Por Vanina P. Santarceri

Fui vegetariana por casi siete años. Siendo pobre. Por elección personal y luego de algunos meses de ardua meditación, decidí alejarme de las carnes y volcarme hacia el lacto-ovo-vegetarianismo (jamás pude dejar mis amados quesos). Elegí un Domingo como mi última cena carnívora y me preparé el plato gourmet que más iba a extrañar: milanesas con puré. Sumida en un éxtasis casi místico saboreé cada porción y, al terminarlo, dije adiós a las carnes para siempre.

Cuando se es pobre, el para siempre adquiere una dimensión propia, distinta del infinito matemático. Es un anhelo de perpetuidad, como una suerte de zanahoria vegana: algo obvio y redundante. Voy a ser feliz para siempre; voy a vivir en esta casa para siempre; voy a tener este trabajo para siempre; voy a comer de esto rico que estoy comiendo… para siempre. Siendo la realidad el opuesto exacto: pan para hoy, mañana vemos. Lo más trágico es ser pobre y no ser oveja simultáneamente. Es decir: tener pensamiento crítico, ideas y posturas propias bien definidas y, además, defenderlas. La frutilla de la torta es tener ética. Ahí pasa de tragedia griega a película de Fellini.

Conciliar pues un estilo de alimentación sano y ético con el día a día del pobre laburante se transforma en una suerte de divague metafísico. La alimentación sana es más barata en cuanto a costos, pero como se supone que los pobres somos carne de cañón sin capacidad de raciocinio y, fundamentalmente, no somos cool, el marketing y los mismos inmorales de siempre lo transformaron en un producto exclusivity para gente cool. Es decir, clase media alta para arriba.

Grafiquemos: el arroz integral es el más barato de todos ya que es el que se obtiene con la menor cantidad de procesos industriales. Es casi un producto “en crudo”. El blanco, en cambio, se obtiene luego de sendos procesos ídem que dejan un producto final que llena la panza y decanta muchos menos nutrientes que el integral. Es decir, es de menor calidad nutritiva. Sin embargo su precio es tres veces mayor al del blanco (en mis épocas de vegetariana, hasta cinco) ¿Quién ha donado arroz integral alguna vez? ¿Se les ocurre pensar: por qué no? La respuesta raya lo repugnante: ¿A quién se le ocurre pensar que a un pobre pueda interesarle la nutrición? Ellos comen arroz blanco, de cuarta, del partido en lo posible.

Todas las estaciones de tren están repletas a más no poder con negocios de comida basura barata: el producto estrella es el paty con huevo, todo grasiento y recalentado en un coso que vendría a ser pan. A esos negocios acuden a mansalva los pobres laburantes, extenuados luego de 15 horas de dejar su energía y lo mejor de sí para que sus patrones coman salmón al grillé con arroz yamaní. Y con esa basura antihigiénica, anti-nutritiva, anti-humana, se llenan la panza, calmando un poco el hambre de vida.

Si hay alguien que todavía tiene alguna duda acerca de la perversidad de este sistema inmoral e inhumano, no tiene más que acercarse a cualquier estación de tren en hora pico y ver los rostros extenuados, los ojos vacíos, la voracidad desesperada de los pobres laburantes que acuden en tropel a estos puestos de humillación, que venden depresión y mentira a precios accesibles, combustible barato para aceitar la máquina de sadismo exacerbado.

Allí verá la verdadera cara del horror y la tristeza. Tómese su tiempo nomás! que en una media horita puede Ud. tener el panorama completo. Y si, como a Micky Vainilla (el épico personaje de Diego Capusotto), le entra el miedo: ¡baje el pánico! Están todos tan ensimismados en su trajín diario que nadie dará cuenta de su presencia.