Me tomé el trabajo de conversar en Santiago de Chile con personas de todo pelaje y color, de generaciones distintas, de niveles educativos y económicos diferentes. Buscaba poder hacer una síntesis donde confluyeran todas esas miradas y expresiones, donde pudiéramos crear un color nuevo, mezclando los distintos matices de la paleta chilena.

Adolescentes, setentistas, profesionales, desempleados, estudiantes universitarios e hinchas de clubes de fútbol. Pobladores, vecinos que en estas últimas semanas descubrieron que quienes los rodeaban estaban padeciendo sus mismas miserias y sinsabores y, lo que era más prometedor, estaban dispuestos a buscar salidas colectivamente.

Hablé con varios asistentes a la Asamblea Autoconvocada del Barrio Yungay, pero también de otras comunas y barrios. Incluso con colegas que habían itinerado por distintas asambleas y cabildos para corroborar que los temarios, análisis y propuestas coincidieran en su columna vertebral.

El despertar del que habla todo Chile tiene que ver con el reconocimiento del fracaso profundo del sistema económico y político que sujeta al país desde el golpe de estado contra Salvador Allende en 1973. Pero que no se queda en el reclamo y denuncia, sino que ese despertar se vuelve propositivo, busca la recuperación del tejido social sacrificado en dictadura y ahuyentado con neoliberalismo y traición de los partidos políticos.

La violencia se respiraba en el aire viciado de Santiago, como en tantas otras ciudades del país. Las cantidades de gases lacrimógenos, irritantes y aguas repelentes tirados en este último mes contaminan no solo el centro de las ciudades, sino que el viento lo esparce por todas las poblaciones, donde además también se ha ejercido represión.

Una represión que es característica del modelo chileno, pero que con la envergadura millonaria de estas movilizaciones se convirtió en “una guerra” según las palabras del presidente Sebastián Piñera, con miles de heridos, de detenidos, incontables denuncias de violaciones de derechos humanos y sexuales y el tema más traumático, la predilección de las fuerzas represivas por atentar contra los ojos de los manifestantes.

Superadas holgadamente las 200 víctimas de este tipo de atentado, algunas personas han perdido incluso los dos ojos, esto se ha detectado como una nueva forma de terrorismo que no logra aleccionar a un pueblo decidido a no volver a vivir la misma vida que los llevó a las calles.

Con antiparras, máscaras, pañuelos, escudos improvisados, rociadores de agua con bicarbonato y siempre algún celular atento para dejar constancia de lo que ocurre, miles y miles de chilenos y chilenas siguen en las calles desde la mañana a la noche, cortando calles, construyendo pueblo (no les gusta el término ciudadanía) e implicándose los unos con los otros para hacer un Chile diferente. Primera etapa: la Asamblea Constituyente, porque no hay manera de pensar en un país mejor, con remiendos al engendro heredado del genocida Augusto Pinochet.

Por supuesto que las reivindicaciones pasan por un sistema previsional público, por un sistema de salud para todos y todas, con mejoras en la educación, el transporte, los medios de comunicación, la propiedad estatal de los recursos naturales, mejoras salariales y un listado interminable, que da cuenta de la cantidad de cuentas pendientes que tiene la sociedad chilena.

Así como todos los ojos se humedecían cuando se hablaba de “los cabros que perdieron los ojos”, la rabia estallaba cuando se denunciaba “la impunidad absoluta” de la que son víctimas. Los crímenes de lesa humanidad cometidos en dictadura fueron levemente perseguidos, con penas que se cumplen en cárceles que parecen hoteles de alto nivel, pero las generaciones “de la democracia” ya no temen a esos fantasmas y por eso se rebelan frente a los carabineros con total desparpajo. Por eso, también, vuelven a entonar las canciones censuradas en los años de plomo y picana. Violeta Parra y Víctor Jara a la cabeza, pero también reciclando a los transicionales Prisioneros, que parecieran haber compuestas muchas de sus canciones pensando en el momento que Plaza Italia fuera rebautizada como Plaza de la Dignidad.

Las cacerolas suenan cada vez que Piñera miente con alevosía por televisión, es decir, cada vez que habla. Los carros policiales son enchastres coloridos, pinturas de Pollock. Las miradas en las calles se sostienen, las sonrisas se ofrecen y el orgullo por “los primera línea” o “los sanitarios” se esparcen.

Primera línea se llama a quienes repelen la represión policial a la mayor distancia posible de las grandes conglomeraciones. Grupos hiperactivos, coordinados descentralizadamente, pero donde rotan y se reemplazan para sostener la batalla sin cuartel contra el aparato represivo más sanguinario de Chile.

Los sanitarios son los voluntarios que atienden a los heridos y afectados por los gases. Quienes contienen psicológicamente, afectuosamente y realizan los primeros auxilios con insumos donados por los propios manifestantes y pese a la destrucción constante sufrida por las fuerzas antidisturbios. Han salvado vidas, han salvado ojos, han evitado suicidios, han reanimado y quitado balas y perdigones en todas las partes del cuerpo imaginables.

Han sido unos héroes silenciosos, sin los cuales no hubiera sido posible sostener 32 días de movilización y protesta social y sin los cuales no se hubieran podido congregar en varias oportunidades más de un millón de personas en el centro de Santiago.

Quienes crean que con una Convención Constituyente propuesta entre cuatro paredes por la casta política chilena van a lograr contener este torrente de descontento y creatividad revolucionaria, están muy equivocados. Podrá aplacarse por el propio desgaste que significa confrontar con tantas cosas tanto tiempo, pero el Chile Despierto está llamado a vencer.