Se cumple un mes del estallido social en Chile y a pesar de la represión permanente, el pueblo chileno sigue en la calle para exigir la renuncia de Sebastián Piñera, quien le declaró la guerra en la primera semana del conflicto. Las denuncias que llegan desde Santiago generan escalofríos. El movimiento de masas está en ascenso a pesar de la represión del Estado. Cada anuncio del gobierno para contener la situación, es una provocación que actualiza la demanda de una nueva constitución.

En Bolivia, el golpe de Estado lleva diez días y la sangre del pueblo boliviano comienza a regar las calles. Las Fuerzas Armadas genuflexas, fueron al llamado del golpe y forzaron a Evo Morales a su exilio en México. Sucede que, en una sociedad de castas heredada de la colonia, es inaceptable que un indio conduzca al Estado y busque desterrar su estructura colonial. Es que el Ejército es una de sus consecuencias ideológicas más conservadoras. Y ahí la oligarquía interviene, y el gobierno de facto de Jeanine Añez, mediante el Decreto Supremo Nº. 4078 exime a los militares de cualquier responsabilidad penal y los autoriza a matar.

Por Omar Zanarini*

En ambos casos, la matriz colonial de la represión tiene al pueblo como enemigo, y a sus oligarquías conduciendo la misma. Lo que se presenta mediáticamente como una disyuntiva entre bandos, no es más que las consecuencias de una nación inconclusa: el de la Patria Grande Latinoamericana. A lo largo y ancho del continente, se establecen dos campos identificables en los intereses que representan. En nuestras patrias chicas se vivencian como una “grieta” que socava la sociedad y las escinde de modo binario entre dos premisas: patria o colonia.

Son épocas de neoliberalismos y globalización, de contrarrevoluciones y golpes blandos y duros, y clásicos, con sus masacres, encarcelamientos y desapariciones. Y nada es realismo mágico. Permanentemente recapitulamos lo que está en pleno desarrollo, ejercicio que habilita discurrir en algunas reflexiones.

Recapitulando. Mirar para atrás para ver quién viene.

El derrotero comienza en 2009, en Honduras, con el golpe contra Mel Zelaya; sigue en Paraguay contra Lugo; en Brasil, el impeachment a Dilma y el posterior encarcelamiento de Lula. El capítulo argentino se compone de la guerra judicial o lawfare contra la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el encarcelamiento de militantes y funcionarios, entre ellos el ex vicepresidente Amado Boudou. En Ecuador, con la traición de Lenin Moreno a la Revolución Ciudadana, el proceso se abre contra Rafael Correa y el cierre de las sedes de UNASUR y la Celac. Y en Venezuela, el presidente Nicolás Maduro viene resistiendo los embates del imperialismo. En Chile, desde la vuelta a la democracia, nada ha cambiado: lo que dejó Pinochet sigue en pie. Y en este escenario balcanizador, sin duda, el eslabón más débil era Bolivia.

En Chile y en Bolivia se dan momentos insurreccionales, donde lo social, lo racial y lo nacional no están escindidos. Del otro lado de la cordillera ya señalan al gobierno de Sebastián Piñera cómo una dictadura. El Estado de excepción es un hecho y el Gobierno se pone por arriba de las leyes a fin de resguardar la república pinochetista. El pueblo chileno en las calles, no puede ser disuadido por la represión. Eufemismos como “uso excesivo de la fuerza” encubren los asesinatos, los secuestros y todo tipo de violaciones a los derechos humanos. En su demanda, el pueblo exige dejar de pertenecer a un orden colonial que está inscripto en su Constitución.

En Bolivia, el golpe tiene un componente de odio racial heredada de la vieja estructura de castas de la época colonial. Los doce años de Evo Morales significaron para el pueblo boliviano su reconocimiento como identidad plurinacional y con ello no solo recuperó la dignidad, sino que, por primera vez en la historia de Bolivia, el Estado fue conducido por un indio. Algo inaceptable para una oligarquía que durante siglos vivió a sus expensas. En la reivindicación de la Wiphala, el pueblo manifiesta la negativa de volver a ser objeto de la colonialidad interna de sus oligarquías. En ambos casos, “patria sí, colonia no”.

Las ideas de la clase dominante y los discursos del odio.

La historia nuestra, la de los latinoamericanos, muestra que el odio como forma de articulación de la política conlleva, necesariamente, repudiar la democracia y en su nombre y en el de la república eliminar al otro, que siempre es racialmente distinto. No importa si la democracia popular es la forma en que se validan los procesos de igualación y ampliación de derechos, lo que las oligarquías no quieren es perder privilegios.

A modo de cliché, recordamos que las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes de una época y lugar dado; como tales siempre su legitimidad se ponen en disputa cuando las otras clases comienzan a hacer política y se organizan a fin de tomar el Estado, ya por los votos o mediante una revolución. Conquistado el Estado por el pueblo, las ideas dominantes pierden capacidad hegemónica y se vuelven discursos que cierran sentido en algunos sectores, y emergen residuales como verdades conservadoras. Entonces los valores que hasta ese momento eran la verdad que legitimaba la explotación de una clase sobre la otra, se niegan a mutar y desprenden nuevamente su virulencia racial.

Y cuando eso sucede, los discursos del odio coagulan en una clase media que no comprende el progreso de aquéllos que históricamente estuvieron por debajo en la escala social. Ven en el progreso de los sectores populares su propio estancamiento de clase (por qué en un país donde la brecha entre ricos y pobres se reduce producto de políticas de Estado emancipadoras, también los consumos culturales tienden a igualarse) y eso no lo toleran.

Convencidas que, en un sistema capitalista que pregona el individualismo y la meritocracia cómo única forma de realizarse, fracciones de esa clase son conducidas por aquellos que mejor construye su marco interpretativo para “entender” y “explicar” la realidad. Vuelve entonces la colonialidad del discurso que odia por naturaleza y segrega socialmente, porque entre otras cosas, es un sistema que clasifica al otro racialmente y le asigna socialmente un rol. Así la clase media racializa su discurso y pretende ampliar su horizonte de clase: los cabecitas, los indios, los negros, los planeros, los indios, los coyas. En el lenguaje del odio la gran “etc” no acepta polisemia.

El componente racial y la distinción oligárquica.

En América latina el componente racial otorgó a las oligarquías, durante varios siglos, la legitimidad impuesta por la conquista. Donde los conquistados, clasificados primero racialmente y de ahí ubicados socialmente en la estructura productiva, cumplirán las tareas que el capital mande a realizar, menos la de dirigir un Estado. Esa era la norma.

En torno a la intolerancia de aquellos que gobiernan para las mayorías, la norma busca cómo reimplantarse. Sería ilógico pensar que quienes dominaron durante siglos carezcan hoy de una base social desde donde sostener sus posiciones. Está claro que el odio también convoca a multitudes. Pero eso no los configura en pueblo y mucho menos en patriotas.

Así, la democracia en América Latina, entendida como la forma en que el pueblo participa en la vida política de un país, ha sido la excepción. O por lo menos lo fue a lo largo del siglo XX; los golpes de Estado han sido el instrumento con el cual las oligarquías han hecho valer su “verdad” cada vez que la correlación de fuerzas les resultó adversa. Ellos, los aliados con el imperialismo, se sienten aún entrado el siglo XXI, los gendarmes del Estado colonial.

Corresponde entonces a los pueblos sostener la batalla cultural en sus estándares más altos para de ese modo, no solo disputarles a las elites el Estado y su modo privilegiado de hacerse de la producción. Y con ello desterrar toda colonización pedagógica de la mente de los latinoamericanos.

(*) Periodista. Radio Gráfica