Por Omar H. Rahman*

Como adelantó Meir Margalit en su artículo de la pasada semana, el “Acuerdo del Siglo” de la Administración Trump para el conflicto israelí-palestino ha sido rechazado tajantemente por la Autoridad Palestina, que ha roto sus acuerdos de seguridad con EEUU e Israel. La indignación de la población palestina ante lo que es un plan de anexión de la zona C de Cisjordania se ha contenido en pequeñas manifestaciones por el momento.

La reacción de los estados árabes, con la excepción de los del Golfo, ha sido la de recibir la propuesta de Trump como una oportunidad para retomar las negociaciones directas entre las partes, pero reafirmando los elementos del Plan de Paz árabe y las resoluciones de Naciones Unidas.

Esta prudencia, como la de la Unión Europea, no puede ocultar que de producirse la anexión del Valle del Jordán y de los asentamientos israelíes, la posibilidad de constituir un Estado palestino viable desaparecerían, y con ella la política de dos estados como solución del problema israelí-palestino que está en el origen de todas las resoluciones de Naciones Unidas, incluida la Resolución 181 de 1947 que dio lugar a la proclamación del Estado de Israel.

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, junto con el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, dio a conocer su «Acuerdo del siglo» en la Casa Blanca el martes 28 de enero. Si bien muchos analistas han subrayado la extraña oportunidad de dar a conocer el plan, en medio de la difícil situación política por la que atraviesan ambos líderes, la cuestión del momento obvia el objetivo del plan en sí.

Durante años, Israel ha apoyado su ocupación de los territorios palestinos en una posición moral y políticamente injustificable. Ahora, Israel está recurriendo a los Estados Unidos para ayudar a defenderla. El incesante esfuerzo del estado israelí para asentar a sus ciudadanos judíos en Cisjordania ha impedido cualquier posibilidad de dividir el territorio histórico de Palestina en dos entidades políticas independientes, dejando a millones de palestinos apátridas y viviendo bajo un régimen militar interminable, sin derechos civiles o políticos.

Como tal, el «acuerdo» de Trump está diseñado para apoyar la soberanía israelí sobre la totalidad de la Palestina histórica, al tiempo que le permite absorber las partes del territorio que considere más deseables. A la mayoría de los palestinos se les ofrece una autonomía limitada sobre un archipiélago de enclaves ghettoizados. Sabiendo que los palestinos rechazarán indudablemente esto, es evidente desde el principio que el “acuerdo” nunca tuvo la intención de ser un plan de paz, sino más bien un documento de posición disfrazado de iniciativa diplomática. Dicho sin rodeos, el plan es un respaldo de lo indefendible por parte del estado más poderoso del mundo.

Sin embargo, lo que a los maximalistas territoriales de Israel siempre les ha faltado es un plan claro sobre cómo conciliar mantener la tierra al tiempo que se priva permanente del derecho a voto a la gran mayoría de sus habitantes. La mayoría de los analistas, incluidos muchos israelíes, lo reconocieron hace mucho tiempo como una receta para un estado de apartheid, con millones de personas que viven juntas de manera desigual en función de su afiliación etno-nacional. Ese estado de apartheid es precisamente lo que ha surgido, especialmente porque los no judíos constituyen actualmente la mayoría de la población bajo control israelí.

Por lo tanto, es difícil entender cómo, en 2020, Israel puede defender un sistema de gobernanza que fue rechazado globalmente cuando existió en Sudáfrica hace solo unas décadas. Es aún más desconcertante dado lo ridículos que han sido los intentos recientes de los funcionarios israelíes para justificar ese sistema.

En 2017, por ejemplo, el parlamentario y ministro israelí Bezalel Smotrich, del partido Hogar Judío, lanzó su «Plan de decisión», en el que aboga por la anexión total de Cisjordania. Smotrich argumentó que esto no equivaldría al apartheid, solo una forma de democracia menor. «La soberanía israelí se puede aplicar a todas las áreas de Judea y Samaria [Cisjordania] sin otorgar a los árabes que viven allí el derecho a votar a la Knesset el primer día y seguir siendo una democracia», escribió Smotrich. «No perfecta, pero una democracia al fin y al cabo».

Smotrich ofrecía una opción a los palestinos bajo control israelí: permanecer como residentes sin igualdad de derechos con los ciudadanos judíos, o dejar sus hogares y abandonar el país, lo que un periodista israelí calificó como un «ultimátum de rendición o transferencia». En cualquier caso, argumentó Smotrich, el estado judío debe permanecer intacto a toda costa, incluso si eso significa desarrollar nuevas estructuras civiles, legales y democráticas para acomodar un sistema de segmentación racial.

Este escandaloso plan no parece una locura dentro de Israel, donde un comportamiento político radical sin consecuencias ha sido la norma durante décadas. Hoy, los funcionarios israelíes de todo el espectro político están pidiendo abiertamente alguna forma de anexión de Cisjordania, sabiendo que cuentan con el pleno respaldo de la Casa Blanca.

Este ambiente ha producido una generación de políticos de grupos como el partido Nueva Derecha que, sin ningún sentido de la ironía, abogan por un sistema de supremacía judía, y bromearon el año pasado que el fascismo «huele a democracia», en completo desdén por la democracia liberal. Han atacado las instituciones democráticas de Israel, la prensa libre, la sociedad civil y el sistema judicial. Estos procesos culminaron con la promulgación de la Ley del Estado de la Nación Judía en julio de 2018, que afirma que los judíos tienen el derecho exclusivo de autodeterminación en el territorio controlado por el Estado de Israel.

Aún así, hay otros en Israel que son conscientes de la problemática evolución de su país. Algunos han intentado sin éxito convencer a sus compatriotas de cambiar de rumbo antes de que sea demasiado tarde. Otros saben que la anexión implica el apartheid, pero no tienen interés en frenarlo. Mientras tanto, dicen, la mejor opción que tienen es buscar el respaldo internacional para la anexión, incluso bajo la apariencia del «acuerdo de paz» de Estados Unidos. No es de extrañar, por tanto, que una gran cantidad de figuras políticas israelíes, incluidos los principales contendientes en las próximas elecciones de Israel, Netanyahu y Benny Gantz, estuvieran en Washington esta semana para respaldar el plan de Trump.

Hasta ahora, este escenario era ampliamente considerado como una posibilidad poco probable. Si bien los gobiernos estadounidenses anteriores han protegido a Israel en el ámbito internacional, e incluso apoyaron el «derecho» de Israel a mantener sus bloques de asentamiento en caso de un acuerdo de paz (a pesar de su ilegalidad según el derecho internacional), ninguno ha respaldado rotundamente la legitimidad de los asentamientos israelíes o el principio de mantener territorio conquistado en la guerra.

La administración Trump, sin embargo, ha hecho exactamente eso, incluso reconociendo la soberanía israelí sobre la totalidad de Jerusalén y los Altos del Golán, y rechazando la noción de que los asentamientos son ilegales según el derecho internacional. No es casualidad que los tres funcionarios estadounidenses encargados de desarrollar el plan de Trump, su yerno Jared Kushner, el embajador en Israel David Friedman y el ex enviado Jason Greenblatt, sean defensores de los asentamientos israelíes y la ideología que los sustenta desde hace mucho tiempo. Ahora parecen estar usando sus puestos en el gobierno de los Estados Unidos para santificar el maximalismo territorial israelí, y lo están haciendo en coordinación casi completa con los líderes de la derecha israelí y los defensores de un Gran Israel.

Israel pronto tendrá que defender la creación de su estado de apartheid sui génesis. Tener a los Estados Unidos a su lado es un gran paso en esa dirección. Se ve ayudado por el debilitamiento del orden mundial liberal, el vaciamiento de las instituciones internacionales y del derecho internacional, y el colapso completo de la política nacional palestina. Es difícil predecir hasta qué punto la comunidad internacional, en su estado actual de debilidad, estará dispuesta a defender los principios sobre los que se ha organizado desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, una cosa es segura: estamos entrando en una nueva etapa en este conflicto que cambiará de ser una lucha por el territorio y la soberanía a otra definida por la lucha por la igualdad y los derechos civiles. Es probable que en esta etapa, los países de todo el mundo se vean obligados a evaluar de nuevo sus posiciones y elegir bando. La administración Trump ya lo ha hecho.

 

* Omar H. Rahman es escritor y analista político especializado en política de Medio Oriente y política exterior estadounidense. Actualmente es becario visitante en el Brookings Doha Center, donde está escribiendo un libro sobre la fragmentación palestina en la era posterior a Oslo.

El artículo original se puede leer aquí