Por Cecilia González

La pandemia lo cambió todo.

El intenso calendario político en América Latina previsto para 2020 quedó atrás. La prioridad es frenar los contagios y las muertes y prevenir el impacto económico que dejará el coronavirus cuando pase la emergencia. Y nadie sabe cuáles serán los plazos.

En Chile, el gobierno postergó para el 25 de octubre el plebiscito que se iba a realizar el 26 de abril. En el peor momento de su gobierno, con una magra popularidad del 10%, el presidente Sebastián Piñera apostaba a reencauzar su gestión a partir de la consulta en la que los chilenos decidirán si quieren o no una nueva Constitución y, en caso de que gane el «sí», qué órgano debe redactarla.

Pero en lugar de campañas y urnas, ahora hay toque de queda en todo el país y militares en las calles que vigilan el cumplimiento del aislamiento social. Las expectativas no son las mejores dada la infinidad de violaciones a los derechos humanos denunciadas durante las intermitentes protestas sociales que estallaron el año pasado y que continuaban hasta la llegada de la pandemia. El Estado de Catástrofe que decretó Piñera impide reuniones en espacios públicos, así que las marchas y manifestaciones tendrán que esperar. La medida implica un respiro para el gobierno, pero la debilidad política del presidente puede acentuarse de acuerdo con el saldo que deje la pandemia. Pensar en el plebiscito reprogramado para octubre parece una eternidad.

En Bolivia, la expectativa pasaba por las elecciones del 3 de mayo en las que el país intentaría recuperar la democracia que perdió en noviembre con el golpe de Estado contra Evo Morales. El Tribunal Supremo Electoral ya pospuso los comicios sin establecer nueva fecha, así que la presidenta de facto, Jeanine Añez, seguirá gobernando por tiempo indefinido. De nada sirvió la inconformidad de Luis Arce, el candidato del Movimiento al Socialismo que lidera las encuestas y que se negaba a que se suspendiera la votación.

Hay una disyuntiva. Las elecciones son una necesidad urgente, pero es verdad que en estas condiciones la realización de campañas con actos públicos y masivos y largas filas de votantes son impensables. Mientras avanza el coronavirus, Añez ordenó una cuarentena obligatoria durante dos semanas y convocó a los ciudadanos a hacer ayuno y, sobre todo, a rezar. La democracia boliviana sigue así en aislamiento involuntario.

Hasta antes de la aparición del coronavirus, el debate político-económico en Argentina pasaba por la renegociación de la deuda que Mauricio Macri le heredó a Alberto Fernández junto con una grave crisis económica. Del acuerdo con los bonistas y con el Fondo Monetario Internacional (FMI) dependía el futuro inmediato del país. El escenario era muy complicado por la escasa disponibilidad de acuerdo, pero llegó la pandemia y hasta la directora del FMI, Kristalina Georgieva, reconoció que la deuda es insostenible y convocó a los acreedores privados a a aportar un alivio con extensiones de vencimiento, períodos de gracia y recortes de las tasas de interés. Eso sí, no ofreció quita alguna por parte del organismo. Habrá pensado que tampoco hay exagerar la solidaridad en tiempos de emergencia.

La crisis argentina era uno de los temas centrales de la región, pero las prioridades cambiaron. «No estoy peleando por la economía, estoy peleando por la vida», dijo el presidente a sabiendas de que ahora la preocupación por las deudas, el gasto público, los presupuestos, los déficits y la asistencia social ya no es solamente local.

Los reflectores apuntaban, además, al movimiento feminista. Una de las metas 2020 era que Argentina pusiera el ejemplo y aprobara la añeja demanda de la legalización del aborto. El 1 de marzo, en la apertura de sesiones del Congreso, Fernández, el presidente latinoamericano que más ha impulsado la agenda de género, anunció que enviaría el proyecto para terminar con la criminalización de las mujeres que interrumpen de manera voluntaria sus embarazos. Parece que fue hace un siglo, porque enseguida la pandemia estalló, diputados y senadores dejaron de sesionar y la iniciativa quedó en suspenso. Eso sí, en cuanto termine la cuarentena obligatoria las activistas volverán a las calles a presionar para alcanzar un postergado derecho. Es lo mínimo que merecen después de tantas décadas de organización y lucha.

El feminismo también estaba haciendo estragos políticos en México. La ola de femicidios de principios de año derivó en una serie de protestas que fueron creciendo ante las desafortunadas reacciones de Andrés Manuel López Obrador, el presidente que demostró que no entiende la revolución feminista. Los reclamos se intensificaron pero ya no fueron sólo hacia un gobierno sino hacia un sistema. En un país polarizado, oficialistas y opositores intentaron convertir al movimiento de mujeres en un botín político. Aparecieron los oportunistas que quisieron aprovechar las manifestaciones para denostar al gobierno mientras el presidente se victimizaba y les pedía a las manifestantes que ya no pintaran puertas y paredes en sus marchas. El debate se expandió y en el país en el que cada día son asesinadas 10 mujeres se habló de manera inédita, como nunca antes, de las múltiples violencias machistas.

Pero los femicidios y la lucha feminista, al igual que cualquier otro tema en el resto de los países, quedaron desplazados de la atención pública. La prioridad ahora pasa por enfrentar de la mejor manera posible la emergencia de salud y reflexionar qué haremos los seres humanos después de la pandemia. Ya habrá tiempo para continuar con las luchas sociales.

 

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