La elección como presidente del ‘outsider’ Kais Said, con un 72,7% de los votos, simboliza el descontento de la población con la clase política que ha gobernado el país desde la revolución de 2011

Por Ricard González

A simple vista, una victoria con más del 70% de los votos podría resultar sospechosa, más propia de un régimen autoritario que de un sistema democrático. No es habitual que una elecciones libres en una sociedad plural otorguen un veredicto tan diáfano. Sin embargo, nadie puede podrá acusar a Kais Said, el ganador de las elecciones presidenciales en Túnez del pasado domingo, de haber gozado de cualquier tipo de privilegio: no se benefició de la maquinaria estatal al no estar en el Gobierno, no es millonario, y ni tan siquiera posee un canal de televisión. Más bien, todo lo contrario. Y por ello, su triunfo adquiere una dimensión revolucionaria en un país que ya asombró al mundo al desencadenar las llamadas “primaveras árabes” hace casi nueve años, y ha sido el único de la región en poder sostener su proceso de transición.

Para calibrar en su justa medida el “fenómeno Kais Said”, al 72,7% de los sufragios obtenidos, cabe añadir las cifras de participación: casi cuatro millones de ciudadanos acudieron a las urnas, un hito solo conseguido en las primeras elecciones libres, a finales de 2011. Luego, a medida que progresaba la transición, el desencanto con la política se fue apoderando de la población, y sobre todo de los más jóvenes. Precisamente, ellos han sido quienes han impulsado a Said, tanto en la primera como en la segunda vuelta. Mientras la participación de los menores de 25 años fue solo del 11% en las legislativas del 6 de octubre, una semana después, en las presidenciales, se acercó al 50%. En cuestión de semanas, Said ha logrado cambiar las coordenadas de la política tunecina.

Mientras la participación de los menores de 25 años fue solo del 11% en las legislativas del 6 de octubre, una semana después, en las presidenciales, se acercó al 50%

¿Quién es el político que ha obrado tal milagro? La respuesta más simple es: el político más heterodoxo de los que ha aupado la ola anti-establishment que sacude las democracias del mundo entero. De gesto hierático –lo apodan Robocop–, este profesor de Derecho Constitucional, de 61 años, que se hizo célebre como analista en los platós de televisión ha violado todas las reglas de las convenciones y el marketing políticos: no posee cuenta alguna en redes sociales; habla un lenguaje sofisticado –se expresa en árabe clásico–, alejado del dialecto tunecino que emplea la población; no tiene partido; y no ha realizado un solo mitin durante la campaña. Y quizás precisamente por todo eso ha logrado arrasar. Desengañados con la clase política que ha gobernado el país en el periodo post-revolucionario, los tunecinos apostaron por el perfil más divergente posible.

Más que en su ideología, es en su imagen de hombre íntegro y austero en un país lastrado por la corrupción donde radica la clave de su éxito. Su programa político es tan heterodoxo como su propia identidad, mezcla el conservadurismo en cuestiones sociales con un radicalismo político propio de la izquierda extraparlamentaria. A la vez que rechaza la igualdad de género, el presidente electo defiende una reforma de la Constitución para sustituir la democracia representativa por una democracia directa de base local en la que los jóvenes tengan un papel preponderante. Su receta incluye también algunas gotas de nacionalismo árabe, que se traducen en habituales referencias al pueblo palestino. Algunos analistas lo han llegado a definir como “un ovni político”.

El “fenómeno Said” ha cambiado ya los parámetros de la política tunecina. Sus adversarios, incluidos los medios del establishment, lo describieron como “ultraconservador”, o incluso “salafista”, en un intento de excitar la polarización entre islamistas y laicos que a punto estuvo de echar al traste la transición en 2013 (la sociedad civil tunecina obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 2015 por su papel de mediación a la hora de evitar una réplica del golpe de Estado en Egipto). La estrategia contra Said fracasó estrepitosamente. El súbito revolcón político experimentado en Túnez sería muy difícil en la envejecida Europa. Mientras aquí los menores de 35 años representan la mitad del electorado, en España, no llegan a un tercio.

