corporaciones de difusión defensoras del capital.

Emisoras estas que compiten en espectacularidad y morbo a través de titulares exaltados y un ránking competitivo —¡cuándo no!— de cifras ominosas sobre infectados y muertos, en un intento de ocultar la tragedia base del momento histórico: un sistema en decadencia.

Entre los asuntos más importantes que han quedado de manifiesto con esta pandemia están:

– el rol insustituible de los sistemas de sanidad pública y la función coordinadora del Estado como salvaguarda de equidad, como así también la apropiación indebida e ilegítima por parte de corporaciones privadas de derechos humanos esenciales como los servicios sanitarios, el alimento, la educación, la comunicación, el agua, entre muchos otros;

– la interdependencia de los seres humanos;

– la importancia de lo público frente a lo privado y de lo común antes que lo particular;

– la impudicia de la acumulación feroz de recursos frente a las carencias de gran parte de la humanidad para cubrir necesidades elementales;

– el total fracaso del neoliberalismo y la ineficacia de los centros de poder económico de occidente para atender una emergencia epidemiológica;

– la imperiosa necesidad de acabar con el desatino moral del despilfarro armamentista, las guerras y con toda forma de violencia, lacras de la prehistoria humana que todavía algunos señalan como imposibles de erradicar;

– la urgencia de una renta básica universal y de equivalencia planetaria, capaz de reparar mínimamente agravios perpetrados durante siglos;

– la posibilidad de torcer ahora el rumbo histórico desechando el individualismo a favor del cuidado mutuo, la solidaridad y cooperación interpersonal y entre naciones.

En definitiva, la apertura a transformaciones intencionales de una radicalidad siempre soñada y hasta ahora no realizada. Un momento de posibilidad impactante, en el ocaso de una moral y una organización social asfixiante y degradante de la condición humana.

La centralidad de un espacio no democrático

Uno de los aspectos cuyo advenimiento, largamente anunciado, se ha acelerado, es el de las posibilidades pero también los condicionamientos actuales de la digitalización y la conexión a través de la red internet.

En el transcurso del confinamiento domiciliario obligatorio o sugerido, la comunidad ha recurrido a soluciones a distancia para comunicarse, estudiar, trabajar, comprar o simplemente para entretenerse con juegos o películas.

La importancia de las actividades digitales se ha manifestado en un aumento considerable del tráfico en la red mundial. Según datos brindados por distintos entes y compañías, entre las mediciones en marzo de 2020 se verifica un incremento de un 70% en países como Italia, cerca de un 40% en España, casi un 50% en ciudades como San Francisco, más de un 30% en Nueva York, Toronto o Los Angeles, entre un 20 y un 25% en varios países de América Latina.

Mientras portales dedicados abundan en las dificultades de velocidad producida por la saturación, la baja de calidades de video en proveedores monopólicos o los problemas en la entrega de mensajes, pocos reparan en el drama que supone que la población mundial se vea constreñida a actuar en un espacio no democrático, mediado por el interés de lucro.

Reseñemos algunos tópicos relacionados con un tablero donde los pueblos y sus aspiraciones «juegan de visitante».

Un elemento básico que ha quedado de manifiesto son las desigualdades locales y regionales en el acceso a la red, lo que condiciona severamente opciones de formación y conocimiento, yendo a contramano del proceso de nivelación humana ascendente.

Las diferencias de infraestructura —resultantes históricas de la apropiación colonial del mundo— impiden el aprovechamiento digital en igualdad de condiciones y sellan la continuidad de un mundo de desiguales oportunidades.

Mientras el coronavirus ha hecho aflorar la solidaridad desprendida como cualidad fundamental de personas y pueblos, plataformas digitales como twitter han mostrado su filiación geopolítica a través del bloqueo sistemático de cuentas de medios, funcionarios y entidades cubanos y venezolanos.

Es probable que, dados los antecedentes similares, este brote de censura arbitraria haya pretendido limitar la información sobre la cooperación internacional médica cubana o la extendida protesta internacional contra las inhumanas e inmorales medidas coercitivas unilaterales contra Venezuela y Cuba.

Otro ejemplo nefasto es el avance de tecnologías de reconocimiento facial, que ya están siendo utilizadas por fuerzas policiales y en algunos aeropuertos, que permiten —de manera «higiénica»— el control de identidad de personas junto al señalamiento de su red de posibles contactos y su historia digital a través del cotejo con bases de datos extraídas de plataformas sociales, según ofrece una aplicación promocionada por la compañía Clearview.

«La infraestructura de vigilancia de datos que construimos para contener a COVID-19 pueda durar más tiempo que la crisis que se pretendía abordar.» – señalan con justeza Matthew Guariglia y Adam Schwartz.

La utilización del big data y sus múltiples aplicaciones nos acercan, en sentido negativo, a realidades distópicas de control relativo o total, escenarios que solo una democratización digital podría impedir.

Los pueblos deben recuperar la soberanía arrebatada por las corporaciones en el campo digital, espacio en el que se desarrollará buena parte de las interacciones futuras.

La universalización del acceso, la internet como servicio público y derecho humano inalienable, el desarrollo de la cultura libre, el código libre y la construcción de efectiva incidencia ciudadana sobre el espacio digital son cuestiones impostergables.

Como en todos los campos, el poder debe estar en manos del común.

 

[1] El acrónimo es una analogía irónica correspondiente al autor de la nota

Este artículo fue publicado originalmente en la revista digital Internet Ciudadana «Covid-19. Riesgos y perspectivas digitales»

 

Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza