Por Gerardo Tecé/Ctxt

A fines de los años 90, Nadia Otmani viajó a Madrid para ver a su hermana. Cuando ante un episodio de violencia machista quiso defenderla de su cuñado, él le respondió con 3 disparos. Uno de ellos impactó en la columna y desde entonces vive en silla de ruedas.  Residente en España hace más de 10 años, Nadia es hoy presidenta de la Asociación de Mujeres Marroquíes en el país. El pasado lunes 25, en el acto organizado por el Ayuntamiento madrileño para conmemorar el Día Internacional contra la violencia hacia la mujer, Nadia enfrentó al portavoz de Vox, Javier Ortega Smith. El ultraderechista acababa de reclamar la derogación de la Ley de violencia de género, argumentando que desprotege a “los hombres que sufren violencia de las mujeres” y a las mujeres que la sufren “de sus parejas lesbianas”. Señalándolo con el dedo y a pesar de los esfuerzos del personal del ayuntamiento por callarla, Nadia le exigió “respeto para las muertas y para todas las mujeres víctimas de violencia en todo el país”. De ella habla esta nota.

 

No fue capaz de aguantarle la mirada. Fueron 50 segundos, pero a Ortega Smith le parecieron una democracia entera. El ultraderechista que combina apellido de filósofo con fabricante de pistolas se había plantado en primera fila de un acto sobre violencia machista para negar, con un grupo de víctimas allí presentes, que tal violencia existiera. Esto es –para que hasta un ultraderechista pueda entenderlo– como ir a un entierro a mearte en la caja del muerto y pretender que la familia te guarde respeto o si no, te enfadas. Si algo tiene el fanatismo es la absoluta sensación de impunidad ante sus acciones. Si nada pasa al ir a acosar a niños extranjeros a las puertas de su centro, ¿por qué iba a pasar allí con las mujeres maltratadas? Por suerte, a veces, alguien decide decir basta.

Quien lo decidió se llama Nadia. Luchadora, mujer, extranjera, en silla de ruedas, le cantó las cuarenta al atlético secretario general del partido ultra y este fue incapaz de dirigirse a ella, de explicarle el argumentario ultraderechista, ese que dice que ella no es una víctima de la violencia machista porque tal cosa no existe. Por no ser capaz, Ortega Smith ni siquiera fue capaz de mirarla a los ojos mientras ella le pedía que no jugase con el dolor de las mujeres. Pudimos ver entonces –como en una cámara lenta– cómo quienes siembran odio se desmoronan y acobardan cuando bajan del mitin y se enfrentan a la realidad a la que escupen. La mirada de Ortega Smith parecía pedir una sola cosa: que la tierra –redonda, según la dictadura progre– le tragase.

Lo más interesante de la imagen, sin embargo, no es la escena en sí, sino lo que no está en la escena. En la escena no están las más de mil mujeres asesinadas por la violencia machista desde 2003 en España a las que los ultras un día desprecian y al siguiente usan para pedir la cadena perpetua o la liberación de la manada, según les cuadre el día. Tampoco están en la imagen quienes pactan con la ultraderechita que desde el atril lanza la piedra y ante la víctima se acobarda. En la escena no están los líderes de PP y C’s, dispuestos a blanquear a los ultras, a sentarlos en la mesa del Congreso o a comprarles inventos como el de la “violencia intrafamiliar” a cambio de sillones. Tampoco están en la escena los millones de votantes de un partido que ha decidido hacer política contra los más débiles y contra la diversidad. Esos votantes que se sienten víctimas porque la realidad no es tan uniforme y gris como querrían. En justicia, ese dedo levantado de Nadia no solo era para Ortega Smith. También para ellos, para todos los que no estaban en la escena y deberían haber estado. Y ese dedo, a propósito, tampoco es sólo Nadia, ni las mil asesinadas. Ese dedo somos muchas personas. Bastantes más que los Ortega Smith de turno.

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