Ahora bien, su victoria es, en parte, el demérito de los otros. Aunque también se quiso presentar como un “outsider” por no haber ostentado cargo público alguno, Nabil Karoui, su adversario en la segunda vuelta, encarnaba lo peor de la política tradicional para muchos tunecinos. El cofundador de Nessma, la televisión de mayor audiencia del país está procesado por evasión fiscal y blanqueo de dinero. Tras haber pasado 46 días en prisión preventiva, fue puesto en libertad solo unos días antes de la contienda. El apodo con que la población le ha bautizado en las redes sociales es “mafioso”.

Túnez es una democracia joven, pero ya padece algunos males de las maduras, sobre todo el descrédito de la clase política

Túnez es una democracia joven, pero ya padece algunos males de las maduras, sobre todo el descrédito de la clase política. Los datos que arroja la ONG Bawsala sobre el funcionamiento del Parlamento son sonrojantes: en los últimos cinco años, ningún sesión ha empezado puntualmente, y a menudo se han cancelado por falta de quórum. Más indignantes aún son las cifras de transfuguismo, lo que se conoce como “turismo parlamentario”: hasta 87 diputados de 217 han cambiado de partido al menos una vez durante la legislatura. Muchos lo han hecho varias veces. El récord lo tienen dos diputados con siete cambios. Si a todo ello añadimos que tras la Revolución, el paro y la inflación van al alza y no se han reducido las hirientes desigualdades entre regiones, es fácil entender las ansias de cambio de la sociedad tunecina.

El presidente electo accederá al Palacio de Cartago, tras haber atesorado un enorme capital político, y por tanto, también una enorme responsabilidad que no encaja bien, sin embargo, con las limitadas prerrogativas que le otorga la Constitución de 2014. El sistema semi-presidencialista tunecino concede al jefe de Estado competencias directas solo en Política Exterior, Defensa, y Seguridad Nacional, además de algunas atribuciones como árbitro entre las diversas instituciones. El resto de competencias ejecutivas corresponden al primer ministro, elegido por el Parlamento. Más que imponer su visión, Said deberá tratar de erigirse como un líder moral y colaborar con la Asamblea de Representantes del Pueblo. No será fácil.

Las elecciones legislativas del 6 de octubre trazaron un Parlamento altamente fragmentado, sin que se divise una clara mayoría de Gobierno, lo que podría llevar a una repetición de los comicios. De acuerdo con la Carta Magna, corresponde al partido ganador, los islamistas moderados de Ennahda, la formación del nuevo Ejecutivo. Sus líderes ya han rechazado una alianza con Qalb Tunis, el partido de Nabil Karui. Los nahdawis consideran a la segunda fuerza más votada “sospechosa de corrupción”, y optan por acercarse a las “fuerzas revolucionarias”. Sin embargo, bajo esa etiqueta conviven sensibilidades muy distintas, desde la Coalición de la Dignidad, cercana a ideas salafistas, a los socialdemócratas del Tayyar Democraty, o los nacionalistas árabes del Movimiento del Pueblo. Estas dos últimas fuerzas, que han registrado un fuerte crecimiento, se han convertido en los nuevos referentes de la izquierda tunecina después del batacazo del Frente Popular, que prácticamente ha desaparecido de la cámara.

A todos ellos, presidente y diputados, corresponderá el difícil reto de satisfacer las renovadas expectativas de la ciudadanía. La elevada participación o el récord histórico de audiencia que batió el cara a cara entre Said y Karoui –más de la mitad del país se sentó frente a la pantalla– sugieren que los tunecinos han querido otorgar una nueva oportunidad al sistema democrático. Pero si fracasan, el país podría sucumbir a la tentación del autoritarismo militar, poniendo fin al único experimento democrático surgido de las “primaveras árabes” que todavía se mantiene en pie. Sería una terrible pérdida para el país magrebí, y también para aquellos que insisten en que no hay contradicción entre democracia y la identidad árabo-musulmana.

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